La generación digital del audiovisual cubano

A diez años de “Video de familia”.

Fotograma de la película

La nueva década del audiovisual cubano dio inicio con el estreno de Memorias del desarrollo (2010), de Miguel Coyula.

Video de familia (2001), de Humberto Padrón, mediometraje de ficción con el cual el joven director finalizaba sus estudios en la Facultad de Medios de Comunicación Audiovisual del Instituto Superior de Arte cubano, tuvo una vertiginosa temporada de reconocimientos entre mediados de su año de producción y el siguiente.

Sin saberlo, iba a convertirse en la primera señal reconocible del nuevo momento generacional del cine cubano, al tiempo que en el parteaguas entre la tradición narrativa cinematográfica cubana y la venidera condición digital.

El video digital había llegado a nuestro medio de distinta manera que las herramientas del video analógico. Durante los ochenta, esta clase de tecnología (y su posproducción) cruzaron a través del eje centralizado de las instituciones estatales y cumplieron funciones de administración antes de pasar a ser instrumentos de experimentación artística.

En los noventa, bajo las circunstancias de crisis aguda del periodo especial, las cámaras digitales entraron rápidamente a formar parte del instrumental de artistas plásticos o creadores de lo visual y establecieron veloz simbiosis con las computadoras personales ya existentes en Cuba.

No es raro entonces que, a diferencia de la década precedente, los primeros ejercicios de video expresión se produjesen en espacios vinculados al arte experimental, muy cerca del documental y de la documentación de procesos de la sociedad.

Si bien las formas expresivas propias del video analógico habían sido enunciadas desde el centro de la tradición cinematográfica nacional, cuando Julio García Espinosa realizara El plano (1993), la persistencia del registro fílmico imperó sobre otras formas de creación.

Solo cuando la parálisis de la producción se hizo alarmante, el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC) sometió a discusión (primero desde el punto de vista de la logística tecnológica, a partir sobre todo de la opinión de tecnólogos; luego, mayormente de la mano de Humberto Solás, como estrategia de producción) su adopción.

También la crítica empezó a negociar la actualización terminológica pertinente a las nuevas circunstancias: el cine cubano desembarcaba a su edad audiovisual. En el ínterin, una promoción de realizadores se había entrenado en el registro digital, sin conocer o siquiera soñar con una obra en soporte fílmico.

Esta clase de entrenamiento salta a la vista con Video de familia. Padrón desarrolla su relato a partir de dos de los atributos fundamentales de la gramática digital: instantaneidad y elasticidad. Sus personajes simulan actuar para una cámara de video que registra su performance como mensaje para el hijo emigrado, utilizando las tácticas del home video o video carta.

Como suele suceder en esta modalidad, la propia cámara se transforma en sujeto activo de la representación, revelándose y activándose dentro del relato el proceso de producción, aquello que el cine institucional buscó borrar, con tal de potenciar la representación analógica (análoga de lo real) en que se erigieron las coordenadas de su modalidad clásica. O sea, la noción de cercanía e inmediatez se complementa con la de proceso, de acontecimiento en su natural fluir.

Humberto Padrón quiso subrayar en su diseño discursivo uno de los impactos esenciales de las cámaras digitales sobre el ecosistema de la sociedad cubana. Gracias a la plasticidad de su sintaxis operacional, el registro digital ha servido para hacer visible la profunda divergencia del presente entre discurso público y vida cotidiana en Cuba.

La nueva ola de documentales interactivos, expositivos y reflexivos, que probablemente constituyan la zona más dinámica del audiovisual cubano contemporáneo (incluyendo esa zona de metamedia que exploran muchos artistas plásticos, sirviéndose de estas herramientas), son fruto del trabajo sobre esta contradicción.

Video de familia anunció la emergencia de semejante área de trabajo, y se sirve de ella. Aunque opere dentro de un esquema fictivo, la película de Padrón construye una puesta altamente afectada por su contenido testimonial. La ficción sirve para orquestar, bajo un orden determinado, la heterogeneidad social que agrupa: tres generaciones con sus opiniones acerca de la vida en común.

La estructura dramática escoge un grupo de problemas de esa comunidad para someterlos a discusión y, a través de ellos, se someten a plebiscito los puntos de vista de la autoridad de los padres y la lógica social emergente de los hijos jóvenes.

Video de familia se alimenta de la tensión en torno a la administración de lo visible. De aquello que constituye la memoria colectiva cuando se articula como argumento fáctico. El video digital genera nuevas dimensiones para esa clase de sustancia del imaginario nacional.

Padrón pone en evidencia la incapacidad del cine cubano (como intermediario tecnológico y, sobre todo, como institución simbólica) para dar cuenta de las dimensiones donde realmente se negocia el dolor y la cura después de la larga crisis del periodo especial, vivenciada en el país como un evento bélico.

La búsqueda de tales legados empieza a ser fuente de trabajo artístico de los realizadores jóvenes. La pasada década audiovisual quedó conclusa en una pieza de video digital donde, otra vez, una cámara encendida participa de una crisis familiar. Susana Barriga había viajado al Reino Unido en busca del padre desconocido.

The Illusion (2008) fue el resultado de esa búsqueda. Su proyecto documental tenía todas las trazas de una obra performática, de auto-representación. Susana encontraría a su progenitor y lo incluiría en un cortometraje donde la dimensión testimonial tendría un peso decisivo en la gestión de la experiencia estética: The Illusion nació siendo un proyecto de reedificación de una biografía personal.

Pero otra vez la cámara de video portátil juega un rol decisivo. Mientras espera la llegada de su padre en el pasillo interior del edificio donde tiene su apartamento, Susana prende el dispositivo: registra el vidrio que cubre la puerta ante el apartamento iluminado; la dimensión sonora del lugar; la boca de la escalera aledaña; la calle ventana abajo. Una como turbación ante el venerable umbral parece empujarla a fijar todos los detalles posibles, a presagiar, a través de las herramientas que le son familiares, la presencia sagrada que aún no se manifiesta. Ya en el interior, bajo los primeros saludos, la cámara sigue prendida, metida en el bolso que la mujer carga consigo. Aún no le dice al hombre que ha venido con el propósito de hacer un documental.

El documental que tenemos obedece al principio memorialista de contener la experiencia de lo sagrado. El registro de este encuentro no posee calidad estética alguna: un encuadre torcido que resume el ángulo impreciso de una habitación, desde la insegura superficie de un sofá o mueble semejante. La voz del hombre viene desde un segundo plano, baja y sube, por momentos se hace inaudible, mientras que los contados comentarios de Susana, sus movimientos físicos, son capturados por el micrófono incorporado de la cámara como sacudidas de primera magnitud.

Él nunca aparece de cuerpo entero, ni su rostro se adivina siquiera. Es una figura borrosa y cuando entra a cuadro está cortado por las piernas y el torso. Todo induce a pensar que estamos en presencia de una escena capturada bajo los lineamientos de la cámara oculta. Susana jamás le dice al hombre que ha venido a grabarlo. Y, después de unos minutos de diálogo, afloran las tensiones y el padre y la hija rompen para siempre. Pero la consecuencia del trabajo de registro está ante nosotros.

Sobre esta trama de pérdida y fractura se hace más visible la densidad de sentidos que The Illusion trenza. Su complejidad hace que la textura formal de home movie simulada por Humberto Padrón quede superada, así como lo es su efecto de relato individual y artefacto metafórico.

La película de Susana Barriga nace con un propósito privado, quiere operar como acto del recuerdo y, por efecto de la diseminación, acaba operando como memoria colectiva. Supone, en el caso cubano, una propuesta que apunta hacia la articulación de nuestras particulares políticas de la memoria para convertir la vigencia de la marca y el dolor en sustancias de una experiencia colectiva. Por ello la importancia que cobra la negociación de la Historia en la reflexión sobre la condición audiovisual cubana del futuro.

La nueva década del audiovisual cubano dio inicio con el estreno de Memorias del desarrollo (Miguel Coyula, 2010). El primer efecto significativo de esta obra es desplazar el centro expresivo de la estética del cine digital de la cámara al montaje.

Memorias… está construida como un texto modular, cuya organicidad debe buscarse en la radicalización del método del collage. El uso de este debe verse en dos direcciones: una, la del relato, comprende la fragmentación permanente de la experiencia fáctica de su protagonista, un nuevo Sergio inspirado en el de Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), quien ve la realidad de manera aleatoria y relacional, construyendo a través de fragmentos sueltos de experiencia un ecosistema afectivo donde cada evento es modificado, alterado, intervenido por su escala de valores y visión del mundo.

La segunda, la del discurso, forma parte del ejercicio de creación de un tipo de experiencia único del audiovisual. Por ello, Coyula enhebra su pieza con materiales disímiles (imágenes de la fotografía de prensa o el arte clásico y moderno; registros documentales; video juegos; textos; animaciones; improvisaciones sobre escenarios reales; puestas en escena puras y duras).

La estética de la película de Coyula obedece en absoluto a la obturación lingüística que se opera en los relatos visuales a partir de la imagen electrónica. Mediante el uso intenso de programas de análisis y manipulación de imágenes, Coyula propone un montaje interno de inclinación neobarroca.

Ese trabajo de sampleo, a través del cual se nos introduce en la visión del mundo autista de su personaje, le permite además trabajar con dos de las características centrales de la imagen electrónica: su creciente densidad y maleabilidad.

La intervención del cuadro va desde las usuales manipulaciones de luces y croma hasta la modificación del registro. De esa manera, recupera el significado ontológico del acto cinematográfico: la escritura del movimiento. El salto para el cine cubano tiene parecido significado al de Godard cuando reconoce en el cine la materia prima de textualidad sobre y desde la cual reescribir y rehacer. O sea, las películas no hablarían tanto acerca de la realidad física como sobre las imágenes que de ella poseemos.

En esta deriva del audiovisual en Cuba, la exploración de las posibilidades expresivas de las tecnologías del cine digital rebasan con mucho las cuestiones productivas, logísticas o financieras subrayadas por Humberto Solás en su Manifiesto del Cine Pobre.

El digital ha permitido el desarrollo de un lenguaje nuevo que va más allá del acto testimonial, del ansia por producir o del fetichismo tecnológico. Se trata de reinventar el cine.

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