Santa y Andrés: Esta es tarea de grandes

Tras su llamado al diálogo y la reconciliación, la más reciente película de Carlos Lechuga ha descubierto muchas heridas sin sanar.

“Eso no va a caer del cielo. Tendremos que luchar mucho”., le dice David a Diego en la emblemática Fresa y Chocolate.

Foto: Tomada de habanafilmfestival.com

Y bien, henos finalmente ante Santa y Andrés. Por muy exorcizado que uno esté, es imposible acercarse a este largometraje sin sentir el peso de los anatemas que rodean la experiencia tabú: nos han dicho que es una película maldita.

Y lo es, al menos para los prejuicios que la condenan. Porque es fácil advertir la causa de los reproches. No es el relato central sobre un escritor anatematizado por sus preferencias sexuales y su desacuerdo ideológico lo inaceptable aquí. Lo es, en cambio, su escena climática: hacia el final de la película, Andrés sufre un registro policial en su precario domicilio. Movido por la frustración de unas autoridades que no encuentran lo que buscan (el libro que escribe y oculta el escritor), al finalizar el procedimiento se escenifica un “acto de repudio” que culmina en humillante golpiza. Mientras se protege como puede de la degradación, a los gritos de “¡Viva la Revolución!”, “¡Viva Fidel!”, que profieren sus verdugos, Andrés responde “¡Viva Martí!”.

Entre las más reconocibles y explícitas condenas a la película ha estado la lectura directa de esta situación como un acto de comparación deliberada que responsabiliza al director y guionista, Carlos Lechuga, con establecer un margen entre los legados de ambas figuras centrales en la historia nacional. En todo caso, he aquí un personaje al que se le impone la violencia física a nombre de signos ideológicos que, por ende, no puede suscribir.

Me permito recordar que hay en ello la reaparición de un problema cultural apuntado por Tomás Gutiérrez Alea en Fresa y chocolate. Cuando David trae al panteón referencial de Diego (compuesto por pinturas homoeróticas de Servando Cabrera, imágenes de la Virgen de la Caridad, Lezama, Rita Montaner, Julián del Casal, más un Martí gigante reinando encima) sus propios signos, Diego lo observa con suspicacia.

David agrega a ese compendio: una banderita del Movimiento 26 de julio, la foto del Che de Korda, otra de Fidel en la Sierra Maestra, unos collares de semillas usados por los rebeldes cubanos y por el ejército de adolescentes que hizo la Campaña de Alfabetización… Se vuelve hacia Diego, quien se soba un lóbulo y levanta una ceja, incrédulo: “¿No forman parte de Cuba?”. Diego acepta, con frialdad.

En este caso, algo semejante se propone. Pero hay un elemento diferente aquí: Andrés acaba de sufrir más que violencia simbólica a nombre de ese mismo sistema de signos y referentes. Algo que, dicho sea de paso, sucede demasiado a menudo en la Cuba de hoy. He aquí, dígase lo que se diga, lo que vuelve inadmisible para un grupo de gente Santa y Andrés. Su relato nos coloca ante la imagen de algo insoportable con lo que hay que lidiar: el uso de la violencia contra el diferente, la aplicación de la fuerza contra quien piensa y se expresa distinto de nuestra doctrina.

Pero, fuera de los anclajes inevitables de una película que se propone someter a discusión asuntos de la realidad cubana que afectan el diálogo entre valores de lo nacional, ¿qué clase de obra es Santa y Andrés?

Pues una historia de personajes, que se desenvuelve a través de códigos dramáticos adyacentes al melodrama. Carlos Lechuga demostró en su obra anterior la preferencia por el debilitamiento dramático, las secuencias narrativas de tiempos dilatados y un tono contemplativo. También, por los conflictos dramáticos de ida y vuelta entre el adentro y el afuera, con personajes atenazados por dilemas internos vinculados siempre con el mundo social.

Pero en Santa y Andrés hay un conflicto que se despliega a través de la ideología política y su inscripción en una época y contexto específicos. Eso trata de poner en claro el texto introductorio, más los anclajes temporales: estamos en un ámbito de provincia, rural, en la Cuba de inicios de la década del ochenta, cuando están todavía muy frescas las interdicciones y castigos que padeció la esfera de las ideas, sobre todo en el ámbito de la creación artístico-literaria, desde fines de los sesenta y a través de los setenta.

Luego hay el relato de un proceso de anagnórisis. Una obrera de la ganadería (Santa), soltera, militante del Partido Comunista y que ha sufrido la pérdida de su hijo pequeño, recibe la tarea de vigilar durante tres días a un sujeto homosexual (Andrés), escritor, desempleado, sin familia ni pareja conocidas, que ha sufrido condena de cárcel por escribir y manifestar ideas diferentes a las del sistema político vigente. Esto, porque se celebra en el territorio un encuentro de solidaridad al que asiste la prensa extranjera y se teme que el susodicho se salga del discurso deseado.

Dije que hay una anagnórisis pues, si bien Santa coloca desde el inicio a Andrés como su antagonista, cuando la relación se traslada del ámbito sagrado y abstracto de las doctrinas al del roce personal, la mujer descubre a un ser frágil, abandonado a su suerte, que trata a los demás con amabilidad y comparte lo poco que posee. Que tiene por hábito escuchar el mismo casete de boleros una vez tras otra y por modus vivendi recorrer los potreros acopiando frutas silvestres, con las que elabora mermelada para vender.

Santa, de un ser seguro, adoctrinado y rígido, pasa a conducirse con sensibilidad e interés humano por Andrés. Quien, por otro lado, no es dibujado como una víctima absoluta, sino como un sujeto con todo el estrés postraumático del torturado y la sibilina astucia del superviviente, que jamás se entrega del todo, que se guarda algo y no obedece más que a su paranoia inducida.

El problema con este proceso de aproximación es que se dilata. La película tarda en arrancar, su primer acto es diferido por detalles que alargan el despegue del conflicto central, ese que no es el visible, al que dicen responder los poderes fácticos, sino otro, menos evidente: Andrés ha sido estigmatizado por ser y pensar distinto. No hay más crimen que ese.

El tono de la puesta en escena es deliberadamente distante, gélido. No favorece una identificación emocional fácil, sino cierta objetividad que permita ir descubriendo. Pero contra ello conspira la ortopedia de esa misma puesta en escena en función de transmitir información. Lechuga, que es guionista y director, asume el dilema de tener que resolver ese conflicto. La secuencia del sitio nocturno al aire libre adonde concurren Santa y Andrés a beber cerveza chirría en esa dirección: acaba siendo demasiado informativa.También chirría la discusión entre ambos mientras recogen frutas; el diálogo sabe a nudo dramático resuelto con apremio.

Un diseño de situaciones mejor apoyado en la dirección de arte, la escenificación visual de significados, la alusión, el trazado de metáforas escenográficas, pudo hacer menos directa la solución de ciertas necesidades expositivas. Y pudo hacer menos parte de una idea prefabricada la tarea de los actores, quienes por momento se exponen presos de situaciones de hierro. Cuando la improvisación, el juego de tonos emocionales libres de funcionalidad (pienso en la secuencia de la visita de la pareja a la playa) se hace manifiesta, la película vuela alto.

Pero hay otro elemento que chirría: el personaje de Jesús. Acaso sea la mayor debilidad de Santa y Andrés. Desde su aparición, sabemos que ha sido diseñado para que sintamos animadversión por él. Es el típico funcionario oportunista, que se escuda en la sacrosanta vigilancia de la pureza ideológica para controlar a quienes lo rodean y obtener privilegios. Uno de los puntos flacos de la escritura dramática del cine cubano por décadas ya: el repudio al modelo moral de referencia impide acercarse objetivamente al sujeto dramático. En una escritura tan cargada de matices y plasticidades emocionales y éticas, como es el caso, un personaje unidimensional punza.

Todo lo anterior conspira contra el impacto emocional imprescindible para una historia donde cada personaje debe dejar parte de la piel para acercarse al otro. Donde se corren riesgos terminales. Donde no hay final feliz posible. Y donde el espectador –al menos aquel sensibilizado con el sentido profundo de la estigmatización social– debe sangrar. O casi. El final abrupto, resuelto como de golpe, punza también.

Porque aun me queda una pregunta, que no sé responder todavía: ¿Santa y Andrés responde a la agenda del presente nacional, abierto a ineludibles revisionismos y discusiones con los legados para imaginar la continuidad, o va a ser un texto trascendente, universal, atemporal? Es decir, ¿este relato quiere ser un acto de expiación o de invocación? Porque lo que ha sucedido tras su llamado al diálogo y la reconciliación ha descubierto muchas heridas sin sanar. Y la ausencia de un ágora donde todos puedan expresarse sin el ejercicio “virtuoso” de los censores que siempre saben cuándo y cómo deben discutirse las cosas.

Vuelvo a Fresa y chocolate. A seguidas del intercambio que cito arriba, sigue una discusión; David argumenta: “Los errores no son la Revolución. Son la parte de la Revolución que no es la Revolución”. Diego: “¿Y a cuenta de quién van? ¿Quién responde por ellos?” David: “Yo estoy seguro de que algún día va a haber más comprensión para todo el mundo. Si no, esto no sería una Revolución”. Diego: “¿Quiere decir que algún día yo podré montar la exposición que yo quiera? (…) Un día tuve esa esperanza…” David: “Eso no va a caer del cielo. Tendremos que luchar mucho”. (2017)

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