Arrastre y lastre de la nación. A 50 años de Lucía
Del año prodigioso del cine cubano revolucionario, 1968, en Altercine estaremos recordando varias efemérides. Empezando por el largo de ficción inicial de Humberto Solás: Lucía.
Desde hace tiempo, Lucía (1968), de Humberto Solás, se ha inscrito en la memoria visual de una Cuba reconsiderada a fuerza de lo que efectivamente pasó, pero acaso sospechosa por cuanto de fragmentario llega e intenta incorporarse solo al cuerpo consecutivo o diacrónico en apariencia, si bien insatisfecho, de la nación.
A disposición del interesado en la Historia, están ya los testimonios orales en documentos que la oficialidad ha querido compartir. A falta de mayores certezas visuales o por carencias icónicas, hemos enriquecido la representación de los relatos del pasado por cuenta de las imágenes cinematográficas. A quien haya visto Lucía le cuesta trabajo pensar en los procesos históricos del país sin incorporar la visión de conjunto del director cubano en torno a tres épocas ininterrumpidas: la colonia, la república y los inicios de la Revolución.
De lo comedido y la locura, pasando por la frustración y el desencanto, hasta llegar a la irreverencia de poner en entredicho el discurso y la proyección predominantes de una nación falocéntrica, los tres relatos de Lucía mantienen aún un franco diálogo con el presente, por constituir una obra que sobrepasa la designación de un cine sobre mujeres. Aunque –hay que decirlo– gracias a sus protagonistas, quienes son reflejo de un período histórico, al paso que sucedáneas simbólicas, o mejor: alegorías de la propia nación y, asimismo, umbrales de lo natural y lo aprehendido, asistimos al reparo de quienes en sus diferentes momentos intentaron, conscientes o no, presentar una heroicidad más que adjunta y dependiente de lo heteronormativo defendido o sugerido por la masculinidad.
Mas, ¿hasta dónde llegan realmente las transgresiones en los tres relatos de Lucía? ¿Acaso no son en el fondo amagos que, de distintas formas representacionales, vienen a consolidar la superioridad del mentiroso y traidor Don Juan, de la virilidad atajada de los inconformes cubanos del treinta, del macho que, estorbado por un montón de mujeres, corre jadeante a fin de reponer el respeto que le tenía la Lucía revolucionaria? Para responder a estas preguntas es preciso volver a Lucía como narración alterna y también paralela, que aun se equipara a los logros y frustraciones del cubano del presente. Al fin y al cabo, las otras Lucía, si bien más atrevidas en todos los ámbitos, han prolongado muchos de los anhelos de sus anteriores tocayas.
En Lucía 1895 advertimos constantes analogías entre la mujer/dama/nación enamorada y conquistada por el cubano-español, quien termina acechándola hasta intimar con ella para ultrajarla. Cuando Felipe, el hermano mambí, visita la casa, Lucía quiere contarle muchas cosas. Pero solo resuelve confesarle que es feliz, muy feliz. Él desconoce el motivo de la dicha, aunque se extraña y le pregunta: “¿Y por qué?”. Luego, ante la primera desilusión femenina, la madre le echa en cara: “Piensa en tu hermano. Él te necesita. Y con él, todos los que luchan. Tú tienes deberes más importantes que cumplir, Lucía”. Ella se entrega al espía metropolitano. No sospecha el engaño.
Hacia los minutos que preceden el arrebato de la protagonista, Solás, en un simbólico encuadre secuencial, coloca a un grupo de meretrices que discuten de puertas hacia afuera. Lucía casi se une al conjunto. Pasa muy cerca y no le interesa una querella mujeril muy menor. De hecho, no se percata que hasta puede ser confundida con una de ellas. Por lo que sabemos, la lectura es posible, pues le ha facilitado su inocencia/saber/claridad al enemigo. La Fernandina, la loca de la calle, entra en escena y sigue al personaje centro para aconsejarle cual pitonisa: “No se vaya con él”. Aquí queda cifrada la situación del momento y se avisa el desenlace futuro de esta Lucía. Solás cree que el destino está más sujeto a las pasiones descontroladas y a las acciones razonables del ser humano que al determinismo de los acontecimientos, donde la voluntad del hombre y de la mujer es secundaria.
El delito venía escondido en el estratega seductor que pagará caro, no tanto el adulterio, como haber quitado de sus quehaceres patrióticos a Lucía, apartada además de la compañía periódica de sus amigas solteronas; luego, el traidor separa a la protagonista de su presencia masculina más cercana: Felipe, hermano menor, quien además de personificar la virilidad y belleza juveniles, simboliza la esperanza de la redención ante una guerra ineludible que ha convocado y dejado sobre la marcha beligerante a tantos hombres sin esposas e hijos. ¿Cómo se sintieron esas otras mujeres deseosas del contacto con hombres como la propia Lucía, alejadas a la vez del casamiento y de la prueba familiar? La contienda las privaba de esa entidad social y los goces carnales. Conocer de la muerte de su hermano, el complemento vital de la protagonista, acrecienta la frustración por saberse ella copartícipe de la traición, de la cual solo podía redimirse posteriormente mediante el suicidio o de las presiones del enloquecimiento razonable. La muerte de Felipe disloca la osadía accesoria de la hermana mentora, hasta provocarle un furor que soslaya las afectaciones y composturas de la elegancia. La caída del macho trunca un intento de heroicidad que ni siquiera ya vengándose la salva.
Locura y asesinato; descubrimiento obligado o privados de ropas por ¿casualidad?, según la violación de las monjas y el combate entre mambises desnudos y españoles, respectivamente, son mediaciones estéticas y conceptuales que repercuten en la puesta en escena y en la estructura de la narrativa de la Lucía independentista. Ahora, la dramaturgia, sin dudarlo, privilegia la intervención de los hombres, quienes puntualizan el destino trágico de quien creyó en la posibilidad de lucir(se) mejor.
En Lucía 1932, la protagonista abandona sus privilegios burgueses en favor de la lucha contra Gerardo Machado. En los inicios del segundo cuento de Solás, se nos presenta a una chica más joven que la de la Cuba finisecular. Tiene un añadido personal: está embarazada. Todavía no sabemos si vive con el padre de la criatura en ciernes. Sin embargo, ha logrado llegar a un estado que, para la anterior, era casi utópico. Esta Lucía no se conforma con una existencia limitada al encierro a lo “buena virgen” en la espera del galanteo, balcón o ventana mediante. Ella observa la vida diaria llevada por los hombres y sentimos que en seguida va a explorar los cambios socioculturales de la Cuba republicana. Recorrer sola el paisaje costero y después los alrededores del citadino, entraña otras de las ganancias de la protagonista.
Acaso sea la Lucía de 1932 a quien mejor sorprendemos —y nos sorprende—superando incluso la mirada impactante por descreída de Adela Legrá en Lucía 196… ¿Qué mira la de 1932? El contexto nacional, que no entenderá de pronto, sino por desconcierto, como cuando mira a su madre negar a escondidas y por antítesis el abolengo de su clase social. ¿Cómo puede representar su madre esa carga histriónica para con su sociedad y luego despojarse con tanta desenvoltura de los atuendos legitimadores de su posición? Lucía siente que no quiere representar esas dos proyecciones femeninas. Antes de entregarse a las labores políticas, e incluso después, la cámara vuelve constantemente hacia su rostro y se detiene en su mirada a ratos evocadora, aunque siempre inconforme y expectante.
En una de estas evocaciones, Lucía vuelve a ver al joven sedicioso que ya ha conocido. Lo sigue por la ciudad (repárese en su iniciativa) y, en una elipsis, resuelve Solás arrimarlos en una embarcación donde hay un intercambio de miradas de quienes ya se gustan. ¡Mucho ojo! La primera mirada es la de Lucía y no por el hecho de ser la protagonista. La constancia de su proyección reclama ese gran primer plano. Otra vez, como en Lucía 1895, el hombre es el objeto clarísimo del deseo. Sin embargo, no le queda otra opción a ella (fémina joven/reino todavía no entregado) que subordinarse a quien incorpora los rasgos “aventajados” de la nación androcéntrica. “Aquel día fui feliz porque Aldo confesó que me amaba. Pero temía hacerme daño”, declara Lucía. Más adelante, le asegura la recién conocida Flor: “Bueno, pues yo creo que tú estás enamorada de Aldo… Chica, no te apenes, si estamos entre mujeres”. Lucía le contesta: “Yo quisiera ayudarlo de alguna manera, Flor”. ¿La respuesta de la amiga? “Pues ayúdalo, ayúdalo, que él se lo merece”. Aquí se revalida la sinonimia dependencia/obediencia/subordinación que en el fondo funcionan como apoyo mutuo o complementario para ambos (Lucía y Aldo). No en balde, el posterior parlamento de Aldo, una vez que se ha acostado con Lucía: “No te arrepientas. No te arrepientas, amor. No te arrepientas. ¿Sabes una cosa? Tú eres mi primer amor. No me da pena decírtelo. Tú eres mi primer amor”. Confesión breve para aplacar la posible pesadumbre después de la cópula. Aunque queda mucho por decir, no se apunte más con respecto a las pláticas.
Más que con un flashback asociativo a lo Lucía 1895, Solás recurre ahora a una retrospectiva del personaje interpretado por Eslinda Núñez, pues ella puede repasar sus emociones porque ha vivido algo de cuanto quiso. La Lucía de Raquel Revuelta no podía permitírselo por obstáculo epocal y sensibilidad adversa. De ahí una memoria en la Lucía de 1932, que marca un antes y un después: de burguesa gris, pasando por luchadora clandestina y manifestante muy comprometida, la apreciamos, al iniciar el relato, obrera asalariada. El pro y el contra del periplo de su personaje fijan encuentros con cercanas pérdidas físicas y postraciones espirituales. Lucía, embarazada y sola, tiene que aprender la heroicidad del día a día. La lucha contra Machado le arrebata a su hombre. Sin embargo, le garantiza la continuación de la virilidad heroica. ¿Se nos dice que lleva un varón en su vientre? Apostemos que sí.
En el tercer relato: Lucía 196… se arma la trama ajustando comentarios y canciones que entroncan pasado y presente desde la alarmante emancipación de la mujer. La Revolución pretendió extirpar los males de la llamada “república de corcho”. Pero menospreció en sus inicios, y por muchos años, la riqueza cultural de ese pasado tan literario como cinematográfico. En la defensa del borrón y cuenta nueva se negó —y trató de olvidarse— cuanto se pudo, creyendo que determinadas actitudes e ideologías, como el racismo y el machismo, por ejemplo, eran secuelas de ese pasado cercano y no del propio arrastre político y sociocultural surgido casi desde las fundaciones poblacionales poscolombinas. Lo supo Humberto Solás por los ocho años que apenas habían transcurrido tras el triunfo revolucionario.
Lucía comenzó a filmarse en 1967. No por gusto, el realizador contrapone el jolgorio femenino a la práctica social machista, aunque entonces no tan retrógrada del hombre nuevo; acaso porque está justificado casi siempre quien cree y defiende intereses capitales en provecho de la mayoría. El machismo es un lastre menor. Claro, sabiendo que no es así, Solás contrapone sensibilidades en una batalla de sexos donde, ciertamente, la protagonista es más rebelde que las anteriores, pero no por gusto tanto el relato cronológico como la historia completa de la Lucía de 196… tienen que concebirse con incuestionables matices o giros burlones. Esto último es típico de la desconfianza y la vacilación de la actitud antiheroica.
De ahí que la primera carrera, e incluso el intento de la segunda de la Lucía guajira, lejos de ser asomos de cobardía, establezcan momentos antológicos que, por revelar cuanto le deben y, al mismo tiempo, rechazan de su pasado, superan las demarcaciones de la manifestación cinematográfica. La mujer/nación sortea la pauta patriarcal. No habrá que esperar a 1979 para que el personaje femenino de Retrato de Teresa (Pastor Vega) enfrente vis a vis el androcentrismo de la otra cara del contexto nacional. Sin embargo, para los años sesenta, la efervescencia era sinónimo de júbilo y el machismo simulaba otra gracia más.
Más que sobre mujeres y/o del matiz feminista —deslucido esto último, a mi entender, en cada relato—, el primer largometraje del maestro Humberto Solás es un tríptico artístico con indudables resonancias éticas por excelencia de la conformación y confirmación del devenir histórico nacional. Que, por infortunio, desencanto y comicidad, según cada trama, se quiera expresar lo contrario a lo que se nos presenta, revela más añoranzas que ganancias extraestéticas.
¿Cuánto ha avanzado la nación? Eso ya Lucía, como obra cinematográfica, no puede responderlo. No obstante, es significativo que, después de 50 años, continúa este clásico revelando desde el reclamo de las miradas fijas de sus protagonistas. (2018)
2 comentarios
Virginia
Qué maravilla que se vuelva a hablar sobre los clásicos del cine cubano. Pareciera que lo urgente quita peso a lo esencial. Mis felicitaciones a IPS y Altercine por esta motivación.
Marta
Considero que en 50 años el avance es poco, si bien las generaciones cada 25 años según la ciencia debería ser mejor que la anterior, las generaciones que han sido formadas en este proceso histórico con sus altas y bajas como todo proceso revolucionario (de ahí su nombre de REVOLUCIÓN) NO HA SIDO SIEMPRE SATISFACTORIO, QUE HEMOS TENIDO rectificación de errores, pero los ERRORES QUE SON CON H DE HUMANO SON DIFÍCILES DE BORRAR EN LA MEMORIA DE QUIENES POR DIFERENTES CAUSAS LO HAN PASADO, LO HAN VIVIDO Y AÚN LES LASTRA SU CAMINO.
El avance vendrá pero pasarán otros quizás 50 años para verlo y ya muchos de los que hoy todavía pensamos que un mundo mejor es posible, no lo veremos en el plano terrenal quizás en otra dimensión nos asomaremos a verlo pero no
seremos parte de ese disfrute.
Les reitero las gracias
Martica