Polonia, unas fotos para la memoria

Imágenes que devuelven olores, sabores, historias no contadas.

En esta iglesia se guarda, en una urna de mármol blanco, el corazón de Federico Chopin.

Foto: Tomada de travelpolonia.com

Hace pocos días asistí a la inauguración de la exposición fotográfica Cuba-Polonia. Miradas especulares de la joven artista Neisys G. [Neisys González Pérez] en la Galería de arte Carmen Montilla. La muestra, curada por Aylet  Ojeda, convierte al vestíbulo de la institución en un espacio imantado donde se exhiben en paralelo imágenes de edificios, parques, monumentos, templos, de la nación centroeuropea y de nuestra isla, de modo tal que aparezcan entre ellas secretas concordancias. Es la primera propuesta de la novel creadora y en ella demuestra que puede ir más allá del simple dominio de la técnica fotográfica, pues tiene la intuición y la sensibilidad para no quedarse en la superficie de las cosas y, en vez de ofrecernos imágenes de un catálogo turístico, se dirige a aquellos elementos ocultos bajo la superficie coloreada de los objetos que pueden ayudar a desentrañar la cultura y la espiritualidad de un país.

Todavía es muy pronto para hablar de un estilo personal en el quehacer de Neisys, pero es posible afirmar que más allá de lo que actualmente nos ofrece hay toda una personalidad artística que irá ganando —búsquedas y tropiezos mediante— su talla justa. Sin embargo, la exposición tuvo para mí un valor añadido. Por unos minutos me hizo retornar al ya muy lejano año 1981, cuando, durante un otoño que ya se tornaba terco invierno, visité Polonia. Quizá fue el aroma que se desprendía de algunas imágenes lo que me hizo recuperar aquellas jornadas.

Iglesia de la Santa Cruz

El sabor de ese viaje no han podido diluirlo en la memoria otros más cercanos o importantes. Podría decir que este no comenzó en el momento de poner pie en la tierra regada por el Vístula, sino un par de meses antes, cuando en mi trabajo me ofrecieron esa excursión con los trámites para acceder a ella ya absolutamente atrasados. Aunque las gestiones jurídicas, bancarias y otros mil detalles resultaban bastante agobiantes, daba la impresión de que una parte importante de la ciudad de Camagüey se había confabulado para que yo lograra llevarlas a buen término, desde aquella anciana que parecía un personaje de Balzac que tejió en tiempo record un gorro de estambre para que yo pudiera tolerar “los fríos de Europa”, hasta la empleada de la terminal de ómnibus que me permitió abordar una guagua llena de deportistas para llegar justo a tiempo a La Habana, pues un tiempo irritado había hecho que suspendieran el vuelo que yo había reservado con anticipación. Todos contribuían a que yo pudiera quedarme casi a solas con aquella sensación, mezcla de júbilo, exaltación y miedo, que nunca he logrado volver a sentir. Al menos para un cubano, un primer viaje siempre es una especie de temblor celeste.

El que desembarcó un mediodía nuboso y helado en el aeropuerto de Varsovia era un joven al que un mediocre novelista podría describir como lleno de sueños y con pobre apariencia. De lo primero nada digo, de lo segundo, baste con señalar que los zapatos anchos y cómodos que me recomendaron como adecuados para recorrer grandes distancias, apenas entraron en contacto con el aguanieve local, elevaron en muda protesta sus punteras y quedaron así, semejantes a las babuchas con que pintan a los gnomos. Peor fue comprobar que el sobretodo que me había prestado un anciano dirigente comunista, el mismísimo con el que había presenciado en tiempos de Kruschev un desfile desde la tribuna de la Plaza Roja, era una pieza arqueológica que al tocarla desprendía nubes de polvo y que empeoró su apariencia al recibir sobre él no solo la nieve sino la deyección de un perverso cuervo.

El país al que llegaba no estaba mucho mejor que mis ropas. La inquietud social era perceptible, hacía poco había renunciado el jefe de estado Gierek y ahora tenía el poder un militar, Jaruselski, apoyado por tropas soviéticas. Recuerdo un gran supermercado cuyas amplias estanterías habían sido repletadas de botes de pepinillos para tratar de disimular lo muy evidente; había larguísimas colas para comprar vino y carne y la irritación ciudadana se traducía en frecuentes pedradas a las vidrieras. Yo no comprendía el idioma, pero resultaba notorio que aquello no era precisamente lo que los manuales de comunismo científico pronosticaban. Me había tocado presenciar una especie de ensayo general de los desplomes de 1989.

El parque Lazienki en Varsovia, la capital polaca.

Desde hacía años yo seguía las ediciones de la revista Polonia. No solo me gustaba la música de Chopin y la de Penderecki, sino que conocía obras de Sinkiewicz, de Iwaszkiewicz, de Mrozek y perseguía en los cines los estrenos y reposiciones de cintas de Wajda. Así que no me bastaba con lo que quisieran enseñarme los guías.

En modo alguno tenía el apoyo del resto del grupo, que parecía dividirse en dos: una pequeña parte decidió mostrar su consternación porque aquel socialismo estaba “permeado de diversionismo ideológico”, cosa que unos atribuían a la existencia de comercios privados y otros a la influencia de un papa polaco; mientras, otros reclamaban que ellos habían hecho el viaje para comprar cosas baratas y no para ir a iglesias, en tanto ni siquiera conocían las de su propio país.

Una mañana, mientras regresábamos al hotel en el bus turístico, la guía nos hizo saber que pasábamos ante la Iglesia de la Santa Cruz, donde se guardaba en una urna de mármol blanco el corazón de Federico Chopin. Allí se inauguraban los certámenes internacionales de piano que llevaban el nombre del creador de valses y nocturnos. Yo pedí que detuviera un instante la marcha para dar una breve mirada al recinto. Ella accedió, pero eso fue acompañado por una incivil gritería del grupo que reclamaba que querían llegar al hotel para aprovechar la tarde libre en las compras y una joven decidió resueltamente enfrentarme, nunca olvidaré su argumento: “¿Y para qué quieres ver tú ese corazón que seguramente ya está podrío? Lo que se prolongó en una sarta de insultos dirigidos a esa iglesia y a todas las del mundo.

Sin embargo, yo olvidaba pronto tales cosas al asistir un mediodía a la apertura del retablo medioeval en Santa María de Cracovia, una ceremonia cotidiana ante un público silencioso que se sobrecogía en sus reclinatorios mientras llovían sobre sus cabezas los acordes de órgano de la Tocata y fuga en re menor de Bach; o sentarme en la platea del suntuoso Teatro Wielki a presenciar la ópera Hansel y Gretel de Humperdinck, rodeado de niños que masticaban enormes barras de chocolate, tan tentadoras e inaccesibles para mí como las que adornaban la casita de la bruja en la escena; o sencillamente perderme en una callejuela y hallar una pequeñísima tienda de discos donde por pocos zlotys pude adquirir desde una ópera de Alesandro Scarlatti hasta obras recientes de Penderecki. Una mañana estuvimos en Jasna Gora y entré al santuario que guarda el icono de la Virgen Morena, ante ella brillaba la rosa de oro que acababa de obsequiarle Juan Pablo II.

Han transcurrido más de siete lustros y para mí siguen resultando memorables la Catedral de Wavel, los claustros de la Universidad Jagellónica, el parque Lazienki bajo una fina capa de nieve, así como el aroma que percibía al entrar en los restaurantes de los hoteles, o las habitaciones caldeadas por los viejos radiadores a donde tenía que regresar corriendo cuando se me helaban la nariz y los pies.

Si me preguntaran cuál es el sabor de Polonia, sencillamente recordaría la mañana en que pasé ante un puesto callejero de manzanas y no pude resistir la tentación. Busqué en los bolsillos del sobretodo y encontré suficientes moneditas para comprar una. A pesar del frío me senté en un parque y la comí con calma. Tenía los labios tan quemados que se me saltaban las lágrimas cada vez que mordía la fruta. Pero la paz del momento, la rara sensación de triunfo y el placer que me iba invadiendo eran la misma cosa. Antes y después de esa fecha he comido manzanas en distintos sitios y circunstancias, ninguna ha tenido el sabor de aquella.

No soy un especialista en fotografía, pero si las imágenes captadas por Neisys lograron devolverme todas esas sensaciones, estoy seguro de que es una artista nada desdeñable. (2017)

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