La cultura de la navidad

Un tema para estudios sociológicos y religiosos.

Jorge Luis Baños - IPS

Las transformaciones económicas y sociales que vive nuestra sociedad se manifiestan también en el tema navideño

Los trabajadores de una cafetería de la cadena El Rápido, muy próxima a mi casa, se han adornado desde hace casi un mes con los gorros rojos y blancos copiados de ese Santa Claus que ellos, en su mayoría jóvenes menores de 30 años, solo han visto en filmes norteamericanos. Durante todos estos días sus rostros, fatigados o esperanzados, enamorados o resentidos, han estado coronados por esa borla blanca, que unos llevan con naturalidad, otros con humor, y alguno con resignación. Es un complemento navideño del uniforme, algo que quizá un gerente con iniciativa mandó a colocar para otorgar un sabor extranjero y exótico a esos establecimientos, que también pueden exhibir ya guirnaldas, árboles navideños o como pude contemplar en una populosa tienda habanera, el letrero que reza: Happy New Year! A pesar de que hay tantísimas formas de felicitar en castellano.

Las transformaciones económicas y sociales que vive nuestra sociedad se manifiestan también en el tema navideño. La apertura en el terreno de la tolerancia religiosa comenzó por borrar el miedo oficial a una fiesta que tiene un indudable sentido religioso. La aparente holgura económica de un sector de la sociedad insular, vinculada al trabajo por cuenta propia, receptora de remesas de divisas desde el exterior, o asociada al turismo o a firmas extranjeras, ha creado consumidores potenciales para los turrones, la sidra, el vino tinto y hasta el champagne, sin olvidar los aderezos para engalanar el árbol y hasta esas falsas guirnaldas de muérdago que se colocan en las puertas de las casas para atraer la felicidad y el bien sobre ellas. Por cierto, muy pocos de los que compran estas últimas saben que estas vienen de la tradición celta y que nunca fueron habituales en la Navidad criolla, y seguramente nos dirán que van a colocarlas porque así lo hacen “afuera”, es decir en esos Estados Unidos que conocen a través de los filmes de Hollywood.

Hasta muy avanzados los años 60 del pasado siglo, la celebración de la Navidad era algo perfectamente inculturado en el país. Aunque solo una porción de la población fuera auténticamente cristiana, era común celebrar esta época en familia. El estilo de las fiestas era una mezcla de tradiciones españolas y criollas. No era raro que en una mesa convivieran el cerdo asado y los frijoles negros, con los turrones de Jijona, la conserva de membrillo, los higos secos y la sidra asturiana. Si bien las familias católicas más estrictas no ponían árboles de navidad junto a las ingenuas figuras del Nacimiento, con su gruta, sus pastores y los infaltables animales, otros ponían en buena vecindad ambas cosas y los juguetes los traían los Reyes Magos, porque el viejito del carro tirado por renos, con su saco rojo, era apenas una importación de Solís y Entrialgo en El Encanto para aumentar las ventas a fin de año.

Primero la orientación atea del gobierno a partir de 1961 y, sobre todo, la suspensión de los festejos navideños en torno a la zafra de 1970, convirtió a la Navidad en algo casi clandestino. Ningún signo de ella aparecía en edificios públicos y solo en los templos cristianos o las casas de tenaces practicantes había celebraciones. Como no se vendían adornos para tales festejos, recuerdo que algunos empleaban viejas tarjetas de felicitación, papeles recortados, ramas, frutas, con los que diseñaban árboles que eran verdaderas obras de arte popular y las sidras fueron sustituidas por vinos caseros, mientras el ama de casa sacaba a la luz algunas porciones de pollo reservadas de la “cuota” para garantizar una cena algo mejor que la común. En unos era devoción, en otros muchos, tradición familiar.

Con el avance de los años 80, ciertas prohibiciones oficiales fueron relajándose, aunque lo navideño quedaba sumido en el ambiguo terreno de los “festejos de fin de año”. Pero varias generaciones, por décadas, no conocían de estas celebraciones, por lo que su resurgimiento, en la mayoría de las ocasiones, no ha partido del referente criollo, sino de los modelos extranjeros al alcance de la mano.

En el propio devenir urbano se ha hecho apreciable el desarrollo de un grupo diferenciado del resto de la población, que puede invertir en la construcción o en la reparación capital de casas en ciertas zonas del Vedado, Miramar, Altahabana y otras áreas, gracias a un apreciable nivel de ingresos. En la mayoría de los casos no son personas de vasta cultura, ni de hábitos demasiado refinados. Sus referentes para la recreación son una mezcla de ciertos hábitos populares con la ostentación de los advenedizos. Gastan miles de pesos en la decoración de un baño, pero cuelgan litografías baratas en la sala; diseñan cocinas a partir de revistas traídas de Europa, pero comen como camioneros californianos.

En estos casos, la tradición de las abuelas no les resulta demasiado útil. Sé de algunos que han celebrado el Thanksgiving Day “porque así se hace allá”, aunque nunca hayan oído hablar de los puritanos del Mayflower, así como su Navidad no tiene mucho que ver con el nacimiento de Cristo en un portal de Belén, sino con los catálogos de Harrod’s, los abetos plásticos de tamaño exagerado y la emulación de compras con sus iguales.

Hace años, escuché a la poetisa Fina García Marruz hablar de aquellos años en que varios de los integrantes de Orígenes, Eliseo y Bella, Cintio, Octavio, ella misma, iban la víspera de Navidad a la humilde iglesia de Arroyo Naranjo, donde animaban a grandes y chicos con una adaptación escénica de Un cuento de Navidad de Dickens. Confieso que me hubiera gustado ver al poeta de “Casa marina” convertido en el avaro Scrooge o al cantor de la Calzada de Jesús del Monte transformado en el terrible “Fantasma de la Navidad pasada”.

Al escuchar ese relato recordé aquellas celebraciones de mi infancia, cuando hacíamos tarjetas con recortes de cartulina para felicitar a familiares y amigos y más de una vez los regalos que nos dejaban, bajo una rama de casuarina engalanada con más ingenio que oropeles, eran objetos que los mayores habían rescatado afanosamente de gavetas y armarios. Sin saberlo, vivíamos más cerca del espíritu del relato evangélico de Lucas que quienes, en otra parte del mundo, gastaban una fortuna en obsequios.

El retorno de la Navidad a nuestra sociedad es un asunto que debería ser observado por científicos sociales y líderes religiosos. Tiene indudablemente una vertiente de espiritualidad: es el tiempo de aliviarse, de romper la mirada absorta en la incómoda cotidianidad, de alimentar la esperanza. Quizá por eso ciertas familias disfrutan del tiempo navideño más largo del universo: arman sus árboles cuando todavía las iglesias católicas no han comenzado a encender la corona de Adviento y algunos me han confesado que no los desarmarán hasta bien entrado el año siguiente, porque les alegra prolongar su presencia jubilosa. Quizá ese lado del asunto saca lo mejor de muchas personas.

El otro lado de esta fiesta tiene que ver con el consumo, orientado por una ficción posmoderna. Algunos celebran Navidad sin creer, no solo en el Cristo que debe nacer, sino tampoco en la solidaridad con el prójimo que tienen al lado. La apariencia sustituye a la esencia y las luces de las guirnaldas solo esclarecen el ansia de placer derivada de la aparente prosperidad. Las innegables penurias económicas que hemos vivido en los últimos años han hecho que algunos, al escapar de ellas, prefieran construirse un país particular, que no se parece ni a La Habana de otro tiempo, ni a Madrid, ni siquiera a Nueva York, sino a un set cinematográfico con nieve artificial y todo. En este caso, la parafernalia de esas Christmas estaría asociada con la noción de solvencia, jerarquía, poder y no funcionaría como un aglutinador de las relaciones humanas, sino como un ritual de grupo que toma como referencia a otros grupos de élite foráneos.

Así como es difícil pronosticar de forma certera la evolución de la sociedad cubana para el próximo lustro, tampoco es posible caracterizar cómo volverá a aclimatarse la Navidad entre nosotros y de qué modo logrará ser un componente auténticamente encajado en nuestra vida espiritual y en las manifestaciones culturales populares. Por mi parte, yo preferiría recibir una de aquellas postales de cartulina iluminadas a mano y no esos mensajes de correo electrónico enormes, con imágenes que pestañean y cuesta muchísimo bajar, donde siempre hay un ángel, a pesar de que casi siempre quien los remite no cree en ellos (2012).

2 comentarios

  1. Ivón Guerra

    Soy de una generacion nacida en la revolución, en mi casa cuando era pequeña se celebraban las navidades creo que por arraigo familiar,siempre se ponia un arbolito de pino que estaba sembrado en el jardin de la casa (en san miguel del padron), se esperaban a los reyes magos, tengo fotos de esos tiempos y eran hermosos, nada que ver con un sentido material o foráneo, veinticinco años despues de esos felices recuerdos volvi a celebrar la navidad sin pavo, con un pescado asado al horno en familia, y nunca mas he tenido un arbol natural, pero creo que cualquiera que sea el motivo para los cubanos de celebrar la navidad es una ilusión para vivir buenos momentos.

  2. Javier Figueroa

    Según narra Renee Méndez Capote en su Historia de una cubanita que nació con el siglo, a los hijos de mambises les traía regalos Santa Claus ya que los Reyes Magos se asociaban a España y a los españoles que residían en Cuba.

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