La libertad y la herejía

Palabras del escritor en el acto de recepción del X Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza, conferido a la novela Herejes.

Aunque voy a hablar de herejes y herejías, no puedo comenzar mis palabras sin realizar varios reconocimientos de gratitud. En primer lugar al Ayuntamiento de Zaragoza y a la Comisión Permanente del Libro de esta ciudad, patrocinadores y organizadores del  Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza, así como a los jurados que trabajaron en la décima convocatoria del concurso por haberle concedido a mi novela Herejes el galardón correspondiente a este año; luego a Tusquets Editores, por haber publicado la novela ganadora y muchas de mis novelas anteriores, trabajo editorial que comenzó en el cada vez más distante año de 1996 –en el siglo pasado- y ha contribuido a que mi literatura haya podido trascender las fronteras cubanas y ser publicada hoy en 20 lenguas; y, por supuesto, también quiero agradecer a todos los colegas, amigos, familiares, lectores cubanos que a lo largo de estos años me han brindado el apoyo, la solidaridad, la fraternidad y la confianza para que, desde Cuba, viviendo en Cuba, escribiendo en Cuba y sobre Cuba, mis libros y mi obra en general hayan podido realizarse y, para colmo de venturas, colocarse en un lugar del corazón de muchos de mis compatriotas, gracias a los cuales he podido ser, en varias ocasiones, el escritor cubano de ficciones más leído en el país –como lo avalan mis Premios Puerta de Espejos, un reconocimiento que se confiere solo por el favor de los lectores-, haya podido obtener en siete ocasiones el Premio Nacional de la Crítica Literaria a las mejores obras publicadas en Cuba y hasta haya conseguido alcanzar el Premio Nacional de Literatura de Cuba del año 2012, que a pesar de los pesares disfruto con orgullo artístico, pues es el resultado de mi trabajo y esfuerzo.

Como ciudadano y escritor cubano, poseo un alto sentido de lo histórico. Durante años Cuba ha estado viviendo un “momento histórico” y tal vez por ello he desarrollado una obsesiva visión de la importancia de la historia y su capacidad de re-conocimiento y expresión, no solo de los acontecimientos del pasado, sino de las consecuencias y lecciones que tales hechos “históricos” proyectan hacia nuestro presente. Por eso no creo que la novela histórica deba ser un ejercicio literario inocente, que se conforme con mirar hacia un pasado que, por muy documentado y rigurosamente investigado que se encuentre, se contente solo con ser una indagación estética capaz de recrear ese momento, período o proceso del ayer, por interesante o intenso que haya sido. A mi modo de entender, en la novela que se apoya en la historia para realizar su trayecto artístico, el escritor debe tener en cuenta que solo cumple su misión si su esfuerzo sirve para iluminar el presente a través del examen de la experiencia ya acumulada por el hombre en su transcurrir temporal, o sea, histórico.

Mucho me satisface, pues, que una novela que desde un pasado histórico habla y se proyecta hacia el porvenir, un texto que en puridad se refiere más al presente que al pasado, pueda ser distinguido con este premio Ciudad de Zaragoza dedicado a obras de carácter histórico. Porque, genéricamente, mi libro no es en realidad una novela histórica que acate los cánones más recurridos, como tampoco es una novela policial en su forma más tradicional, y mucho menos una ardua novela de tesis filosóficas, sino un libro que, heréticamente, se aprovecha de los géneros y sus claves para expresar un concepto universal: la eterna lucha del individuo por ejercer su libertad personal, el libre albedrío que es hijo primogénito de la condición humana.
Pero la libertad, o mejor, la pretensión de disfrutar de la libertad, de pensar con libertad, de creer y crear en libertad, muchas veces ha sido –y sigue siendo- condenada como una herejía.

 Es hereje –o considerado como tal, aunque a veces con otros calificativos- el que desde su pensamiento se opone, rebate o simplemente cuestiona una forma de ser y pensar validada por un poder religioso, político, social, cuyos representantes o colaboradores siempre estarán dispuestos a reprimir, castigar, marginar –incluso hasta quemar en una hoguera, ahora no importa si física o virtual- a quien se atreva a poner en práctica el supremo derecho a ejercitar un albedrío escogido con libertad. Entonces el estigmatizado como hereje puede ser condenado por su propia comunidad, muchas veces con odio profundo y visceral, como le sucede a mi personaje Elías Ambrosius Montalbo de Ávila en la libérrima Ámsterdam del no tan lejano año de 1647. O como le ocurrió a su contemporáneo histórico Baruch Spinoza, condenado a la separación de por vida de su comunidad por racionalizar un pensamiento anquilosado y manipulado por un poder que se negaba a ceder un ápice de su preponderancia, y muchos menos a aceptar que no trabajaban y actuaban avalados por un testimonio divino y, por tanto, infalible, sino por una obra humana.
    Al igual que la preocupación por lo histórico, el tema de la herejía y sus represiones más o menos drásticas, me ha acompañado durante mucho tiempo, como una necesidad artística y ética. Las consecuencias de la herejía social y espiritual ya aparecía en algunas de las primeras novelas protagonizadas por mi personaje de Mario Conde, en especial Máscaras, en la que penetro en el mundo de las marginaciones vividas por los artistas cubanos en la nefasta década de 1970, cuando el solo hecho de ser homosexual o considerado “incómodo” era motivo suficiente para la más drástica estigmatización.
Unos años después dediqué otra de mis novelas, también “heréticamente histórica” al personaje que, quizás, los cubanos pudiéramos llamar nuestro primer hereje: el poeta José María Heredia, un hombre bueno y desbordado de talento que, por sus ideas y versos inmortales, sufrió el desprecio, los ataques, las marginaciones de sus contemporáneos, aquellos que lo llamaron “ángel caído” y le negaron hasta el saludo (como a Spinoza), dejándolo solo, con el corazón herido. Únicamente la historia, los años y la justicia que a veces el tiempo genera –a veces, no siempre-, permitieron la inevitable recuperación literaria y política de Heredia –y su gran defensor fue otro poeta, el Héroe Nacional cubano José Martí-, el intelectual que había cometido la herejía de tener un talento y una sensibilidad humanas superiores, que le permitieron escribir la mejor poesía de la lengua creada en su tiempo, lo hicieron sentirse decepcionado por una realidad en la que los más bribones, mediocres y oportunistas acaparaban riquezas, poder y hasta reescribían la historia, y por haber aceptado, antes de que se le acabara la vida, humillarse ante el poder político solo para volver a besar a su anciana madre.  
    También dediqué una parte de mi novela El hombre que amaba a los perros a la figura de León Trotski, considerado uno de los renegados del pensamiento rector del comunismo en el siglo XX, el pensador que tuvo la osadía de revelar, primero que nadie, las manifestaciones perversas del sistema que, sobre el gran sueño utópico de una sociedad justa y mejor, estaba fundando, imponiendo y exportando Joseph Stalin. Y aunque la historia le ha dado la razón a Trotski en muchos de sus análisis y denuncias de las deformaciones políticas, sociales y económicas engendradas por el estalinismo, todavía hoy mucha militancia intolerante, incapaz de reconocer sus viejos errores y procederes de estirpe estalinista, mantienen a Trotski encasillado en la categoría de revisionista y contrarrevolucionario, por su vida y por su obra.
    Y es que la actitud considerada herética es, en muchos casos, fuente de libertad. O, por simple inversión de términos, la búsqueda de la libertad es progenitora de actitudes calificadas como herejías.
Como escribe Vasili Grossman en su monumental novela Vida y destino (en su momento censurada e incautada por la policía política soviética): «…el instinto de libertad del hombre es invencible. Había sido reprimido pero existía. El hombre condenado a la esclavitud se convierte en esclavo por necesidad, pero no por naturaleza. (…) La aspiración del hombre a la libertad es invencible; puede ser aplastada pero no aniquilada. (…) El hombre no renuncia a la libertad por propia voluntad. En esta conclusión se halla la luz de nuestros tiempos, la luz del futuro».
    Lamentablemente, no siempre esa luz del futuro ha alumbrado al mundo. Hoy, como en los tiempos de Giordano Bruno y Galileo, o en la época de Rembrandt y Spinoza, los fundamentalismos y las ortodoxias siguen pesando sobre las sociedades y las vidas de muchos individuos, coartando sus libertades de elección- o prentendiéndolo al menos. Esto me hace pensar en la permanente necesidad de la herejía, si ella conduce a la libertad, o al menos, al intento de disfrutarla. Aunque todos sabemos que tal ejercicio puede entrañar el pago de un precio, a veces elevado.
    Tal vez por ello me gustaría que mi novela también fuera leída como un homenaje a los herejes que en el mundo han sido, grandes y pequeños hombres, personajes célebres o desconocidos por la historia, pero que en su momento han sido juzgados, acosados y hasta aplastados por las intolerancias y las ortodoxias más diversas, de origen social y hasta pretendidamente divino, pero practicadas por los hombres, muchas veces, incluso, en nombre de Dios, del bien común, de un futuro mejor.
    Pero ni Dios, el bien común o el futuro mejor –es decir, el presente mejor- pueden ser los argumentos para la intolerancia y el castigo o la persecución del que se ha calificado como hereje. Por el contrario, el Paraíso terrenal, la utopía más real de la igualdad entre los humanos, solo se alcanzará cuando todos y cada uno de los individuos y las sociedades sean tan esencialmente libres que desaparezca la posibilidad de la condena por herejía, cuando al fin no haya espacio para inquisidores y ni siquiera la necesidad de herejes. (2014)

*Palabras pronunciadas en el 28 de mayo de 2014, en Zaragoza, España, durante el acto de recepción del X Premio Internacional de Novela Histórica Ciudad de Zaragoza, conferido a la novela Herejes (Tusquets Editores, 2013)

Un comentario

  1. Aarón Vega

    Padura, tan hereje, tan lúcido, tan admirado…voy a comprarme este libro ahora mismo. Un abrazo, Leonardo, extensivo a Lucía siempre.

    Aarón.

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