En los 50 de La muerte de un burócrata
Negro, sobre negro, sobre negro, sobre negro…
Tomás Gutiérrez Alea inventó un icono esencial de la cultura visual cubana en La muerte de un burócrata. Me refiero al sujeto turbio y estandarizado, que él prefirió contextualizar como alegoría de la burocracia. Pero no es de la burocracia que está hablando su película. Eso sería irse por las ramas.
En 1965 Alea estaba curtido dentro del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) al tomar parte en disímiles debates donde se había probado su costado partidista. Sus diferencias con Alfredo Guevara en cuanto a posiciones estéticas y tácticas políticas del instituto emergieron, no obstante, en las discusiones en torno a la pertinencia de la utilización de la forma de mirar del free cinema en el cine cubano, así como alrededor de la censura del corto PM (Sabá Cabrera Infante, Orlando Jiménez Leal, 1961). Las fisuras eran patentes y Alea renuncia a su cargo dentro del consejo de dirección.
Tales disyunciones no impiden que participe como una voz muy sólida en las diferentes discusiones públicas de la época. Casi todas, relacionadas con el papel del arte dentro de la sociedad cubana y su vínculo con el compromiso político. De ellas, el debate en la sección Aclaraciones del periódico Hoy, entre Alfredo Guevara y Blas Roca, entre julio y diciembre de 1963, resulta ejemplar, así como una posterior sostenida en publicaciones como La Gaceta de Cuba, El Caimán Barbudo y Bohemia, en 1966, alrededor de la pertinencia del realismo socialista y del “compromiso en el arte” en nuestras circunstancias.
Esas discusiones tenían todas que ver con la pugna entre grupos culturales que buscaban entronizar sus agendas en el medio intelectual. Entre ellas, destacaba la severa perspectiva de una serie de intelectuales marxistas, del antiguo Partido Socialista Popular, que defendían una visión dogmática del arte y de su función pública.
La muerte de un burócrata puede ser leída como la intervención de Alea en ese conflicto. Estrenada el 24 de julio de 1966, este cuarto largo de Titón conecta con ciertos elementos presentes ya en Las doce sillas (1962). Uno de ellos es fundamental: la recuperación de aquel apunte casi marginal, una anécdota episódica dentro de esta comedia de enredos, donde un pintor “comprometido” explica el significado del mural que ha confeccionado para un sindicato.
La elección en ese episodio de simbologías de brazos musculosos que enbarbolan banderas y herramientas de trabajo, dispara un dardo envenenado sobre la propaganda comunista estereotipada que propone modelos ideales a un público entendido como rebaño necesitado de adoctrinamiento. El realismo socialista, con su repertorio de fórmulas mecanicistas, es asaeteado por la burla más cruel.
Cuatro años después, Alea vuelve al asunto. La agencia de propaganda donde trabaja Juanchín bulle de un espíritu laboral esquizoide, cargado de un kitsch donde se confunde el desaliño tropical con el estocismo eslavo, el relajo y un voluntarismo contaminado de falsedad. El realismo socialista se manifiesta aquí como sistema que organiza la lógica estética de un emprendimiento institucional que produce signos masivos de consumo. Esas “obras” replican la forma de un entusiasmo político que se manifiesta como simulacro de una unanimidad social inexistente y, sobre todo, imposible.
El héroe proletario de que tanto se habla desde el inicio, el tío fallecido de Juanchín, Paco, ha muerto presa de la manifestación más mostruosa de esa estandarización: la máquina creada por él para lograr la meta soñada de que cada hogar cubano poseyera un busto de José Martí, es una suerte de engendro que, descabeyado en sí mismo, acaba devorando a su creador.
Además, Paco posee una historia (resumida a manera de currículo intencionado en el panegírico que despide sus exequias) que lo desplaza a esa dimensión indiferenciada: dentro de la foto de una manifestación popular en la que participara, una flecha nos lo señala como un punto más de la indistinguible multitud. Ahora su legado de piedra reproduce el kitsch de querubines y arcángeles del cementerio en la forma de un monumento proletario al sacrificio por el trabajo. Esa, su gloria, se traduce en la tragedia de los vivos que le sobreviven.
No por gusto Alea escoge la comedia de absurdo como forma narrativa aquí. Produce una comedia marxista que habla con rabia sobre la perversión de los ideales. Como señala Mariana Villaça, La muerte de un burócrata es una obra mucho más amarga y pesimista que Las doce sillas. “La muerte y la locura están, todo el tiempo, presentes en el filme, y el absurdo de las situaciones, responsables por el estado de desorientación de Joaquín después de sus esfuerzos por mantenerse racional, es realzado en escenas al estilo nouvelle vague.”[1]
Ese estilo de filmar, asociado a la casi todo el tiempo brillante estructura de montaje (incluyendo innumerables gags sonoros de toda laya), dan lugar a un acto inaugural para lo que pudo ser una corriente de arte corrosivo auténtico y nacional, opuesto a la copia de modelos foráneos o al mimetismo de un modelo de socialismo y de arte socialista que a nombre de la ideología suprime la jodedera, la desacralización de todo lo que se quiere solemne y, por consiguiente, de la crítica.
Uno de los asuntos más poderosos de la trama secreta de esta película reside en la denuncia a la falsa respetabilidad de una doxa que encierra su propia contradicción. La inadecuación de la vida cotidiana y de los discursos que pretenden administrarla y explicarla se manifiesta como una de las tesis centrales aquí. El director del cementerio sería su expresión más nítida, un burócrata que administra la muerte con una severidad que rinde culto a cierta dignidad y autoridad imposibles. Porque querer administrar el feudo de los difuntos es pretender reinar sobre la expresión más acabada del azar.
Alea indica a través de esa clase de sujeto -al que dedica muy poca consideración-[2] la mutación de la moral pequeñoburguesa a las nuevas circunstancias de la sociedad socialista. No por gusto el ambiente escenográfico general de este filme ofrece una sensación de mundo entremedias, de universo apócrifo desubicado entre pasado y presente, donde la atmósfera de la vieja república burguesa se cierne no solamente sobre el mundo material, sino más que nada sobre el carácter de la gente.
La reacción de Alea contra ese estado de cosas es violenta. No por gusto elige como protagonista, a contramano del “héroe positivo” tan preconizado entonces para el componente educativo del arte socialista, un desajustado. Juanchín es el único sujeto que demanda cordura al mundo en que se manifiesta, que se expresa dentro de una estructura de valores humanos de integridad, aunque las circunstancias lo obliguen a simular, violar lo establecido, delinquir y, finalmente, cometer un crimen. El cuerpo social tiene para él su castigo: acaba recluído como loco, bajo camisa de fuerza.
Esa postura de demente social se iguala con la función del intelectual crítico. Un tema al que Alea volvería una y otra vez en su cine, que es centro de su pensamiento. Alfredo Guevara lo sintetizó en las palabras con que despidiera su duelo: “su cine, riguroso y profundo (…), expresa, una y otra vez, de un modo o de otro, la conflictual relación entre la realidad y quien quiere cambiarla.”
En esa neurosis del cine de Titón, en la locura de Juanchín, hay además una advertencia. Algo que resumía amargamente el profesor puertorriqueño Eduardo Seda Bonilla al meditar en torno al fracaso de la experiencia socialista en la URSS: “Hay un sector oportunista, en toda sociedad, maleable a toda influencia del poder porque su modo de pensar es de carácter asociativo ad hoc. (…) Ese sector maleable acostumbrado a vivir en la improvisación ad hoc oportunista se movería con gran facilidad a los puestos clave de cualquier régimen en donde la sumisión estereotipada fuera exigencia existencial. (…) el momento en que adviene al poder el socialismo, esta “nueva clase” podría convertir ese proyecto en Leviatán de automatismos, pesadilla para los que definen su existencia a partir de valores auténticos (…) le harían las cosas muy difíciles a los intelectuales que piensan con criterios conceptuales y no con la incentivación robótica mecanicista de premios y castigos.” [3]
Por ese mismo tiempo, Alexandr Solzhenitsin advertía que un sistema social que estimula la reproducción mecánica y acrítica de las disposiciones emanadas de un centro dirigente no solo desestimula la creatividad, sino que favorece el ascenso social de los mediocres.
En cierto modo, la metáfora de los locos encerrados comenzaba a hacerse real cuando diversos artistas cubanos eran obligados a pasar por exámenes y reclusión siquiátrica, o eran conminados a la experiencia de la “reeducación” en las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP). La locura del inadaptado hizo su agosto en gente como Bola de Nieve, Nicolás Guillén Landrián, Teresita Fernández, en la larga lista de “parametrados” del “quinquenio gris”.
Pero dije arriba que La muerte de un burócrata supone la invención de un motivo visual duradero. El hombre de negro, el sujeto turbio, merodea por el cine cubano y reaparece en Alicia en el pueblo de Maravillas (Daniel Díaz Torres, 1990), Amor vertical (1997) o, con otras vestiduras, en el canto de cisne del propio Alea: Guantanamera. Pero su traducción en arquetipo, en símbolo de algo menos concreto, es operada por Juan Carlos Cremata con Oscuros rinocerontes enjaulados (muy a la moda) (1991).
Ahora el tal González al que hay que consultar, que nunca da la cara en La muerte de un burócrata, se ha vuelto metáfora de un género de actitud vital que presupone una vestidura, un sistema de valores y su expresión humana más allá de la apariencia externa. Alegoría incluso de una cierta manera de actuar sobre la realidad.
En Oscuros…, una suerte de fauna claustrofóbica pulula en edificios de oficinas, bajo penumbra perenne. Se trata de supuestos oficiantes del bien público, cuando en verdad hacen de la indolencia su modo de ser, y del abandono al placer de los sentidos su feliz traición a la obra socialmente útil, responsable y entregada, que suponen encarnar. Otra vez las atmósferas viscosas y los seres de la nocturnidad moral, habituados a reprimirse bajo la claridad del día, simuladores profesionales.
No estamos ante un homenaje de efeméride; Cremata retoma la advertencia de Titón y recuerda que el monstruo sigue vivo y latente.
—
Notas:
[1] Mariana Martins Villaça, “O Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) e a política cultural em Cuba (1959-1991)”. Tesis Doctoral, Universidad de Sao Paulo, 2006, p. 144.
[2] A diferencia de su recuperación en Guantanamera (codirigida con Juan Carlos Tabío, 1995), donde el burócrata es un ser frágil, un pobre infeliz a quien nadie hace caso, que termina abandonado sobre su pedestal bajo un repentino aguacero.
[3] Eduardo Seda Bonilla, “La Unión Soviética: política y alienación”, Revista Claridad, 5 al 11 de agosto de 1994, San Juan, Puerto Rico.
Su dirección email no será publicada. Los campos marcados * son obligatorios.
Normas para comentar:
- Los comentarios deben estar relacionados con el tema propuesto en el artículo.
- Los comentarios deben basarse en el respeto a los criterios.
- No se admitirán ofensas, frases vulgares ni palabras obscenas.
- Nos reservamos el derecho de no publicar los comentarios que incumplan con las normas de este sitio.