José Martí y la guerra de amor necesaria

¿En qué consiste la guerra sin odios? ¿Es posible algo así?

Como he planteado en alguno de mis artículos, José Martí fue un hombre que cultivó el amor cristiano a lo largo de toda su vida. Compadeció a los pobres, fue desprendido y generoso, perdonó a quien atentaba contra él física e ideológicamente, y, por sobre todo, no hubo cabida para el odio en su ser. Ese mismo amor cristiano, henchido de justicia, es el que le impulsaría a la conquista de la redención nacional.

Pero una interrogante asoma a la hora de plantear los métodos para obtener esa anhelada libertad de la patria: ¿Se debe pedir, o se ha de luchar por ella? El propio Martí respondería a esta interrogante alegando que «[…] los derechos se toman, no se piden: se arrancan, no se mendigan.»1

La independencia de Cuba con respecto a España, era un derecho postergado a los cubanos ya por mucho tiempo. El fracaso de los sucesivos proyectos reformistas presentados en las Cortes, eran muestra de la inquebrantable voluntad española por mantener sus últimas posesiones ultramarinas en el continente americano. José Martí tenía suficiente madurez política para saber que en una estructura férrea como la mantenida por España en sus colonias, con clases bien definidas, donde existían ricos y pobres, amos y siervos, y donde la injusticia imperaba, el poder no cedería su hegemonía a menos que una fuerza mayor le hiciera retirarse. Esa fuerza mayor solo podía ser la guerra.

Por muy trágica y dramática que resultara la solución para alcanzar la independencia, José Martí era consciente de que no existía otra vía. El gran amor cristiano que siempre manifestó el Apóstol no le permitía quedarse de brazos cruzados ante tanta injusticia humana, pues entendía que hacer el bien era tan importante como luchar por él y contra el mal: «¡No se bata/ Sino al que odie al amor!»2

Para Martí, el pecado de omisión que constituía virar la cara en momentos en que una patria3 sufría, era un crimen más reprochable aún que la guerra misma. Mantener a Cuba en el estado en que se encontraba con tal de evitar una guerra, no era llamar al amor y a la concordia entre los sectores enfrentados, sino que era más bien acrecentar el odio entre ellos. Es por eso que Martí en el primer número de su periódico Patria, en un artículo denominado «Nuestras Ideas», expresaría categórico que: «Es criminal quien promueve en un país la guerra que se le puede evitar; y quien deja de promover la guerra inevitable.4»

La guerra en Cuba era ya inevitable por lo que Martí, fiel a su amor cristiano, se sentía en la obligación de promoverla. Pero otra interrogante surge a partir de la anterior idea: ¿Puede un hombre que siente un profundo y verdadero amor cristiano, promover una guerra?

Del sentido etimológico de la palabra guerra no se puede divorciar la violencia. Guerra es lucha, conflicto e imposición de ideas. Con ella viene aparejada la muerte y la desolación. Entonces, ¿proponía todo esto Martí?
La clave para entender este dilema se encuentra en la naturaleza de la guerra planteada por Martí. Esta era inevitable y necesaria como lo fueron otras muchas a lo largo de la historia de la humanidad, surgidas a partir de las luchas entre clases sociales y de los oprobios de la explotación entre los hombres. Varias han sido las luchas justas por la reivindicación de derechos humanos esenciales. Estas, aunque llamaban a luchar contra males provocados por el odio entre los hombres, eran muchas veces llevadas a cabo con un odio semejante. Así, la Revolución Francesa y la Revolución de Octubre en Rusia, aunque comenzaron defendiendo los derechos legítimos de los sectores más explotados de la sociedad, pronto se verían envueltas en lúgubres períodos de terror, frutos de años de odio reprimido.

Algo semejante ocurrió en el continente americano. Las guerras de independencia no significaron un cambio en la estructura social, más bien fue un cambio de dueños. De esta manera en los Estados Unidos, donde la esclavitud continuó siendo un flagelo luego de la independencia, quedaron creadas todas las condiciones para el estallido de una guerra fratricida a menos de un siglo de haberse alcanzado la libertad nacional. En Suramérica tampoco hubo cambios sustanciales en las formas de gobierno tras la independencia, generando una gran frustración general que se hizo palpable en luchas de tipos sociales y reivindicativas de los derechos indígenas, además de otras de tipo territoriales.

José Martí, consciente de estos antecedentes históricos, planteaba una guerra nunca vista con anterioridad, y de ahí su originalidad y brillantez: «una guerra sin odios»5.

Pero, ¿en qué consiste la guerra sin odios? ¿Es posible algo así?

El propio Martí señala que «El odio canijo ladra, y no obra. Sólo el amor construye. Hiere, y saca sangre a los hombres, para amasar con ella los cimientos de su felicidad.» O sea, para el Apóstol solo con amor era posible llevar a cabo una tarea de tal envergadura. El amor será la guía que mostrará el camino al triunfo:

«¡Ni de nombres de partido, ni de equivocaciones pasajeras aunque parezcan durables; ni de la diferencia de nuestras ideas corrientes nos guiamos, sino de un amor, que tiembla y que vela, por los que de buena fe, y con la misma pasión nuestra por el bien de los hombres, padecen y aspiran, con ansias de hijo preso, en la tierra adorada!»7

Martí, quien muy joven comprendió que no sabía odiar, percibió las ventajas de implementar en la guerra una política amorosa. Entendió que por muy justa que fuera la causa a la que se entregara, si esta venía acompañada de odio, las probabilidades de éxito disminuían considerablemente para convertirse en una empresa de venganza, que convertiría a los hombres en seres semejantes a aquellos de los que se querían deshacer.

El investigador Enrique Gay-Galbó destaca que en el ideal martiano «no era posible crear con odios ni con agresividad rencorosa el campo o jardín de amor donde se habían de pronunciar palabras de paz y de acercamiento en beneficio de los pueblos.»8 José Martí proclamaba una guerra de amor que creaba, a su vez, las bases de la república futura, porque para él «triste patria sería la que tuviese el odio por sostén.»9

El Apóstol no quería una guerra en la que el odio al español fuera el motor que la impulsara: «La guerra no es contra el español, sino contra la codicia e incapacidad de España.»10 Además planteó «una guerra generosa y breve»11, que evite el derramamiento estéril de sangre y que sea misericordiosa con el enemigo. Gay-Galbó señala que Martí «cuidó de enunciar y difundir la política cordial de la Revolución, y lo mismo jefes que soldados, emigrados y propagandistas, se penetraron de la viva y honda emoción de amor y paz que habían de imponer por medio de las armas de la guerra.»12

Esta piedad, fruto de la compasión derivada del amor cristiano innato en José Martí, provocó no solo el hundimiento de la moral del ejército español durante la guerra, sino que impulsó a muchos soldados españoles a unirse a las filas de los cubanos para luchar por una causa que entendieron como justa.

La crueldad para con el enemigo demostró no ser la mejor vía de asegurar el triunfo de la independencia. Según Fina García Marruz, para Martí «la verdadera «radicalidad» del revolucionario se comprobaba menos por su «ferocidad» frente al enemigo que por su decisión de morir por amor al hombre.»13

Pero, aunque sin crueldad y sin excesos, debemos tener siempre presente que Martí promueve una guerra; y toda guerra es violenta. Esto puede ser interpretado como que Martí promueve la violencia y refutar, así, su enorme amor cristiano. Sin embargo, y sin ánimo de consentir las prácticas violentas, debemos recordar que el propio Señor Jesucristo fue capaz de expulsar de forma brusca a comerciantes y mercaderes que degradaban la santidad del templo de Jerusalén (Mateo 21; 12). Entonces, ¿es la violencia aceptable? Creemos que solo en un corazón desbordado de un amor intenso por los hombres, la violencia mesurada y compasiva puede tributar a un bien superior.

José Martí fue un hombre con un amor cristiano tan inmenso que, incluso al promover una lucha entre los hombres, no buscó acrecentar el odio como energía de impulso de unos sobre otros. Todo lo contrario, escudriñó en la esencia de estos hasta encontrar el bien que cambia pareceres, que hace sentir el dolor del contrario como propio, que permite a los hombres ser misericordiosos y que les impulsa con vigor hacia las causas justas.
Coincidimos con el investigador martiano Pablo F. Lavin que, refiriéndose al Apóstol, señaló:

«La actitud en que nos lo representamos como más característica, aún en los instantes mismos en que llama a los cubanos a la trágica empresa de la guerra, no es con el puño crispado y en alto, en gesto de trágica admonición, sino con los brazos abiertos, como los de Cristo en el Calvario, llamando a sí, por el conjuro del amor y la bondad, a todos los hombres de conciencia pura capaces de contribuir a la obra magnífica de la redención de Cuba.»14

 

Notas

1- Martí, J. Ob. Cit., Volumen 4, p. 177.
2- Ibídem, Volumen 16, p. 146.
3- No se debe limitar la patria a Cuba; para Martí «patria es humanidad». Ver: Martí, J. Ob. Cit., Volumen 5, p. 468.
4- Ibídem, Volumen 1, p. 315.
5- Ibídem, Volumen 1, p. 368.
6- Ibídem, Volumen 5, p. 241.
7- Ibídem, Volumen 1, p. 479.
8- Gay-Galbó, E. (1949). Martí y la conducta humana. La Habana: Imprenta El Siglo XX, p. 9.
9- Martí, J. Ob. Cit., Volumen 4, p. 322.
10- Ibídem, Volumen 1, p. 321.
11- Ibídem, Volumen 1, p. 279.
12- Gay-Galbó, E. Ob. Cit., p. 8.
13- García Marruz, F. Ob. Cit., p. 135.
14- Lavin, P. F. (1936). Levántate y anda: en torno a la psicología del apóstol Martí. La Habana: Imprenta y Papelería de Rambla, Bouza y Ca., p. 9.

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