Nuestro hombre en París
Encuentro con Eduardo Manet, quien reside en la capital francesa desde 1951, pero en la década del sesenta volvió a su país natal y realizó varios documentales y largos de ficción…

Manet en La Habana, segunda mitad de la década del 60.
Foto: Cortesía de Eduardo Manet
Eduardo Manet nació en Santiago de Cuba, en 1930, pero vive en París desde 1951. Regresó a La Habana en enero de 1960, como jurado del primer Premio Casa de las Américas, y se quedó para llevar a escena la obra de teatro ganadora: Santa Juana de América, del argentino Andrés Lizárraga.
Luego de desarrollar un trabajo escénico y de crítica de cine y teatro, volvió a Francia en 1968. Destaca, sobre todo, que hubiera realizado para el recién fundado Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic) varios documentales y largometrajes de ficción, obras que hoy son poco conocidas.
Los documentales son los siguientes: El negro (1960) ―primero en abordar la temática racista en la producción del Icaic―; Napoleón de gratis (1961), En el club (1962), Portocarrero (1963), Show (1964) y Salinas (1967).
Y los filmes de ficción: Tránsito (1964), Un día en el solar (1965) ―primer musical en tecnicolor realizado por el Icaic― y El huésped (1967), cuyo guion escribió con Julio García Espinosa; además de finalizar Realengo 18 (Oscar Torres, 1961). Dejó sin acabar el documental Alicia, un homenaje a la fundadora del Ballet Nacional de Cuba.
Hasta la calle de la Corderie, en Marais
Aun en la inmensidad de la urbe, París representaba la posibilidad de abrazar a Eduardo Manet. Nos encontramos en un mayo primaveral, que dejaba atrás las lloviznas de días anteriores y ofrecía un sol perfecto para caminar hasta uno de los más viejos y cosmopolitas barrios de la capital francesa, Le Marais, donde él vive.
El encuentro coronaba varios años de amistad y de una correspondencia frecuente, a veces con varios correos por semana, en donde Manet y yo hablábamos de muchísimas cosas: de sus primeros años y su trabajo como joven autor teatral en la isla antes de llegar a París en 1951. Una obra suya, por ejemplo, fue la primera en estrenarse en la televisión de Cuba.

Además, comentaba de sus estrenos con Teatro Prometeo y Francisco Morín, y de los días fundacionales de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, vanguardia de la cultura en los inicios de la década del cincuenta.
Matizado por los trabajos y proyectos que hacíamos cada cual en ese momento, la vida cultural y política de Francia y Cuba, el diálogo volvía también al momento de su regreso a la isla. Las puertas abiertas en el teatro como fundador del Conjunto Dramático Nacional, con una pléyade de importantes actores; y su quehacer en el Icaic, en una época dorada de la producción de cine en Cuba.
Precisamente sobre esa labor suya entre 1960 y 1968, había investigado para mi tesis de Maestría en Cine Latinoamericano y Caribeño, organizada por la Universidad de las Artes-ISA y la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano.
Por eso, cuando nos encontramos, parecíamos amigos de toda la vida, aunque yo tenga edad para ser el bisnieto de Eduardo Manet. Habíamos quedado en vernos debajo de su edificio, un inmueble que antes de ser casa de apartamentos, fue un convento y terminó con las monjas violadas y asesinadas en los turbulentos años de la Revolución Francesa.
Allí, en 1911 ―me cuenta―, en el parque frente a la gran puerta del número 16, Jean Jaurés hizo el elogio fúnebre de los suicidas Laura Marx y su esposo, el cubano Pablo Lafargue.
En Les Vitelloni, como en un filme de Fellini
En ese sitio de la pequeña y agitada calle de la Corderie, vive Manet desde hace más de treinta años, junto a su esposa Fátima, actriz. De ahí salimos para almorzar en un restaurante cercano, Les Vitelloni, frente a Carreau du Temple.

El lugar hace homenaje al director italiano del filme Los inútiles (I vitelloni) de 1953. Ir allí es una cumplido de Manet con su admirado Federico Fellini, cuyo cine influyó en esos jóvenes cubanos de los 50, que se fueron tras sus sueños con la pantalla grande hasta Roma, para aprender en el Centro Sperimentale di Cinematografía (Cineccittá).
Ir allí fue evocar a Tomás Gutiérrez Alea (Titón), Julio García Espinosa, Néstor Almendros, el propio Manet y otros amigos de aquellos años que creyeron que el norte de la brújula apuntaba a la ciudad eterna. Pero Eduardo nunca llegó a estudiar en Cineccittá…
De La Habana pasó a Nueva York, pues quería ver Broadway primero. Después, según Manet ha contado: “En septiembre de 1951 llegué por mi lado a Francia, desembarcando en el puerto normando del Havre, con la idea de atravesar el país rumbo a Roma. El destino quiso que de París no pasara, al menos en un primer tiempo, y que luego viviera allí hasta 1960”.
En una carta a Germán Puig, fechada en la capital italiana en noviembre de 1951, Titón escribe: “Me da pena que Manet no haya podido matricular, pues me escribió una carta donde se mostraba muy desengañado con París. Yo sé, desde luego, que este año allá puede aprovecharle en muchos sentidos, pero creo que esto hubiera sido mucho mejor para ustedes”.
Sin embargo, Manet había llegado a la Ciudad de la Luz con una carta de Eva Fréjaville, “la esposa efímera de Alejo Carpentier”, que se enamoraría del pintor Carlos Enríquez. La nota era para el director de teatro y actor Jean-Louis Barrault.
“Como yo era joven y tenía la insolencia de mi edad, le dije sin ambages a Barrault que quería estudiar para escribir teatro ―relata Manet―. Me miró de arriba abajo y me dio un consejo muy valioso: ‛Déjeme decirle que Ud. debería comenzar como Molière, es decir, empiece como actor para que entienda el resto”.
“Y así fue ―añade Manet― cómo empecé a asistir a su escuela en un momento en que el gran Roger Blin, actor, director y quien dio a conocer a Jean Genet, ejercía allí como profesor”.
En la incertidumbre de si permanecer en París o regresar a Cuba, donde Fulgencio Batista había dado el golpe de Estado, o ir a España, donde no le “hacía mucha gracia Francisco Franco”, Manet se encontró con el dramaturgo Samuel Beckett en los jardines de Luxemburgo.
“Le conté que me encontraba en una encrucijada porque mi lengua era el español, pero en Francia todo se hacía en francés”.

No importa la perfección sino la autenticidad
El futuro Premio Nobel le dijo que “uno podía escribir en la lengua que quisiera, sin preocuparnos mucho por parecer perfectos, pues lo que contaba era que fuéramos auténticos”. Una premisa, la de ser auténticos antes que perfectos, que puede rastrearse en el cine de Eduardo Manet en el Icaic.
Entonces ya el irlandés escribía en francés, como lo haría Manet en esos años, cuando envió, estando en Roma, un cuento para una antología que organizaba la editora belga Françoise Mallet-Joris para la casa Julliard y fue seleccionado. Hoy, que es un autor prolifero y reconocido en el complejo circuito editorial francés, sigue haciéndolo en el idioma de Marcel Proust.
En París, siendo miembro de la compañía de Jacques Lecoq, “un referente en el teatro del gesto, mimo y movimiento”, conoce la noticia del triunfo de la Revolución cubana. Al año siguiente recibiría una carta de Haydée Santamaría, invitándolo a integrar el jurado de Teatro del Premio Casa de las Américas.
Otra misiva llegó por esos días: la firmaba Titón el 17 de noviembre de 1959 y lo animaba a sumarse a las labores del Icaic. Ambas invitaciones y el fervor universal que causaba la Revolución cubana, con su mucho de juventud, justicia social e ilusión, hacen que Manet salga para Cuba en enero de 1960, junto a su esposa y su hijo de tres años.
Arriba poco antes de que Casa inaugure su Premio; e integró aquel primer jurado de teatro junto a los también cubanos Mirta Aguirre, Humberto Arenal y Mario Parajón.
Conversamos en Les Vitelloni un poco sobre esto y también de su cine. Este es un tema del cual habíamos hablado muchas veces y es una historia con muchas ramificaciones; por eso es mejor dejar su abordaje para otro momento. Me despedí esa tarde, rumbo al Museo Picasso, del director de la película Un día en el solar, un hombre con más de nueve décadas que es un mito viviente de la cultura nacional.
Apoyado en su bastón, Eduardo Manet, el autor de Las monjas, pieza teatral montada por Blin, todo un suceso en el París de fines de los 60, que lo puso al lado de Virgilio Piñera y Pepe Triana entre los grandes exponentes cubanos del teatro del absurdo, comenzó a caminar, en dirección a la calle de la Corderie (2023).
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