Tituba: mujer, negra, esclava y bruja

Una novela que revela el paradigma de las mujeres caribeñas — atravesado por su origen social, racial y étnico— que aún estamos por conquistar.

Maryse Condé, una de las autoras más auténticas de la literatura caribeña contemporánea.

Foto: Tomada de laventana

Explica Paul Gilroy (2014, 54) que “Los temas de la nacionalidad, el exilio y la filiación cultural acentúan la fragmentación y la diferenciación ineludibles del sujeto negro. En fecha reciente, esta fragmentación se ha agravado aún más a causa de las cuestiones de género, sexualidad y dominación masculina, que las luchas de las mujeres negras y las voces de los gaís (gay) y las lesbianas negros han hecho insoslayables”. Y más adelante continúa: “Resultan especialmente importantes como índices de diferenciación, porque los antagonismos intracomunitarios que aparecen entre los ámbitos locales e inmediatos de nuestras luchas y su dinámica hemisférica y global no pueden sino crecer” (Gilroy 2014, 55).

La novela Yo, Tituba, la bruja negra de Salem, de la escritora guadalupana Maryse Condé es un ejemplo de cómo esa memoria de la negritud caribeña se ha ido diversificando en una suerte de mosaico que incluye otras categorías que en un comienzo no parecían relevantes, o se pretendían solapar bajo el paraguas de la denuncia de raza. La protagonista de la novela, Tituba, experimenta desde su condición de negra, otras dimensiones de subalternidad en el siglo XVII dadas por su condición de mujer, de esclava y de bruja. Desde esta historia aparentemente distante en el tiempo de nuestro hoy, Maryse Condé discute escenarios relevantes ligados a las luchas de las mujeres en el presente, los problemas de identidad que atraviesan su existencia en el Caribe, y los yugos raciales que todavía acosan a los negros en la región. El presente trabajo aspira a desentrañar la manera en que Condé resuelve algunas de estas cuestiones.portada-libro-marise-conde-literatura-caribe

Maryse Condé nació en 1937 en la isla de Guadalupe, que históricamente y hasta el presente se encuentra bajo el dominio francés. Esta circunstancia sociopolítica y geográfica marcará ostensiblemente la obra de la escritora. Realizó estudios en la Sorbona de París, donde se graduó de lengua inglesa. Su matrimonio con el actor guineano Mamadou Condé, la lleva a África donde se desempeña como profesora. Este momento en el continente africano también será relevante en su obra, poblada de una forma muy particular de vivir la negritud desde el Caribe que es traspasada por asuntos de identidad y por la idea de África como tierra originaria. Su desempeño como profesora de francés en varias universidades de Estados Unidos le permitirá ampliar su experiencia sobre la forma en que se vive desde la posición del negro en este lado del Atlántico, algo que se puede verificar en la novela Yo, Tituba, la bruja negra de Salem que está ambientada, además, en Barbados, Boston y Salem. Este decursar por varias regiones del mundo le ha permitido moverse en sus obras y desplazarse también por diferentes épocas: el Imperio Bambara en el siglo XIX en Mali (Segu, 1980), y Panamá y las Indias Occidentales en “El árbol de la vida”, de 1980, entre otros.

El rescate de la memoria ha sido una de sus grandes obsesiones, tratada incluso desde una lógica autobiográfica como en el caso de Memorias de mi infancia y Victoire, donde se ocupa de la vida de su abuela; o Quién fustigó la garganta de Célanire, que recuenta la experiencia de su bisabuela paterna.

Yo, Tituba, la bruja de Salem será también un ejercicio de rescate de la memoria de un personaje histórico involucrado en los juicios en Salem contra las brujas. Los documentos oficiales, según se queja la propia protagonista, apenas la mencionan. El interés del hombre blanco solo está en el hombre blanco, de clase acomodada. La historia, cuyos métodos están ligados a cierto tipo de fuentes, solo puede acercarse a los juicios por brujería en Salem a partir de documentos oficiales, y por tanto la historia de Tituba parecía condenada a quedar en la sombra. Estos documentos oficiales, según afirma la autora, desde la voz de su protagonista, solo mencionan: “Tituba, una esclava de Barbuda que practicaba probablemente el hodoo.” Esto lleva a Condé, siempre desde su alter ego Tituba, a realizar el siguiente reclamo: “Cuatro líneas en los espesos tratados consagrados a los acontecimientos de Massachussets. ¿Por qué iba a ser tan ignorada? Esta cuestión me la había planteado anteriormente. ¿Se debía quizás a que nadie se preocupa por una negra, ni por sus dolores y tribulaciones? ¿Era esto? Busco mi historia entre la de las brujas de Salem y no la encuentro” (Condé 1988, 116).

Condé se vale de los documentos originales que custodia el Archivo del Condado de Essex, como explica en una nota al pie de la novela. En ese plano cumple con la función de una historiadora. Sin embargo, toda la novela es un rasgado de las debilidades epistemológicas de la historia como disciplina. Tituba… hace evidente que, en tanto la historia oficial es una versión limitada e intencionalmente sesgada de ciertos hechos, es ella misma una ficción de los acontecimientos pasados. Maryse Condé desentroniza entonces la manera reconocida de hacer historia y completa con ficción, con una ficción de lo posible, la historia de Tituba; reconociendo con este acto que ambas, la historia como la literatura, son actos de escritura ideológica que marcan la memoria. La manera en que recordamos el pasado está estrechamente ligada a la forma en que nos asumimos en el presente.

Yo, Tituba inscribe a esta negra esclava en la historia white anglo-saxon protestan estadounidense como una manera de que el lector visibilice estos sujetos subalternos también borrados de su mirada en el presente.

A propósito de lo anterior, Edouard Glissant en El discurso antillano insiste que: “Las Antillas son el lugar de una historia hecha de rupturas y cuyo inicio es un arrancamiento brutal: la trata de negros. Nuestra consciencia histórica no podía ‘sedimentarse’, por así decirlo, de forma progresiva y continua, como en los pueblos que engendraron una filosofía de la historia a menudo totalitaria ―europeos―, sino agarrarse, por efectos del impacto, de la contracción, de la negación dolorosa y de la explosión. Esta discontinuidad en lo continuo, y la imposibilidad para la consciencia colectiva de circunscribirlo, caracterizan lo que yo llamo una no-historia” (Glissant 2010, 124).

La no-historia de Tituba estará regida por la voluntad de Condé de estimular un proceso inverso a la “negación dolorosa”, a través del cual se aspira a la sanación. Esto determina que la novela se estructure a partir del dolor, de los diferentes dolores que van sufriendo tanto la protagonista como los que la rodean, así como la forma en que lidian con él.

El primero y más importante de todos ellos es el dolor de ser mujer, y este es un dolor que afecta, directa o indirectamente a todos los personajes de la historia. La forma en que es engendrada Tituba, a partir de una violación, está agravada por las condiciones de esclavitud en que se encontraba su madre Abena; sin embargo, la protagonista no tarda en darse cuenta de que la situación en que se encuentra la esposa de Samuel Parris guarda varias semejanzas con las de su madre. Ella misma, cuando decide vivir con John Indien, debe cambiar de estatus social y pasar a convertirse en una esclava. Incluso a pesar del dolor compartido con Benjamín Cohen —angustia también signada por las dificultades que ha representado para una ser negra y para el otro ser judío—, es él quien ostenta la condición de amo y se niega a renunciar a ella, al menos inicialmente.

Por consiguiente, la relación entre una mujer y un hombre en la novela está suscrita por la subordinación de la primera por el segundo. Mujeres como Man Yaya y Susana Endícott, amén de los roles tan dispares que representan en la vida de la protagonista, ostentan cierta libertad, determinada por el celibato de ambas. Se trata de una situación frágil y relativa, pero significativamente distinta a la de sus pares.

El escenario descrito se presenta en la vida de Tituba como una contradicción repetida que le impide desempeñar los distintos roles de la existencia humana con plenitud. No puede ser cabalmente una hija, porque su madre ve en ella el resultado de un ultraje. No puede ser madre, porque estaría condenando a su hijo a una situación de esclavitud que le resulta más onerosa que la muerte.

Pero por encima de todo, Maryse Condé insiste en que Tituba no puede ser cabalmente una mujer, como no lo pueden ser ninguna de las otras que aparecen en la historia. Cuando conoce a Man Yaya, esta le predice que su gusto por los hombres va a traerle graves problemas. Desde este momento, y tomando por ejemplo a su maestra de brujería, Tituba sabe que tendrá que elegir entre sus deseos sexuales, la necesidad del amor de pareja y su libertad como individuo.

Este dilema será constante en la vida de Tituba. Cuando se queja con John Indien sobre la situación de esclavitud en que se encuentra después de unirse a él, este le explica que no es relevante mientras sean libres dentro del cuarto que les ha dado Susana Endícott. Pero ¿es esto suficiente para Tituba? Esta será una pregunta que se hará la protagonista una y otra vez. En cualquier caso, a diferencia de la esposa del reverendo, ella sí se siente satisfecha sexualmente; sin embargo, por este motivo ha debido renunciar a la libertad que le aconsejaba Man Yaya. Tanto su mentora, como Susana Endícott, son también, por otra parte, mujeres insatisfechas e incompletas. No hay forma, en la ecuación que presenta Maryse Condé, de que las mujeres de la novela logren existir plenamente y alcancen la armonía deseada entre los deseos físicos, los espirituales y las aspiraciones sociales.

Abigail, que parece ser una de las mujeres mejores adaptadas al status quo de las sociedades dominadas por la cultura anglosajona protestante, que recibe siempre la aprobación de su tío, ofrece —no obstante— síntomas de ser el más reprimido de todos los personajes femeninos. La manera en que Tituba describe los ojos de la chica es harto esclarecedora. Según explica, en ellos hay maldad y miedo, a pesar de la corta edad de Abigail.

Toda esta represión del verdadero yo, termina generando la erupción volcánica de denuncias en Salem, los enjuiciamientos y condenas a muertes que propician. Abigail es el símbolo de esa otra feminidad que ha debido renunciar a su satisfacción plena y termina convirtiéndose en un ser humano amargado que solo aspira a que el resto de sus contemporáneos comparta su profunda miseria espiritual.

Pero la situación en tanto mujer de Tituba se ve aún más agravada por su fenotipo negro. Al estar en contacto con un grupo de mujeres blancas termina pensando: “Lo que me asombraba y me indignaba no eran tanto sus opiniones como la manera de expresarlas. Parecía que yo no estuviera presente, de pie, en el umbral de la habitación. Hablaban de mí, pero al mismo tiempo me ignoraban. Me tachaban del mapa de los humanos. No existía. Era un ser invisible. Más invisible que los invisibles, ya que ellos, por lo menos, poseen sin lugar a dudas un poder. Tituba no tenía más realidad que la que quisieran concederle aquellas mujeres” (Condé 1988, 34).

Tituba además, como ocurre con muchas mujeres no caucásicas, es sometida a los regímenes de un canon que no es el suyo. Y en consecuencia, la Condé advierte que “Tituba se tornaba fea, grosera, inferior, porque ellas así lo habían decidido” (Condé 1988, 34). La autora insiste con especial preocupación en este particular a lo largo de la novela. Y, al observar desde los ojos de Tituba no domesticados aún en el siglo XVII, a las mujeres blancas, subraya como comprensible su rechazo a la palidez de la piel, el azul de los ojos y sus pelos lacios. Esos no son los criterios de belleza que ha aprendido de su comunidad.

Un asunto que suele pasarse por alto es que dado que Tituba es el resultado de la violación de un blanco a una negra, se trata de una mestiza. Sin embargo, Tituba se asume y es reconocida por todos como negra. Hay aquí una decisión voluntaria; después de todo las razas no existen, lo que sí existen son las etnias y es menester de cada quien elegir a qué comunidad pertenece y de esa comunidad aceptarlos o no. Pero no deja de resultar llamativo que esto ni siquiera se discuta en la novela.

Tituba es, sin embargo, una mujer negra que se siente caribeña. Cuando tiene la posibilidad de escapar de Estados Unidos, sabe que su destino no será África. En alguna ocasión dirá la protagonista: “ya no sabemos nada de África y ha dejado de importarnos” (Condé 1988, 108). Ese puede ser quizás el sueño de aquellos que fueron arrancados de aquel continente por el tráfico continuo de los europeos y la necesidad de mano de obra esclava en las Américas. Pero Barbados es la tierra de la infancia de Tituba. Aquí puede ya sentirse un sentido, aunque aún no cuajado, de identidad nacional.

Como asume Yolanda Wood (Islas del Caribe: naturaleza-arte-sociedad, 81), antes de un concepto de nación más elaborado, existe una identificación inicial de los nativos con el paisaje del territorio en que nacieron. Así lo reconoce Maryse Condé, pues cuando su protagonista regresa a Barbados se detiene a contemplar la naturaleza, esa que ha asumido ya como suya, a la que están ligadas innúmeras experiencias de su infancia. Al comparar su relación con la naturaleza con la que tienen los individuos en Estados Unidos, Tituba percibe diferencias en sus miedos y formas de sanación. Por ejemplo, en lo referente a los gatos advierte: “¡Qué infantiles son los hombres de piel blanca manifestando su poder a través de animales como el gato! Nosotros preferimos animales de otra envergadura: por ejemplo la serpiente, soberbio reptil de oscuros anillos” (Condé 1988, 69).

Por último, el hecho de ser bruja agrava la condición de Tituba dentro de cualquiera de las comunidades por las que transita en la novela. Sus iguales esclavos le temen desde niña por vivir con Man Yaya. Los blancos de Salem le hacen confesiones y la terminan enjuiciando. Y ya de adulta, entre los cimarrones, la desprecian y la tratan con deferencia en igual medida.

La existencia de las brujas, tal como ha sido interpretado por algunas feministas, implica un tipo de sororidad a través del cual las mujeres en siglos pasados se han empoderado contra el dominio masculino, retándolo. Ciertamente los poderes de Tituba la convierten en una temible aliada o enemiga en cada una de las situaciones que vive. Es una mujer que no se doblega fácilmente, y los hombres negros y blancos terminan comprendiéndolo y temiéndole. Las mujeres más débiles que ella terminan envidiándola. Llamarla bruja es una forma de denigrar sus poderes, y estos poderes, tal como puede verse en la novela, no son sencillamente poderes sobrenaturales, es un tipo de poder de espíritu que la lleva a  la protagonista a despreciar cualquier tipo de sometimiento. Como mujer, Tituba desprecia el sometimiento al hombre. Como negra, el sometimiento al blanco.

Yo, Tituba, la bruja de Salem ofrece el paradigma de una mujer —sujeto de todos géneros y etnias— que todavía estamos por conquistar.

Bibliografía

Condé, Maryse. 1988. Yo, Tituba, la bruja de Salem. Barcelona: Éxito Internacional.
Gilroy, Paul. 2014. Atlántico negro. Modernidad y doble conciencia. Madrid: Ediciones Akal.
Glissant, Edouard. 2010. El discurso antillano. La Habana: Casa de las Américas.
Wood, Yolanda. s.f. Islas del Caribe: naturaleza-arte-sociedad. La Habana: UH.

 

 

 

 

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