Armando Suárez del Villar hacia el mito
El intelectual no dispondría a lo largo de su existencia de una compañía propia, si bien, su paso como director invitado por el grupo Teatro Estudio.
El pasado 17 de septiembre la prensa nos trajo la noticia del fallecimiento de Armando Suárez del Villar (1936-2012), un director teatral y profesor singular, de estirpe cienfueguera y talante aristocrático, al que la escena cubana debe varias puestas memorables que le valieron el Premio Nacional de Teatro en 2010.
Fundador primero del grupo Ateneo y luego del Conjunto Dramático, ambos en Cienfuegos, el intelectual no dispondría a lo largo de su existencia de una compañía propia, si bien, su paso como director invitado por el grupo Teatro Estudio, en distintas ocasiones, así como sus especiales nexos con el Teatro Lírico Nacional, dieron frutos excepcionales.
Guardo en la memoria aquel montaje de El Conde Alarcos de José Jacinto Milanés que presencié en la sala Hubert de Blanck hacia 1977. El drama romántico, con su truculencia y excesos verbales, era llevado por el director a una altísima temperatura dramática. No olvido a Mónica Guffanti, con su delgada silueta, cantando y danzando más que declamando aquellos parlamentos delirantes. Lo que para otro creador hubiera sido apenas una puesta de aniversario, en manos de Suárez del Villar se convertía en un espectáculo refinado, que hacía énfasis en el lenguaje lírico de la pieza y en su pathos trágico.
Algo semejante ocurría con otra obra de nuestro siglo XIX que llevara al mismo escenario: El becerro de oro, de Joaquín Lorenzo Luaces, una comedia de costumbres donde el teatro y especialmente la escena lírica entraban dentro de la propia acción de la pieza. Si bien el autor principeño era mucho más un poeta concienzudo y de lenguaje pulido que un auténtico dramaturgo, el director dio vida a aquella sociedad galante y superficial que se dividía en sus palcos del Teatro Tacón para aclamar a una u otra diva de ópera y supo bordar la estampa de época con una elegante complicidad que no rehuía destacar las crueles contradicciones sociales del aquel período.
Su pasión por el siempre relegado teatro cubano del siglo XIX lo llevó también hacia las creaciones, más celebradas que conocidas, de Gertrudis Gómez de Avellaneda. Armando bordeó casi lo imposible con ellas. Reestrenó Baltasar con un montaje suntuoso, para el que necesitó el gran escenario del Teatro Nacional y trató la pieza con la reverencia que corresponde a un monumento literario, mientras que de La hija de las flores hizo una comedia de enredos más barroca que romántica, al transformarla en un suntuoso divertimento.
Una de las claves de su estética era su amor por el teatro lírico, especialmente, la ópera. Varias veces presencié en el Teatro García Lorca recitales compuestos de pasajes de obras renacentistas o barrocas, en los que los músicos actuaban con sus trajes de calle, pero bastaba que el director colocara algún detalle decorativo, unas luces, un modo de entrar y salir de escena, para que sintiéramos que la música recuperaba el ambiente teatral para el que fuera concebida. Ese talento le permitió lo mismo asumir la dirección de un clásico como La Traviata, de Verdi que el montaje de la ópera-trova Donde crezca el amor, de Ángel Quintero.
Cuando el Teatro Lírico Nacional se decidió en los años 70 del pasado siglo a resucitar la ópera La esclava, de José Mauri Esteve, confió a Suárez del Villar la puesta en escena. Se trataba de una auténtica operación de arqueología escénica.
José Mauri, compositor de variada música sinfónica y también bailable, se había animado en 1921 a poner en música un libreto del periodista Tomás Juliá, gracias a que La Habana vivía por esos tiempos los esplendores de la temporadas de ópera auspiciadas por el empresario italiano Adolfo Bracale. El empresario, aunque habitualmente ofrecía a los abonados el repertorio habitual formado por obras de Verdi y Puccini, colocaba a veces otros títulos en cartelera, entre ellos obras relativamente recientes en los escenarios europeos y hasta se propuso animar a algunos creadores cubanos para que llevaran a escena sus ideas. De este modo, convocó a los compositores cubanos a un concurso de composición de óperas, cuyo premio era la puesta en escena. Mauri fue el ganador y, fiel a su palabra, la compañía de Bracale la estrenó en el entonces Teatro Nacional el 6 de junio de 1921. La esclava, aunque tuvo algunas críticas estimables, no despertó demasiado el interés del público, por lo que pronto abandonó la cartelera y pasó al olvido.
Desde el punto de vista musical la ópera estaba marcada por las influencias de Wagner, especialmente el de El buque fantasma, así como de Puccini, que con La Bóheme, Madame Butterfly y Tosca, seguía dominando el gusto de la época, sin olvidar las huellas de la zarzuela española. Era un ambiente sonoro muy bien conocido por el director escénico, que podía disfrutar con momentos notables como el aria de Matilde “Vagaba alegre por una selva” o el dúo de esta y Arturo, ambos en el acto primero, o el intermezzo-nocturno orquestal en el segundo.
Sin embargo, no era sencillo trabajar, más de medio siglo después, con aquel melodramático libreto de Tomás Juliá, lleno de enredos y peripecias absurdas, que parecía un antecedente de las novelas radiales. Con especial agudeza, el director puso el endeble texto al servicio de la música, quitó realismo a la acción y le insufló mímica y danza, introdujo imágenes plásticas y dejó convencidos a los espectadores de que aquel libreto no era peor que aquellos con los que alguna vez tuvieron que trabajar los grandes maestros de la música. Gracias a él, la música de Mauri pudo ser disfrutada sin que nada en la escena desentonase con ella.
Una parte menos visible de su ejecutoria fue su larga labor docente en el Instituto Superior de Arte, donde llegó a desempeñarse como Decano de la Facultad de Artes Escénicas. Sus clases de actuación eran muy apreciadas, no solo por aquellos que iban a consagrarse al teatro dramático, sino también por los intérpretes del canto lírico, quienes valoraban sobremanera sus consejos interpretativos, porque sabían que procedían de alguien con especial sensibilidad para la música. En 2008 le fue entregado el Premio Nacional de Enseñanza Artística. Por su parte la Asociación Hermanos Saíz le concedió la distinción Maestro de Juventudes.
Al recorrer su curriculum descubrimos que, además de los ya citados títulos del teatro colonial cubano, supo aproximarse con éxito a creaciones del teatro bufo vernáculo, así como la Santa Camila de la Habana Vieja de José Brene, sin olvidar Réquiem por Yarini de Carlos Felipe y la versión teatral de la novela Las impuras de Miguel de Carrión.
Se le ha llamado “nuestro más aristocrático teatrista”. Se trataba de una aristocracia en el buen sentido de la palabra, porque en él no se aplicaban la vanidad desatada, el elitismo ridículo, ni el hermetismo de los mediocres. Era, a la vez, sencillo y elegante, culto y comunicativo, refinado y solícito. Su aristocracia venía de su riqueza espiritual y de una autoformación exigente, que no exhibía, pero que ponía al servicio de su labor pedagógica y de esas puestas que se han convertido ya en auténticas leyendas de nuestra escena.
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