No Country for Old Squares o la eterna referencia a 1984
El cambio promete, alcanza su apogeo y se cierra el círculo en el mismo lugar donde todo empezó.

Foto: Cortesía del autor
Al apotegma einsteiniano que establece como únicas cosas eternas el Universo y la Estupidez humana, habría que sumarle las ansias de poder como tercer elemento, a no ser que estas sean una variante (la más terrible) de la referida Estupidez.
Heredada de los organismos “inferiores” la competencia y prevalencia del más apto, la tendencia a dominar mediante la sojuzgación o exterminio de los oponentes se combina en el ser humano “superior” con el pensamiento creativo. Alcanza así proporciones y dimensiones impensables en los sistemas de relaciones del resto de la naturaleza; a la vez que se sofistica la tendencia a perpetuarse, como fase superior de la primacía.
En gran medida parece reducirse a algo tan simple el juego humano en todos sus estratos: la pugna entre pretendientes al poder. Como hondas desprendidas de un núcleo vibrante, el poder se magnifica (busca desesperadamente magnificarse) hasta el absoluto. Hasta el absoluto dominio de las multitudes a manos de un grupo o individuo de ínfulas omnipotentes. La historia recoge suficientes ejemplos hasta hoy mismo, hasta la concepción, producción, realización y estreno de No Country for Old Squares (Yolanda Durán y Ermitis Blanco, 2015), nuevo cortometraje de Ñooo producciones y nueva (no “otra”) colaboración de esta dupla autoral.
Orgánicas y creativas, pero evidentes (¿conscientes?) deudas con la antológica grafía y animación que Gerald Scarfe concibió para Pink Floyd, The Wall (Alan Parker, 1982), guarda No Country…, y hasta con la pesadilla distópico-castrense-steampunk que Katsuhiro Otomo prefiguró en su cortometraje Carne de cañón (1995). La técnica digital empleada en la animación mimetiza entonces a posta la fluida irregularidad del trazo analógico, insinúa ejes en los rostros de los personajes. Líneas burdas, remarcadas, agresivas en su grosor fluctuante, en su biomecánica hierática, errática, pero inquietantemente viva.
Aquellos y estos están todos cimentados y cebados en la novela 1984, de George Orwell, como epítome artístico del poder en su variante totalitarista explícita, disfuncional casi siempre; pues hay otras maneras más sutiles, basadas en pactos, intrigas y prosperidad personal.
La homogeneización negadora de cualquier atisbo de peligrosa individualidad desdibuja en No Country… las caras de los personajes. Temblorosas, automáticas, se desplazan las masas entre los oscuros recovecos de una urbe regularizada hasta la locura geométrica. Hasta carece de rasgos la cara del propio líder, que desde sus alturas deíficas (¿Big Brother?) los convoca y arenga con un hipertrofiado dedo índice, restallante y temible.
Tales soluciones visuales, por comunes, no resultan menos efectivas a la hora de establecer rápidos nexos dialógicos con los públicos. Igualmente reconocibles en la semiosis de No Country… son los sobrios y resecos atributos castrenses, la pose autoritaria, el discurso en clave de galimatías, con el cual los realizadores tienden manos hasta la jerigonza que borbotea en la boca del paródico Adenoid Hynkel de El gran dictador (Charles Chaplin, 1940). Efectiva metáfora esta del extrañamiento, de la alienación hasta la vacuidad de todo significado concreto, en un discurso tan tautológico como las circunstancias que lo generan.
El cuadrado rojo preside (acosa, invade, agrede las vidas) como símbolo abstracto, pero siempre necesario, del poder imperante, a la vez que guiño extradiegético al propio rejuego semántico que resulta el título de la pieza con la cinta No Country for Old Men (Joel y Ethan Coen, 2007); sin que la relación vaya más allá de la lectura que los autores, como sujetos culturales y políticos bien anclados a su contexto, hacen de esta frase restructurada.
A diferencia de los referidos antecedentes de The Wall y Carne…, Durán y Blanco enmarcan la diégesis y relato de su Tomania particular y expresionista, en un instante particularmente transicional. Algo sucede, algo cambia, fruto de un error que deviene epifanía para un ser que se destaca y gana en proactividad, voluntad, autonomía. Refulge la esperanza, se desploma el old square, asciende el new triangle. El proceso está al rojo vivo, más vivo que el otro, el de los carteles e insignias. El cambio promete, alcanza su apogeo y se cierra el círculo en el mismo lugar donde todo empezó. La serpiente se muerde la cola, el arriba se mezcla con el abajo, la Omega muta en Alfa. Todo vuelve a empezar. La circularidad terrible prevalece, así como el ansia eterna de poder. Y nosotros, pues, a indagar las oscuras maquinaciones del hado que hicieron casi coincidir la primera edición cubana de 1984 con el estreno de No Country for Old Squares, su heredero directo.
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