¿Dónde está mi pasado? Historia y juventud: su mutuo impacto

Animar el estudio de la Historia como aprendizaje y placer a todas las edades, significa cambiar los modos de acercarse al pasado.

Jorge Luis Baños - IPS

Es la juventud la que debe, en primera instancia, buscar su historia, considera Raquel Vinat Mata

Entre los derechos humanos violados con regularidad inaudita se halla el negarles su pasado a determinados individuos, colectividades, grupos sociales.

Desvalorizar –hasta eclipsar– la vida y obra de otros constituye una práctica discriminatoria milenaria y universal de quienes, arbitrariamente, se han arrogado el poder de convertirse en invisibilizadores de ajenas historias. La fabricada jerarquización de sujetos, eventos históricos y hasta regiones geográficas exacerba el divisionismo y alimenta el síndrome de la egolatría de los autoproclamados “superiores”. Fomentando fatalismos e inventando minusvalías genéticas, durante siglos les han hecho creer a los otros su “endémica inferioridad” y hasta la expresión “gentes sin historia” persigue argumentar que su improductiva existencia justifica que se les relegue. Sin embargo, ¿el nudo raigal de esta calibración realmente radica en “las gentes sin Historia” o en la “Historia sin gentes”?

Una simple hojeada a fondos históricos menos manoseados por el público en general nos estremece por el rancio aroma a desprecio que despide. Sí, porque entre ellos vaga el espíritu del menosprecio por tanta memoria desatendida, tantos rostros empalidecidos por su confinamiento en fuentes desdeñadas, tantos saberes empolillados por la debilidad volitiva hacia su rescate o restauración; información generosa e impresionantemente rica que, por no haberse plasmado en los textos “de obligada consulta”, provoca que nuestros niños concluyan la enseñanza primaria, los adolescentes su secundaria o preuniversitario y hasta los universitarios sus estudios superiores sin que ninguno conozca esta cara ocultada de su historia.

Frente a estas zonas de silencio, el afianzamiento científico debe inyectar mayor objetividad a sus replanteos y erradicar el asimétrico tratamiento dado a esos personajes de la Historia. Profesionales del ramo desgranan inteligencia y debaten para eliminar tan desequilibrado abordaje e iluminar lo inédito. Sus palabras inundan con ponencias los talleres, colman de artículos la prensa, demandan el intercambio relacional, al tiempo que no dejan enfriar la polémica. Sin embargo, pocos hallazgos y reanálisis se introducen con la inmediatez requerida: desfase que frustra al investigador, lesiona al alumnado y desactualiza al docente.

La Historia General, compendio sintetizador y secuenciado del acontecer de otros tiempos, no puede condensar la memoria toda –aún valiéndose de pródigos volúmenes–, como tampoco la maestría pedagógica de dilectos maestros y académicos alcanza a sintetizarla en el límite de un curso. Los noveles historiadores no se arman de herramientas teórico-metodológicas para develar respuestas –y hasta no respuestas– sino al término de su carrera y es entonces, incluso, que comprenden que es aquí cuando ocurre su real iniciación en el oficio. Mas, a despecho de ausencias y vacíos, atesoramos un emporio informativo al alcance de todas las manos y voluntades.

No obstante, planes de estudio, ediciones de materiales escolares, proyectos investigativos y hasta espacios radiales y televisivos, año tras año acuden a la reiteración temática, apelan a discursos monótonos cuyo soporte gráfico, las más de las veces, abusa de gastadas ilustraciones –a pesar de contar con diseñadores jóvenes ávidos por desbordar su ingenio en provecho social. Aportaciones que, hermanadas y exhibidas con calidad, penetran subliminalmente en las áreas cognitivas y afectivas del receptor infantil y joven. Pero si el aliño es desabrido, no tributa, genera aversiones.

Algunos trabajos prácticos, diseñados como instrumentos evaluativos, exigen “valorar” a figuras históricas; no obstante, la estrechez del tiempo concedido o la falta de otras alternativas informativas accesibles obligan a la reproducción de los datos aparecidos en el propio texto escolar. ¿Aprueban? Sí, y con buena calificación. Todos felices…pero pasamos por alto que el calco atrofia la creatividad. Por demás, en el rigor conceptual del término valoración, la gestión deviene utopía: el estudiante solo valora en positivo, pues nadie (ni desde la ingenuidad infantil o la osadía juvenil) acudiría a la crítica en negativo cuando a un patriota o a un mártir se refiere. ¿Por qué, entonces, no animarlos a transitar por avenidas más ingeniosas y tangibles con las que también podemos calibrar su avance o no en la asignatura? La clave radica en lo posible. La familiarización con la Historia es instarlos a palparla con espontánea independencia y por sí mismos.

Esta rehabilitación del cómo no se infiere del montaje teatralizado de una clase de Historia o de caricaturizar eventos (aunque ambos recursos, sabiamente manejados, no resultan del todo insatisfactorios). Cambiar, sí, para afinar los mecanismos defensivos protectores de la Historia contra el desgano manifiesto. Mas, vale advertir que esta –como cualquier asignatura– no puede adecuarse “al gusto del consumidor”, cual prenda de vestir hecha a la medida. Los sucesos históricos son hechos inalterables. De lo que se trata es de impregnarle pigmentos emocionales y aderezos novedosos al contenido de siempre.

Encuentros, debates y congresos abogan por optimizar el recalcado proceso docente-educativo. Valientes esfuerzos encaran tremendas y variadas adversidades; sin embargo, en la praxis, la convocatoria no logra una efectiva simbiosis historiadores-docentes: algunos cuadernos de trabajo o exámenes finales delatan este divorcio. ¿Y los jóvenes? Escuchamos sus reclamos y sugerencias de cambio, pero aún no los insertamos para funcionar como una integración tripartita. En cinco décadas de experiencias vivenciadas, el indiferentismo de una parte de la juventud hacia la Historia no muestra síntomas de mejoría; en ocasiones, involuciona. El virus se resiste y la cura no puede esperar porque, de lo contrario, esta Era no podrá parir un corazón.

¿Son nuestros libros motivadores del interés cognitivo, la vocación o la curiosidad investigativa del estudiantado? ¿Están nuestros dispositivos activados para conjugar factores tan confluyentes como clima-condiciones materiales-personalidad del alumnado? ¿Recurren los profesores a vías alternativas, más allá de lo metrado en el programa o fuera del marco escolar? Incisivamente hablando: ¿es nuestro personal docente “amante” de la Historia que trasmite? Absurdo sería imaginar que la masa magisterial completa palpite con igual ritmo afectivo frente a esta asignatura. Pero, gustos o preferencias aparte: para un EDUCADOR, la magia de enseñar y la fascinación de compartir saberes cambian en milagro el barro.

En la plataforma universitaria, el staff docente de la carrera de Historia lo integran profesores calificados y enamorados de la disciplina, quienes seducen a sus alumnos en el disfrute de conocer nuestro pasado. Lógica y justa elección. Ahora bien, ¿no sería prudente aplicar esta selectividad en los anteriores niveles de la enseñanza, fases que –todos tanto repetimos y mucho sabemos– representan el tramo fundacional donde se instalan los valores humanos y los principios éticos? Una propuesta así y ahora suena a inconsecuencia, dadas las circunstancias actuales, cuando el personal es notoriamente escaso. Pero no es absurdo detenernos a visualizar, una vez más, las peculiaridades de la Historia y su impacto para la juventud.

Elevada e imprescindible es la trascendencia práctica de las restantes asignaturas para la formación integral de ciudadanos de nuevo tipo; mas la Historia, al poseer el valor agregado de su impronta ideológica, es la depositaria por excelencia del patrimonio identitario nacional, y cimiento troncal de la cultura, de la cubanía. ¿No valdría la pena, pues, concederle un tratamiento particular, en términos de garantizar la calidad de quienes la imparten? Desde las grandes expectativas que anhelamos por y para nuestro “relevo”, ¿podemos afirmar que hemos explotado a plenitud e inteligentemente todas las estrategias de solución para que, en lugar de “enseñadores”, los jóvenes puedan tener esos MAESTROS que merecen tanto ellos como nuestra propia Historia?

Las Grandes Personalidades: el sistema de “tallas” en la Historia

Las teorías del conocimiento postulan que uno de los peldaños primarios en el aprendizaje humano radica en la comparación. El contraste entre una y otra cosa permite apreciar semejanzas y diferencias; así, gradualmente, se construyen los conceptos. En una conceptualización proporcional, lo “grande” deduce la existencia de su opuesto, lo “pequeño”, e incluso se origina una cualificación intermedia y aparece lo “mediano”.

Esta lógica de razonamiento, aplicada a las clasificaciones historiográficas, supone que si ciertas figuras fueron categorizadas como “grandes”, sus restantes congéneres debieron ser comparativamente “pequeños” o “medianos”, apreciación otorgada por el grado de aportación o dimensión del sacrificio de las primeras, que les valió una estima más elevada que la del elenco secundario.

Este engranaje métrico valorativo nos es dado en la Historia que recibimos, mediante hechos consumados, cual aval certificador de tal grandeza ética que convida al respeto y a su preservación por la hondura ejemplarizante que emana de esta constelación de figuras, y por la reputación de quienes los han colocado entre los “Padres fundadores de la nación”. Sin embargo, investigaciones recientes y facilitadoras de “excavaciones” en nuevas arterias de indagación democratizan la validación de personalidades hasta ahora invisibles o, desde mucho, invisibilizadas. Hallazgos-provocaciones que redimensionan inquietudes, reactivan el cruzamiento informativo, energizan la polémica e incitan al cuestionamiento. Al sacar nuestras propias conclusiones, no podemos por menos que acudir a esa criolla expresión de que “no son todos los que están, ni están todos los que son”.

En rigor, las figuras resucitadas por la gestión exploratoria y desprejuiciada carecen de “tamaño historiográfico”: no están clasificadas como grandes personalidades ni como pequeñas. Son seres-sombras. A pesar de su otrora resonancia social, causas aún no dilucidadas las invalidaron para impresionar lo suficiente a los aplicadores de las “tallas” y, desde entonces, fueron sentenciadas a yacer sin penas ni glorias, pero tampoco sin un lugarcito en la historia registrada.

En tal sintonía, el enfoque científico impone revisitar la génesis: los efectos de la trilogía sexismo-racismo-clasismo revelan cómo también en Cuba su nociva cosecha pautó normativas excluyentes en alianza con el regionalismo y la marginación por credos religiosos. Pero en esta enrevesada y sistémica dinámica (que se me antoja denominar el discrimen organizado), actuó otro agente devaluador no siempre aceptado por algunos: el adultocentrismo.

Al mapear el segregacionismo del ayer, se comprende que el producto historiográfico hasta ahora consumido es una historia virilizada: abordada desde la perspectiva de los Hombres, redactada por los Hombres y tratada para satisfacer intereses de ellos. Simultáneamente, en virtud de los códigos racistas imperantes, percibimos que es también Historia de Hombres-Blancos, para Hombres-Blancos y por Hombres-Blancos. Mas, al proseguir escamando el cuerpo histórico, aflora otra cicatriz: en su inmensa mayoría, lo historiado no recrea a la totalidad de la masa masculina “caucásica”, sino que privilegia y prioriza a los “curtidos”. En suma: lo comúnmente difundido en textos, conferencias y lecciones como Historia General, no es más que una Historia de Hombres-Blancos-Adultos.

Como “curiosa” acotación, puede apreciarse en ciertas biografías un salto entre la fecha de nacimiento del (o de la) reseñado (a) y el recuento del quehacer adulto o anciano del sujeto. ¿Es que, acaso, esa figura no tuvo juventud?

Desde la cromática androcéntrica, blanca y adultocéntrica, las mujeres fueron “grandes”, pero no siempre grandes personalidades, sino grandes ausentes. Las visibles, en su inmensa mayoría adultas, deben su presencia al parentesco con varones relevantes: las “madres de”, “hijas de”, “hermanas de”, “esposas de”. Sin embargo, el estudio de sus vidas y obras confirma su contribución social y madurez de pensamiento: cualidades personales que demuestran que su valía no radica únicamente en su vínculo relacional familiar con los “grandes caballeros”. El ejemplo de Mariana Grajales es ilustrador: la enaltecida Madre de los Maceo tributó mucho a la nación, pero suele encasillarse por la fértil y valerosa camada de hombres que entregó a la independencia. La perspectiva patriarcal idealiza la maternidad minimizando otras virtudes de estas dignas matronas, en virtud de sobredimensionar la estereotipada imagen de la mater familia. Insensato resulta negar la fuerza de la nobilísima función materna, pero, además de progenitoras, no pocas ofrecieron importantes y hasta decisivos aportes patrióticos, económicos y culturales.

Al abordar las guerras independentistas (tema recurrente en las lecciones de Historia desde el nivel primario) se afinca este criterio, toda vez que el más alto rango de reconocimiento a una mambisa fue su espartana entrega de hijos a la Patria. Sin embargo, además de lo ya acotado, ¿no merecen también reconocerse a quienes la naturaleza les impidió procrear?

El reducido colectivo de grandes personalidades femeninas en ocasiones se diluye por su intermitente presencia en los relatos que no las demeritan por exclusión total, aunque sí disminuyen su protagonismo en las operaciones medulares o las actividades trascendentes. Son simbolizadas como el sostén emocional del héroe, la auxiliar del combatiente, la fiel compañera que aguarda. Los jóvenes de hoy, eufemísticamente, dicen “conocer” a estas figuras (aunque su listado no rebasa las cinco o seis, de esto tenemos muchas pruebas) y, más allá de sus nombres –generalmente incompletos o errados–, pocos logran fundamentar su relevancia, desconocimiento que creen salvar al enfatizar: fueron mambisas. Similar anemia informativa padecen las destacadas en la esfera cultural (la Tula o Luisa Pérez de Zambrana salvan el total silencio). Improbable es escucharlos referirse al accionar obrero juvenil fuera de la Huelga de los Aprendices.

Muchos se asombran al “descubrir” que una avanzada joven femenina enfrentó los prejuicios y, a partir de 1880, llegó al recinto universitario para defender su derecho al estudio; muchachas que no solo se graduaron con calificaciones brillantes sino que, además, se doctoraron en diferentes disciplinas. Resulta excepcional hallar un estudiante de Artes Plásticas que sepa que la Academia San Alejandro (fundada en 1818) solo accedió a abrir sus puertas al alumnado femenino en 1879 y que, en su primer curso, las criollitas representaron más del 52 por ciento de la matrícula total. Desconocen, además, que no pocas fueron galardonadas en exposiciones internacionales y otras, tras graduarse, engrosaron el selecto claustro de tan prestigioso centro.

Algunas integrantes del privilegiado elenco de las destacadas tienen “puesto fijo” en las jornadas y efemérides. Pero, ¿este espacio, anualmente asegurado, es un garante de su empatía con la juventud que participa o contempla estas acciones? Acá también ellas/ellos suelen escuchar o leer mensajes con rutinaria letanía y parlamentos idénticamente expresados en eventos anteriores. La Historia es la misma, las biografías también. Pero es aquí donde percibimos que la inercia, acomodamiento e insensibilidad de sus promotores –preocupados más por cumplir con lo establecido, que establecer un cumplido–, asfixian el encanto de un instante que debe ser atractivo y estimulador para acercarlos –y, por qué no, aprender– algo más sobre nuestra Historia.

Sin abusar del límite concedido, la autora de estas líneas desea mostrar a vuelo de criollo sinsonte, pero con vista de águila, un grupo de muchachas del siglo XIX, jóvenes “desaparecidas” no por el sadismo político de un tirano, sino por efecto de otro dictador de largo apellido: sexismo-clasismo-racismo-regionalismo-adultocentrismo que aún las olvida:

– Ana Josefa de Agüero. Camagüeyana, fundadora del primer grupo femenino de acción concertada con carácter político en nuestra Historia durante el levantamiento armado liderado por su esposo, Joaquín de Agüero, en julio de 1851. Abortado el intento y fusilado el esposo, debe abandonar el país; en el exilio cría a sus hijos y prosigue el activismo patriótico hasta su temprana muerte. Ciertos autores la inculpan por el fatal desenlace del suceso, bajo el infundio de que confesó la acción que se fraguaba al cura de la zona, y este lo delató a las autoridades. Cien años después se esclareció la verdad y la memoria de esta joven patriota fue reivindicada; sin embargo, aún es virtualmente ignorada en la Historia.

– Catalina Berroa Ojea (1849-1911). Mestiza trinitaria, desde jovencita dominaba ocho instrumentos. Concertista, arreglista, compositora y pedagoga, creadora del primer trío de cámara fundado en Cuba por una mujer, promotora cultual que estimuló en su terruño el amor a la pianística. Es únicamente mencionada como parte de la biografía de su sobrino, Lico Jiménez, pues resulta imposible obviar su impacto en la formación de ese violinista.

– Zoila Rosa del Pino Sandrino (1874-1940. Pinareña que, desde los 10 años, fue admirada por afamados violinistas de Estados Unidos y Francia, temprana maestría que, desde adolescente, le permitió realizar giras por las principales ciudades europeas, donde fue aclamada por sus excepcionales cualidades como ejecutante.

– Cecilia Porras Pita (1830-1899). Cardenense que, con solo 19 años, desafía la represión colonial durante el desembarco de Narciso López en su ciudad natal, y redacta y divulga un poema dedicado a la bandera cubana, el primero de su tipo nacido por la inspiración femenina.

– Luisa Martínez Casado (1860-1925). Actriz cienfueguera que debuta a los 8 años. A los 15, perfecciona las artes dramáticas en Madrid y es aclamada en los principales escenarios españoles. En giras por Sudamérica es considerada émula de Sara Bernhardt. A la edad de 25 años la crítica especializada la reconoce como una de las mejores actrices de Hispanoamérica. Creó su propia compañía y estimuló la formación actoral de jóvenes talentos cubanos.

– Edelmira Guerra Valladares (1868-1908). Matancera, a los 14 años contrae matrimonio y se radica en Cienfuegos. Desde los 27 años (ya madre de seis hijos) deviene una de las principales animadoras del activismo patriótico en la región. Funda y preside una importante célula clandestina mixta y se convierte en agente de Máximo Gómez. A los 29 redacta un Programa Revolucionario a presentarse al gobierno de la futura república, considerado la primera petición pública del siglo XIX del voto femenino, el derecho al trabajo para la mujer y al divorcio, además de otras demandas de fuerte impacto social, como la supresión de la corrupción administrativa y la compra de títulos universitarios.

– María Luisa Dolz Arango (1854-1934). Una de nuestras primeras bachilleras y universitarias. Obtuvo, además, el doctorado en Ciencias Naturales. Renovadora de la pedagogía femenina, introdujo la instrucción científica, práctica, cultural y ejercicios físicos. Pese a su juventud, el gobierno colonial la autoriza a impartir bachillerato para el estudiantado femenino en el colegio de su propiedad. Prudente feminista, enarboló la bandera de la instrucción como pilar de la emancipación de sus congéneres. Sus discursos pedagógicos dirigidos a la juventud fueron la herramienta ideológica más relevante de esos años para la lucha de las cubanas contra el oscurantismo y la discriminación.

Al inventariar figuras queridas de nuestra juventud es imposible omitir a Panchito Gómez Toro, joven noble e inteligente, hijo amoroso que se inmoló junto a su jefe y héroe: Antonio Maceo. Sus escritos, contenidos en cartas a familiares –que ni se reseñan en los textos–, son un valioso legado sobre el pensamiento de los jóvenes cubanos criados en el exilio, pero que no por distantes de su suelo dejaron de amar a Cuba, al punto de perder la vida por su independencia. Pero, junto a Panchito, descollaba modesta Clemencita, su sacrificada hermana, que apenas ha recibido reconocimiento historiográfico, aunque Martí halagó sus bondades y prematura madurez. Patriota por conciencia, quiso unirse a las huestes mambisas, pero debido a su frágil salud, lo compensa creando en Santo Domingo clubes patrióticos de muchachas cubanas y quisqueyanas. Fue la hija que acompañó y consoló a la estoica Bernarda en los largos años de miseria y soledad en la emigración; fue la confidente de su padre, la “madrecita-maestra” de sus hermanos, el soporte emocional de todos tras la muerte inesperada y cruel de Panchito. ¡Qué poco sabemos de ella! ¡Cuántas fueron como ella!

Cada 27 de noviembre deviene día luctuoso para la juventud cubana. En toda la geografía nacional se evoca el crimen cometido en 1871. Anualmente, una ola de estudiantes llega hasta una pieza pétrea, único testigo físico del alevoso acto contra los inocentes asesinados y es esta una marcha que no transpira condolencia, sino honra y compromiso por su huella, que une y reúne. Y al admirar la continuidad de este duelo colectivo, acuden a nuestra mente los muchos horrores cometidos contra tantos jóvenes de nuestro pasado, igualmente inocentes, a los que ahora honramos. Y pienso en las hermanas Meriño, que no eran habaneras como los estudiantes de Medicina, sino hijas del gallardo Bayazo y que fueron vilmente asesinadas en el verano de 1869.

Rosa, Teresa, Josefa, Caridad y María –de 15, 17, 19, 20 y 22 años de edad, respectivamente– huyeron de la ciudad incendiada junto a su padre, pero su refugio en el monte fue pronto detectado por el enemigo. El grupo armado, encabezado por Blas Díaz de Villate, conde de Valmaseda, reparó en la hermosura de estas beldades criollas. Personalmente toma a Rosita como botín de guerra y viola a la virgen adolescente en presencia del atormentado padre –atado y amordazado para que contemplara la “hazaña”. Sus hermanas son sometidas a igual tormento por el resto de la tropa. Terminado el lujurioso acto, las balean junto al anciano, dejando insepultos sus cadáveres como pasto de las auras. Horripilante suceso que no fue ni el primero ni el último en aquella desgarradora década.

Rememorando estas páginas, su inconcebible silenciamiento en la historiografía nos compele a preguntar: ¿por qué estas cubanitas no merecen, al menos, un instante de recordación en el directorio de “fechas históricas”? ¿Cómo pasar de largo frente a hechos de tan sensible impacto –incluso para nuestra sensible juventud del presente–, mientras hoy organizamos y alentamos campañas nacionales e internacionales contra la violencia hacia las mujeres y las niñas? Las cubanas del pasado no solo pueden ilustrar lo sufrido por las mujeres de antaño: son una muestra de lo que en estos momentos siguen padeciendo muchas mujeres en muchas partes del mundo, por defender su patria. Víctimas torturadas, desaparecidas, a quienes, además de arrebatarles la vida, se les mancilla el cuerpo arrancándoles hasta su virginidad. ¿Si repudiamos un crimen, por qué no repudiar los demás? ¿Prevalece acaso la selectividad machista o el “actualismo”? ¿Es la indigencia en el conocimiento histórico lo que priva a las Meriño y otras muchas de ser recordadas?

Y ¿“cómo quedo yo?, cuando al exigirle a la juventud de hoy que cumpla sus deberes con la Historia, contempla nuestra culposa indiferencia o tibia exigencia para rescatar, honrar y divulgar este pasado honroso.

Tal vez el decir tierno, pero firme, y la inteligencia osada de la juventud puedan descifrar qué razón justifica que, a la altura de 50 años de búsquedas y hallazgos, de libros terminados, de resultados avalados por consejos científicos y editoriales, algunos encubiertos enemigos de la Historia mantengan esta memoria indefinidamente inédita. ¿Es que nuestros jóvenes de hoy y ahora no merecen disfrutar el orgullo de saber que en el pasado –en su pasado nacional– hubo seres tan maravillosos y jóvenes como ellos? El gancho de temas on line monopolizado por creídos zares y zarinas de los medios, del mundo editorial, bloquea la promoción de esta Historia, despectivamente tenida como engrudo obsoleto que no tributa herramientas de solución a los problemas priorizados por las urgencias existenciales del día a día. Mas, no es embarazoso descubrir que el mercado es su divisa (hasta en la más amplia extensión de este vocablo).

Yo acuso… pero ¿a quién?

Es usual escuchar la controversia sobre en quién recae la responsabilidad en la instrucción de niños y jóvenes. El binomio familia-escuela es habitualmente colocado en los extremos polares del litigio –a veces ribeteado con disputas–, sin restarle importancia al rol de los medios y al de la sociedad toda.

La longeva cláusula de que “la educación empieza en la cuna” acuña en la familia la más determinante porción en esta encomienda social por ser gestores y guías de la nueva generación. En medio de un riesgoso envejecimiento poblacional y una baja natalidad, azuzada por una creciente divorcialidad –que multiplica los núcleos monoparentales–, el sujeto joven deviene pieza cada vez más focalizada en las estrategias globales del país, dilema que no por ser un drama universal aminora nuestras inquietudes. Sobre sus hombros jóvenes recaerá la carga de una sociedad en la cual las desgastadas energías de los más maduritos aportarán cada vez menos a la comunidad, mientras que la empequeñecida masa infantil –sustituta cronológicamente inmediata, pero improductiva aún– engrosará el ejército de los solo-consumidores.

Gestar hijos es el garante genético de la no extinción de la especie, pero el impetuoso progreso del presente-futuro obliga a dotarlos de saberes e insumos éticos que los erijan en seres aptos para enfrentar la retadora tecnología que exacerba la competitividad en el mercado laboral. La “célula social básica” –en Cuba profusamente liderada por la jefatura femenina- también instruye con los conocimientos adquiridos por los mayores y, principalmente, con su ejemplo. No es inútil recordar que, a inicios del siglo XIX, el eminente Félix Varela extrajo de sus sabias reflexiones que “la madre es el primer maestro del hombre”. El suministro cognitivo-volitivo-afectivo de toda la familia fortifica a sus integrantes más jóvenes. Esa es su función.

En la esfera extradoméstica, es menester recordar que las finanzas estatales destinan importantes rubros a la instrucción y, una parte de ellas, claro está, se dedica al pago salarial del personal docente, lo que reafirma que maestros y profesores no ejercen su labor de manera voluntaria, sino retribuida. En Cuba, recibir instrucción es un derecho gratuitamente concedido, pero impartirla es una acción oficialmente sufragada mediante ingresos pecuniarios. En consecuencia, como cualquier trabajador, la masa magisterial justifica lo que monetariamente recibe cumpliendo con los deberes que exige su profesión. La porción de los maestros, en la vida social, es instruir.

Explosiones de matrícula, el retiro de docentes (sin un reemplazo inmediato), el ensanchamiento de las alternativas de superación y “otras hierbas” hacen que en los centros escolares aflore un doble descenso: cualitativo y cuantitativo en términos de enseñanza y de aprendizaje. “En casa” debe reforzarse lo aprendido en la escuela. Pero el hogar no sustituye la escuela. Y este desajustado desequilibrio, a costa del sacrificio económico familiar, a veces se “atenúa” con repasadores. Brotan conflictos y el trauma familiar estalla hasta hornear críticas de todo tipo hacia el sistema educacional. Se recurre al estudio trasnochado, al compañerito que ayuda, pero…germinan los suspensos o se logra el 70 con “conocimientos” que se esfuman tras “declamarlos” en la prueba. ¿Y la Historia, qué base juega en este partido?

Algunos padres asumen y les dedican tiempo a los trabajos de Historia para aligerarles a sus hijos la carga de otras asignaturas más complejas. Emergente alternativa de solución que, a la larga, daña más que beneficia porque se subestiman sus contenidos. El estrés invade los hogares ante el anuncio oficial de que la Historia integra las asignaturas determinantes para ascender al nivel inmediato superior o para la obtención de una carrera.

La Historia no es el ombligo del mundo escolar ni el oxígeno para la existencia social. Pero es impostergable eliminarle los calificativos de aburrida, memorística, mal dada, no motiva a estudiarla, abarrotada de cronologías innecesarias e interminables… hasta el más álgido juicio emitido por algunos jóvenes con el “no me sirve para nada”.

Familia, sistema educacional, medios, organizaciones políticas y de masas, barrios… todos tienen su ración en el amor o desamor sentido hacia la Historia. Mas, los jóvenes no están exentos de responsabilidades en esta encrucijada. Todo no puede ceñirse a las “motivaciones” o sus carencias en clases o actividades conmemorativas.

Por su parte, hasta nuestros guionistas pierden preciosos argumentos para sus tramas al desconocer la Historia o no acercarse más a los historiadores. Clandestinos, filme cubano entrañable que impactó por su realismo, logró captar un instante crucial de jóvenes luchadores contra la tiranía batistiana. Su encanto se perfila en que los mostró alegres, amantes de la moda, la vida, el baile, el amor y, al mismo tiempo, dejó ver honradamente sus miedos, vacilaciones y errores. No los dibujó desde el perfeccionismo sublimado e inalcanzable por otros, sino que nos dejó el sabor de su lección: la Historia está hecha por seres de carne y hueso. Ahí radica su grandeza: que por ser iguales a cualquiera de los demás mortales, su crecimiento moral y humano en circunstancias decisivas los hace vencer hasta sus limitaciones y convertirse –sin intentarlo– en héroes o heroínas.

A la juventud le sobra fuerzas y deseos para degustar la Historia, debe soltarse de los andadores que algunos adultos sobreprotectores les colocan y alcanzar su independencia en pensamiento y sentimientos. No incitamos la insurrección del joven contra lo no joven; la imaginaria rivalidad entre generaciones como púgiles es alimentar al enemigo de la belleza, es negar la esencia misma de la vida en su dialéctica porque lo malo (que no es siempre sinónimo de viejo) debe ser reemplazado por lo bueno (que no necesariamente siempre es lo joven). Es batallar contra los “ismos” fraccionadores y devaluadores con la sabiduría de desarraigar infamias, no enquistarlas con guerras intestinas.

Animar el respeto a quienes nos antecedieron es visualizarlos desde sus humanas virtudes y sus humanos defectos, pero verlos desde una dimensión realista porque Historia no es solo aprender. Es también placer.

Los sueños, acciones y proyectos de vida de nuestros antepasados son diferentes a los de la juventud actual, pero es edificante saber cómo enfrentaron los desafíos de su tiempo, las alternativas usadas para expresarse (rico discurso poético y musical, que apenas conocemos), las leyes y medidas humanas y divinas que los regían, las materias que estudiaban, los “se puede” y “no se puede” de entonces. Las guerras, barbarie tristemente necesaria, es un jalón amargo pero imprescindible de conocer; sin embargo, conjuntamente, debemos adentrarnos en el quehacer socio-cultural de antaño, ir a las raíces y orígenes de sus diversiones y gustos, y no olvidar los dramas existenciales que pesaban sobre la juventud: el desprecio a los guajiritos y prejuicios a los pobres; el sufrimiento de las negritas y mulatitas marginadas por raza, género y edad; las lesiones morales de las jovencitas (casi niñas) prostituidas por el hambre y la ignorancia. Jóvenes, de ambos sexos, tempranamente depauperados y prematuramente muertos por enfermedades curables, debido a la sobreexplotación del trabajo y los abusos.

Es la juventud la que debe, en primera instancia, buscar su historia y no solo reclamársela a otros –amén de los deberes de cada cual. Investigar, leer, preguntar, debatir, polemizar, dudar hacen la máxima moral para que, al cabo, cuando pregunte: ¿dónde está mi pasado?, la propia juventud se responda: En nosotros mismos.

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