Las profecías de Astruc

Ahora ganan cada vez más popularidad las prácticas culturales donde se aprecian como tendencias fundamentales el repliegue a lo doméstico, el nomadismo tecnológico y el consumo informal de la cultura audiovisual.

En 1948, el entonces crítico de cine y novelista francés Alexandre Astruc, escribió un artículo titulado “Nacimiento de una nueva vanguardia: la “Camèra-stylo”. Aquel ensayo influyó en los cineastas que más tarde impulsaron la Nueva Ola Francesa, convirtiéndose en uno de los pilares teóricos de ese cine moderno que, desde mediados de los cincuenta, discutiría las principales convenciones del cine clásico.

La aguda mirada del ensayista notaba entonces cómo el cine, “(…) después de haber sido sucesivamente una atracción de feria, una diversión parecida al teatro de boulevard, o un medio de conservar las imágenes de la época, se convierte poco a poco en una lengua”.

Esa observación, que habría que colocarla en un contexto donde era realmente difícil imaginar una alternativa a ese sistema de representación naturalizado por las producciones hollywoodenses, no me resulta tan inquietante como esta otra que pareciera está describiendo lo que ahora mismo nos ocurre a los humanos de la era actual: “Hay que entender que hasta ahora el cine solo ha sido un espectáculo, cosa que obedece exactamente al hecho de que todos los films se proyectan en unas salas. Pero con el desarrollo del 16 mm y de la televisión, se acerca el día en que cada cual tendrá en su casa unos aparatos de proyección e irá a alquilar al librero de la esquina unos filmes escritos sobre cualquier tema y sobre cualquier forma, tanto crítica literaria o novela como ensayo sobre las matemáticas, historia, divulgación, etc. Entonces ya no podremos hablar de un cine. Habrá unos cines como hay ahora unas literaturas, pues el cine, al igual que la literatura, antes de ser un arte especial, es un lenguaje que puede expresar cualquier sector del pensamiento”.

Habría que recordar que las cinematografías modernas, respaldadas por los Estados asistenciales, nacieron para defender el derecho de los espectadores a ser activos en sus elecciones. Mientras que en el cine clásico las estrategias de recepción eran rígidamente establecidas a partir de un consolidado sistema de representación, en el cine moderno hay una invitación a romper con el relato cerrado, a participar en él y enriquecer lo que se nos está ofreciendo a los sentidos.

El surgimiento del ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos) en 1959 respondía a esas aspiraciones. Por eso la producción que se auspiciara en esa primera década (sobre todo la documental) es todavía tan apreciada. Se buscaba liberar al espectador cubano del imperativo estético que le dictaba la industria. No solo se hizo cine diferente al convencional, sino que se puso a disposición de esos espectadores esas diversas maneras de representar audiovisualmente las historias.

Exagerando un poco, podríamos decir que la programación del ICAIC en esas fechas fue el primer “paquete” que se concibiera desde una institución. Había diversidad y calidad; y como los manuscritos no arden, al decir de Bulgakov, podríamos remitirnos a las listas de las mejores películas exhibidas cada año: se podía ver cine del antiguo campo socialista, pero también películas que, por proceder de países capitalistas, le valieron al ICAIC no pocas polémicas, al ser consideradas “decadentes” o que no convenían fueran vistas por el pueblo.

Si estoy llamando la atención sobre esta zona de nuestra historia cultural, es porque hoy, que se han cumplido con creces las profecías de Astruc, y es normal que en cualquier hogar cubano puedas encontrar dos o tres dispositivos (televisores, ordenadores, tablets, teléfonos y otros) que permiten acceder a lo más “variado” de la producción audiovisual del momento, corremos el peligro de convertir en política pública las restricciones de las libertades de ese espectador. Es decir, oficialmente no estamos pensando en cómo potenciar el uso creativo de todos esos dispositivos que tienen en sus manos los públicos de ahora, sino en todo caso, en regular, controlar… lo incontrolable.

Sé que debo ser cuidadoso cuando escribo “incontrolable”. En realidad, detrás de ese gran caos de imágenes y sonidos que circulan entre nosotros ahora mismo ya hay un orden establecido. Que no advirtamos los modos en que cada uno de los individuos que somos, nos entregamos a los dictados silenciosos de un ente inefable que establece las maneras de aprobar o desaprobar lo que circula, es algo que Heidegger describió magistralmente en Ser y Tiempo. Por eso, afirmar que con la llegada de los nuevos dispositivos garantizando el consumo doméstico de acuerdo a nuestros gustos más personales, se liquidan las hegemonías políticas, representa a la larga un contrasentido: ontológicamente estamos diseñados para entregarnos a quienes en realidad mandan y se adueñan de nuestra libertad. Y esa dependencia es más trágica, en la misma medida que la gente vive complacida con esta modalidad light de la servidumbre política, disfrazada de consumo cultural. Quienes diseñan el grueso de los dispositivos diseñan también nuestras maneras de entregarnos a ellos.

Ahora bien, tener claridad política de esta inédita situación no nos daría derecho a retornar a aquellas épocas en que, hablando en nombre del pueblo y otras abstracciones, se decidía qué era o no conveniente que los individuos pudieran ver o leer. En términos de políticas públicas, una estrategia como esa sería sencillamente regresiva, en tanto supone establecerle diques formales a un espectador que, gracias a esas nuevas tecnologías, ya consiguió una libertad (también formal, pero libertad, comparado con lo que tenía antes) para elegir lo que desea.

El Estado no tendría ningún derecho a usurpar el acto de elegir de la persona; así que, ¿por qué en vez de seguir discutiendo la calidad de los materiales que llegan a las manos del espectador moderno, no nos esforzamos en modernizarnos como Estado y fomentar la calidad de los espacios que propiciarían un crecimiento de ese espectador?, ¿por qué en vez de satanizar a los videojuegos no aprovechamos las posibles destrezas que generan sus prácticas para ponerlas en función de lo que algún día podría ser nuestra propia industria creativa referida a la cultura del siglo XXI?, ¿por qué no pasar ya del examen retórico y casi siempre quejoso a la agenda práctica y constructiva?

Por supuesto, antes tendríamos que definir el rol cultural que jugarían las instituciones en una época como esta, y que jamás habría que confundir con la gestión policíaca que muchas veces tuvo en el pasado. Las instituciones culturales, con el Estado a la cabeza, tienen el deber de velar por la diversidad cultural, poner a disposición del público todos esos tesoros culturales que han llegado hasta nosotros, y fomentar políticas públicas que beneficien el crecimiento sistemático de la creación, de acuerdo a las expectativas que plantea cada momento histórico.

Lo del “momento histórico” puede ser también muy complejo de manejar, en tanto podríamos confundir el incesante devenir y las aparentes novedades que en cada momento asoman a la superficie como la cultura que hay que defender de acuerdo a las exigencias del momento.

Pero, más allá de ese ir y venir que se advierte en la parte superior del mar encrespado de los hechos, en el fondo de todo permanecen los mismos conflictos de hace un siglo. Pongo un ejemplo: después de haber leído “Lo cubano en la poesía”, de Cintio Vitier, ¿quién no reconocerá en este preciso instante las mismas incertidumbres que se vivieron en la nación, luego que la intervención estadounidense en 1898 sentara las bases de una dependencia cultural que ha seguido operando muchas veces de modo soterrado?, ¿con el 17D no podrían vislumbrarse los mismos peligros que Vitier describía en su polémico ensayo de este modo?: “Al lograrse la independencia, tan mediatizada por la tutela política y sobre todo económica de los Estados Unidos, al iniciarse la rutina de los cambiazos y los alzamientos; al comenzar la corrupción administrativa y el descreimiento civil, el fondo intrascendente, incrédulo y burlón del cubano, aflora a la superficie. Ya no hay un ideal histórico definido que lo imante; y no hay un Martí que lo domine y lo encienda. (…) La patria, la bandera y el himno rápidamente degeneran en vacío decorado. A la Revolución suceden los Partidos; a la diana pura y vibrante en el amanecer del campamento, la charanga bullanguera despertando los instintos inferiores”.

De acuerdo: las circunstancias ahora son otras, al extremo que hablar de “finalidades históricas” y “teleologías insulares” puede parecer un chiste de ocasión. En lo que al cine se refiere, las profecías cumplidas de Astruc están permitiendo aligerar a los nuevos públicos de aquellas responsabilidades colectivas que demandaba la construcción de todo un sistema institucional que garantizase el disfrute de la cultura. Ahora ganan cada vez más popularidad las prácticas culturales donde se aprecian como tendencias fundamentales el repliegue a lo doméstico, el nomadismo tecnológico y el consumo informal de la cultura audiovisual. Ante un escenario así, ¿de veras resulta serio pensar que el Estado puede aún establecer controles parecidos a los que ejercía en el pasado?

Y, sin embargo, será preciso trazar nuevas alianzas, si aspiramos a que la calidad del gusto audiovisual alcanzada en su momento no sea devorada por la banalidad, la adicción a lo efímero, de manera que la construcción colectiva de una sociedad que piense en el bien de todos sea algo más que un simple eslogan. Es allí donde realmente obtendría sentido el fomento de una política pública dirigida a la regularización, no de las prácticas, sino de un ambiente que propicie la libre experimentación y el uso verdaderamente creativo de todo lo que nos traen las nuevas tecnologías.

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