La participación ciudadana en el Estado cubano
El sistema institucional cubano se ha sostenido por la calidad de la ciudadanía que interviene en él, pese a las contradicciones y desestímulos que presenta.
Desde 1959, el proceso revolucionario cubano destruyó el antiguo aparato estatal burgués y colocó la democracia sobre la base de la justicia social, la politización de lo social y la independencia nacional.
La legitimidad del nuevo Estado radicó en tres fuentes: a) la convocatoria a la participación popular, b) la garantía estatal de la justicia social y c) la defensa de la soberanía nacional.
La beligerancia de las administraciones estadounidenses contra el proceso nacido de 1959 resultó decisiva en la configuración del perfil estatal. Se consideró la lógica de la defensa como clave de la supervivencia política, y el Estado devino el único actor con poder real dentro de la construcción política. Ello condicionó el desarrollo de las dinámicas de participación, que fueron favorecidas, aunque con un sesgo dirigista.
Entre tanto, los sucesivos diseños institucionales establecidos para viabilizar la participación se han sometido a crítica continuada. La Constitución de 1976 y su reforma de 1992 son dos de los corolarios más significativos habidos de dicha crítica.
La Constitución de 1976 encaminó el proceso revolucionario hacia un Estado de Derecho socialista e hizo visible que la concentración y la centralización de poderes son incompatibles con el desarrollo de la participación ciudadana.
El texto regularizó los procedimientos para la toma de decisiones estatales, habilitó nuevas formas de participación, consagró el catálogo de derechos fundamentales y descentralizó el poder estatal con la creación del Sistema de Órganos del Poder Popular. Al unísono, reguló una dinámica entre centralización y descentralización que retuvo grandes poderes en el nivel superior.
Hacia mediados de los 1980, el modelo mostró signos de crisis. Las críticas vertidas sobre él, en el contexto de la crisis económica y política generada por la desaparición de la URSS, produjeron la necesidad de reformar la Constitución (1992).
La reforma introdujo modificaciones sustanciales en la base ideológica y en el diseño institucional: a) amplió la base social del Partido Comunista de Cuba y del Estado: constitucionalizó el papel dirigente del primero respecto al segundo y estableció diferencias entre ambos; b) habilitó una mayor desconcentración y descentralización de poder estatal, tras intervenir en tres campos: modificar el sistema institucional para delimitar Estado, gobierno y administración de justicia y otorgar mayores poderes a las bases ciudadanas y a los gobiernos locales; limitar la propiedad estatal a los medios fundamentales de producción y abrir paso al trabajo por cuenta propia, a la inversión extranjera y a la descentralización fiscal; y, c) convirtió al Estado, potencialmente, en un instrumento para prohibir la concentración de la propiedad y redistribuir la riqueza.
En su devenir, el curso descentralizador sostuvo limitaciones en esferas como la economía, la política y la ideología. En lo económico, se retuvieron capacidades decisivas de dirección en el nivel central del Estado, que recortaron, por ejemplo, el espacio de desarrollo empresarial.
En lo político, no se consideró la descentralización y la desconcentración como un principio general de ejercicio del poder: no se autorizaron la existencia de diversos poderes públicos, la autonomía de las unidades subnacionales ni la extensión de formas diversificadas de propiedad personal, comunitaria, social, cooperativa y pública, al tiempo que no se presentaron alternativas al régimen del trabajo asalariado ni se introdujeron mecanismos de planificación democrática.
En lo ideológico, se conservó, matizada, la presencia de una ideología oficial, que condiciona el funcionamiento plenamente «institucional» del Estado y limita la expansión de la participación en la clave del pluralismo político.
Empero, la reforma habilitó un curso de transformaciones paradigmáticas. Hoy sus potencialidades son aún muy superiores a las dinámicas de funcionamiento del sistema político, pues concede, pongo por caso, un número amplio de prerrogativas a los órganos representativos, no ejercidas o practicadas de modo limitado por estos.
El hecho es particularmente relevante, pues el proyecto de cambios que encara el sistema político cubano a partir de 2009 —llamado oficialmente «actualización del modelo económico»— modificará de modo sustantivo las bases de lo que se ha entendido como «el papel del Estado en el socialismo» —lo que equivale en efecto a un cambio de paradigma en el proceso— y debe regirse por la regulación constitucional.
En lo adelante, el objetivo de esta síntesis se concentra en el análisis de un tema que, según entiendo, será clave para configurar el rumbo del actual proceso de cambios: la participación popular. En tal horizonte, analizo solo una de sus dimensiones: el diseño institucional de la participación ciudadana en la toma de decisiones estatales, sea de modo directo o indirecto. Me refiero a los que son atribuidos por la Constitución en tanto derechos a los ciudadanos, como instrumentos para participar en el Estado.
La participación directa de la ciudadanía en el Estado
El ordenamiento constitucional consagra diversas formas de participación directa de la ciudadanía en el ejercicio de poder: la participación en elecciones periódicas y referendos populares (art. 131) y en la iniciativa legislativa (art. 88). A la par, aquí considero otro canal de participación directa: el ejercicio de derechos.
Las elecciones garantizan un acceso regularizado, con transparencia, celeridad y probidad a la integración del Estado. Sus resultados se entienden como indicadores del consenso político en torno al proceso revolucionario. El sistema electoral, sin embargo, no define en específico los programas de gobierno.
Por su parte, el referendo popular y la iniciativa legislativa (la promovida por un número de ciudadanos) no se han empleado desde 1976 como mecanismos de participación directa.
Actualmente, solo la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP) puede activar referendos legislativos o ejecutivos y, también, es la única que puede promover el referendo constitucional.
Cuando se emplean, los referendos (legislativos y ejecutivos) son instrumentos de participación directa: permiten a la ciudadanía decidir sobre la creación, modificación o derogación de actos normativos, o tomar decisiones de gobierno. Es preciso estimular su uso en la práctica cubana a través de un marco político que los promueva, y simplificar los requisitos necesarios para desarrollarlos.
Si la ciudadanía debe ser la primera en poder reformar la Constitución, en ejercicio del principio de soberanía popular, sería necesario incrementar —complejizar— los requisitos que permitan a la ANPP reformar por sí misma la Constitución, así como ampliar los sujetos legitimados para iniciar el referendo, dando prioridad a una cifra cualificada de ciudadanos.
Ahora, el ejercicio de derechos individuales debe ser entendido como recurso ciudadano de participación en la formación (y en el control) de la voluntad estatal, para lo cual deben confluir su reconocimiento constitucional, las políticas sociales que los aseguran, y un sistema ampliado de garantías jurídicas.
La reforma de 1992 mantuvo el amplio catálogo de derechos consagrado en 1976, pero reeditó problemas presentes desde entonces: la limitada posibilidad de hacer justiciable la actuación estatal y las carencias del régimen de las garantías jurídicas de los derechos y del control sobre la constitucionalidad.
Respecto al momento de su promulgación, el ordenamiento jurídico reguló un repertorio nutrido de derechos, cuyo ejercicio se ha asegurado por las políticas sociales, si bien la regulación muestra desbalance entre la declaración de derechos sociales e individuales, a favor de los primeros.
Sin embargo, a la luz de los avances del Nuevo Constitucionalismo Latinoamericano (NCL) —se conoce por tal el conformado por los cuerpos constitucionales de Venezuela (1999), Ecuador (2008) y Bolivia (2009)— es necesaria la actualización tanto del inventario de derechos fundamentales como del sistema de garantías habilitado para su protección.
Ciertamente, el ordenamiento legal cubano permitiría la creación de un nuevo órgano especializado, o de una jurisdicción específica, para la defensa de derechos, que invoque en todo caso la supremacía de la Constitución ante lesiones de derechos o ante contradicciones legales.
Simultáneamente, es cardinal habilitar mecanismos como el control constitucional, que garanticen la seguridad jurídica en el mantenimiento de los derechos y de las reglas de ejercicio del poder establecidas por la ley de leyes. El control constitucional demanda, por lo mismo, convertirse en mecanismo efectivo de disputa por la supremacía constitucional, tanto como de participación ciudadana, que democratice —ampliándolo— al sujeto, con legitimidad para activar dicho control —hoy esa facultad le corresponde en exclusiva a la ANPP.
La participación indirecta de la ciudadanía en el Estado: el Poder Popular
El diseño de la democracia cubana se construyó institucionalmente a partir de 1976 sobre la base de la complementación de mecanismos de participación directa e indirecta. En ese horizonte, la Constitución considera los procesos de representación política como participación política indirecta.
Como hemos visto antes, algunos de los mecanismos constitucionales de participación directa (participación en referendos populares y en la iniciativa legislativa promovida por un número de ciudadanos) no se han desarrollado.
Por tanto, la representación política resulta el mecanismo institucional más empleado para la participación en la toma de decisiones estatales. Las prácticas representativas han devenido entonces preeminentes sobre las participativas directas, en contradicción con los objetivos declarados por el modelo.
Ha sido habitual presentar como mecanismo de participación directa, lo que es, en rigor, un instrumento de «participación consultiva indirecta»: la consulta popular. A través de ella, la ciudadanía cuenta con otros medios para agregar demandas y formular propuestas al sistema político —como también sucede con la participación en las organizaciones sociales y de masas—. No obstante, precisamente por ser consultiva e indirecta, la participación así estructurada deviene desigual en las fases del proceso de toma de decisiones: muy alta en el momento de la propuesta y muy baja en las fases de toma de decisión, control, evaluación y revocación de los decisores.
En específico, la Constitución canaliza la participación indirecta a través del Sistema de Órganos del Poder Popular.
El proceso de nominación de candidatos es el eslabón encargado de asegurar el derecho de todos los ciudadanos a intervenir en la dirección del Estado (art.131). En el nivel de base —la circunscripción de un municipio— es capaz de hacerlo, pero esta potencialidad se emplea con baja intensidad por la ciudadanía, debido a la presencia de elementos que, en paralelo, desestimulan la participación, causados por el tipo de atribuciones que posee el delegado y por los problemas que enfrenta para ejercerlas.
En los niveles medio y superior del sistema—provincias y nación—, la función de proponer candidatos la desempeñan las Comisiones de Candidatura, que garantizan amplio acceso al aparato estatal, pero no la posibilidad de acceso universal a los ciudadanos, lo que da lugar a distorsiones: la subrepresentación o no representación de grupos sociales con voluntades políticas auto identificadas.
El tema del acceso universal al Estado tiene amplias proyecciones. Aquí comento, muy someramente, algunas: la posibilidad de ingreso a la toma de decisiones estatales de corrientes de opinión que, respetando el ordenamiento legal, sean diferentes a las estatales/gubernamentales; la elegibilidad, o designación, de cargos públicos; la subrepresentación de grupos sociales desfavorecidos; y, las potencialidades y límites de la base ideológica y territorial de la representación, actualmente vigente, para dar cuenta del objetivo de permitir entrada universal al Estado.
El problema del acceso universal al Estado no se limita al conflicto de la oposición financiada por los Estados Unidos. El debate entre sectores revolucionarios, llamados de modo permanente a consulta por la dirección política del país, se considera como una fortaleza del sistema político y siempre ha contado con diversas y encontradas posiciones. Sin embargo, ellas no encuentran representación eficiente en la deliberación de los órganos asamblearios, ni se canalizan en la proposición de alternativas materiales a ser consideradas en la toma de decisiones estatales.
Como el diseño institucional inhabilita, legal y legítimamente, a quien a través del financiamiento y apoyo de organismos estatales extranjeros pretenda acceder al sistema institucional, el problema aquí señalado es otro: el de la representación oficial de todo el espectro político cubano que acepte, aun críticamente, el orden legal establecido.
Por otra parte, los cargos puestos a elección no abarcan toda la estructura funcionarial del poder estatal —comprende los puestos de delegados y diputados, pero no el conjunto de los cargos que son estatales y desempeñan funciones públicas— que son «nombrados» o «designados».
Esta práctica reduce la posibilidad constitucional de acceso universal a todos los cargos estatales (art. 43). Además, fomenta como prioridad el deber de los decisores de rendir cuentas ante la instancia que los nombra o los sustituye, sin quedar obligados del mismo modo a rendirlas ante una comunidad ciudadana de base (un territorio o un colectivo laboral, según el ámbito de la decisión), pues no son revocables por esta.
El Estado cubano ha mantenido históricamente políticas de promoción de grupos desfavorecidos a través de diferentes mecanismos y actores. Ahora bien, existen indicadores de que las políticas destinadas a ciertos grupos sociales se han expresado más en los niveles medio y superior que en los procesos llevados a cabo en las bases, como sucede en el caso de las mujeres, subrepresentadas en los gobiernos locales.
El hecho precisa de la formulación de renovadas políticas públicas de promoción de colectivos desfavorecidos que reivindiquen el principio constitucional de igualdad.
El discurso institucional cubano propone votar por los «mejores y más capaces». La información ofrecida sobre los candidatos para orientar la elección es una breve ficha (una cuartilla) descriptiva de su desempeño en las esferas estudiantil/laboral y política-institucional.
De ella se excluye cualquier opinión, o toma de posición, sobre dimensiones de pigmentación de la piel, edad, estado de la salud, ingresos, ideología, orientación sexual, etc., varias de las cuales condicionan el desempeño social de las personas elegibles y generan diversos comportamientos políticos.
El discurso institucional sostiene que «hablar» sobre estas dimensiones equivale a hacer «campaña electoral»: prohibirlo es una ventaja del sistema porque impide la demagogia. No obstante, la demagogia no sería producida por la existencia en sí de una «campaña electoral» —que debe ser reglamentada como contenido de un mandato, según veremos más adelante— sino por la ausencia de mecanismos eficaces de control sobre lo prometido por el representante.
La base ideológica de la representación —elegir a los mejores y más capaces en las esferas estudiantil/laboral y política-institucional— no aprovecha el valor social y político de las identidades individuales y sociales que componen el espectro heterogéneo de la sociedad cubana, pues el sujeto de la representación que considera el diseño institucional está determinado solo por dos ámbitos de poder: las relaciones establecidas en torno a la autoridad y al trabajo.
Con ello se reducen las oportunidades de representar de algún modo en el Estado tomas de posición que hayan sido elegidas por los electores, o hayan sido encargadas por estos a sus representantes, sobre otros ámbitos —como decía: pigmentación de la piel, edad, estado de la salud, ingresos, ideología, orientación sexual, etc.— también constitutivos de relaciones de poder y que responden a las identidades múltiples de los sujetos.
El criterio territorial como base de la representación —elegir por la circunscripción de un municipio— es eficaz para mantener la cercanía entre el elector y el elegido, y favorecer procesos de rendición de cuenta y revocación, pero su empleo con carácter exclusivo limita la posibilidad de representación de intereses, tanto económicos y productivos como provenientes de demandas políticas de identidad, que tengan escala diferente a la territorial.
Sería útil la complementación con otros principios, en función de pluralizar las vías por las cuales diferentes complejos de intereses puedan encontrar representación institucional en el Estado.
En resumen, las distorsiones antes referidas corresponden a déficits del diseño institucional para cumplir el objetivo de legitimidad asignado por la Constitución a la representación política (art.131): viabilizar el acceso universal al Estado, al tiempo que se convierten en limitaciones para ejercer en plenitud los derechos políticos reconocidos a la ciudadanía (art. 43).
Para su superación, tales insuficiencias deben ser, particularmente, procesadas a través de debate público y confrontación de alternativas.
Pasando a otro eje de análisis, la relación de representación que el texto constitucional regula entre electores y elegidos es calificada de «mandato», en aras de garantizar la participación ciudadana en la toma de decisiones.
Un análisis detallado de las prácticas que se desarrollan sobre esa base legal muestra tres derivaciones: a) la relación establecida, más que de mandato, es de agencia, donde se cede confianza a otro —el representante— para tomar la decisión, b) el encargo entregado por los electores al delegado es una petición de naturaleza administrativa y no política, y c) el delegado recibe un encargo de naturaleza política, en cuanto miembro de una Asamblea Municipal del Poder Popular (AMPP), por parte de los órganos superiores del Estado.
Como resultado de este diseño, los programas de gobierno no son definidos por la relación elector-delegado.
En el ejercicio de la representación, los delegados de base cuentan con un amplio grado de atribuciones. Sin embargo, la confusión entre las responsabilidades de Estado y Gobierno—el delegado es la máxima autoridad estatal en su demarcación y no ejerce gobierno, aunque a la AMPP, integrada por los mismos delegados, se le conceden legalmente las atribuciones de Estado y Gobierno— y la escasa capacidad de los delegados para decidir sobre recursos locales, entre otros factores, los limitan para ejercer el pleno de sus atribuciones.
El control de los representantes a través de la rendición de cuentas y la revocación entraña otro procedimiento en manos de la ciudadanía para intervenir en la dirección del Estado. Su establecimiento excluye la presencia de la representación libre (en la que el representante obra por sí mismo y toma decisiones no vinculadas a mandatos de los electores).
Su funcionamiento en la práctica indica una reducción del contenido de la rendición de cuenta —asociada a un tipo de encargo administrativo y a las limitaciones de los delegados para el desempeño de sus funciones— y pérdida del sentido de la revocación como mecanismo de control popular sobre la actividad de gobierno —normalmente se prefiere aceptar la renuncia o no reelegir antes que encarar la revocación como remate de una evaluación negativa del desempeño del representante.
El diseño del proceso representativo ampara la participación ciudadana, al suponer una representación vinculada. El agente —el delegado o diputado— está sometido al asentimiento de los electores sobre la gestión que desarrolla interpretando los intereses de estos.
Sin embargo, la relación de agencia es menos óptima que la del mandato para cumplir el objetivo de promover la participación: el mandato es generado por la participación en la elaboración de la decisión, mientras que la agencia es generada por la cesión de confianza en alguien que ha de elaborar la decisión.
De hecho, el diseño estimula la realización de las asambleas de rendición de cuentas como espacio de agregación de demandas/peticiones y de educación política de la ciudadanía, pero las desaprovecha como cauces de participación activa en la elaboración de las políticas estatales y de control sobre la actividad general de gobierno.
Como no existe un encargo de naturaleza política —sino administrativa— como contenido del mandato, los programas de gobierno local, provincial y nacional no resultan definidos a través del proceso electoral que otorga el mandato al delegado. Por ello, el delegado resulta un agente del Estado para conformar el orden político de la comunidad, en cuyo beneficio debe actuar.
En el futuro, debería rediseñarse la regulación sobre el mandato para hacerlo capaz de agregar demandas sobre problemas puntuales del funcionamiento de los órganos administrativos de la localidad —como se hace hoy—, pero también para encargar políticas elaboradas desde la base que obliguen a los delegados a defender su sentido en los niveles superiores del sistema de representación y empoderar al ciudadano en cuanto principal o mandatario en esa relación.
Entre paréntesis, conceder autonomía a las provincias y municipios debe potenciar el ejercicio de todas las atribuciones hoy otorgadas al delegado, y su ampliación.
Para terminar con este punto, considero imperativo extender el campo global de la rendición de cuentas: responder por todas las decisiones estatales tomadas en cada escala del aparato estatal, y por todos los órganos estatales, todo ello ante el elector o la comunidad ciudadana de base como mandante.
En conclusión
Para un mayor desarrollo democrático, el Estado cubano necesita convertirse en un actor de importancia decisiva, más no el único, en la construcción política. Es preciso construir poder desde lugares diferentes —Estado, esfera pública, grupos sociales, organizaciones de masas, agrupaciones ciudadanas—, en un espacio político regido por los principios de autonomía y cooperación, con la participación directa de las bases en la elaboración, ejecución y control de la política estatal hacia este horizonte: la construcción colectiva del orden.
En la actualidad se llevan a cabo cambios acelerados en Cuba. Los procesos de descentralización ocupan un lugar destacado en las remodelaciones. Hasta el momento, ellos se han pronunciado básicamente sobre el campo económico, pero las tranformaciones modificarán las bases políticas de lo que ha sido el Estado cubano y traerán consecuencias profundas.
Señalo solo dos ejemplos de nuevos retos: la complejidad de una relación Estado-ciudadanía basada primordialmente sobre la disciplina del pago de impuestos, con las consecuencias y obligaciones que esto genera para ambas partes; y, el crecimiento de la franja de población en «estado de riesgo» —pobreza—, que no podrá ser absorbida por la nueva economía, con los problemas que plantea a la legitimidad del consenso.
Finalmente, la posibilidad de incrementar la participación de la ciudadanía en el sistema estatal cubano enfrenta numerosos obstáculos, provenientes de su ambiente, pero también del propio perfil del modelo. El sistema institucional se ha sostenido por la calidad de la ciudadanía que interviene en él, pese a las contradicciones y desestímulos que presenta.
Las bases de ese sostenimiento experimentan grandes desgastes, pues el sistema institucional limita el contenido de las atribuciones de los delegados, no ejerce todas sus prerrogativas y opera en un contexto que reduce la posibilidad de desempeñar las funciones que establece. Por tanto, reclama la reelaboración del modelo mismo de participación ciudadana en el Estado.
Las soluciones a los problemas antes considerados se encuentran en varios órdenes: ejercer prerrogativas ya consagradas, transformar el sentido de las regulaciones vigentes que otorgan prevalencia a la soberanía estatal sobre la soberanía popular y habilitar nuevos mecanismos de participación que empoderen a la ciudadanía a través de la participación directa y del control de la representación. Si la concentración y la centralización de poder son incompatibles con la promoción de la participación, deben orientarse entonces hacia la socialización del poder y la soberanía ciudadana.
La fortaleza principal con que cuenta el sistema institucional para enfrentar su renovación es la ciudadanía formada en cinco décadas de políticas revolucionarias de inclusión social y educación universal. El contexto actual, que sitúa el «fortalecimiento de la institucionalidad» como prioridad, es un cauce provechoso para encararlo.
Existen en América Latina experiencias que pueden servir de referentes a la reformulación del modelo cubano de participación/representación política, específicamente en el NCL. El diálogo con este cuerpo constitucional puede contribuir a la «actualización» del sistema institucional cubano de la participación y, en general, de la filosofía sobre el ejercicio de poder con este sentido: la ciudadanía es, en exclusiva, el poder constituyente.
De hacerse fuerte en esta dirección, el rumbo de los cambios que están hoy en curso afirmaría una radicalización democrática del socialismo en Cuba. La magnitud de estos desafíos aconseja enfrentarlos a través de un proceso constituyente nacional.
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*Este texto es una muy apretada síntesis de la investigación realizada por el autor en el marco del Programa de investigación CLACSO-ASDI 2009-2011, con el título: «Estado, participación y representación políticas en Cuba. Diseño institucional y práctica política tras la reforma constitucional de 1992», en proceso de edición por CLACSO. (El material completo tiene 120 cuartillas)
*El contenido de este trabajo es responsabilidad de su autor y no refleja, necesariamente, la opinión de IPS.
Un comentario
Ing. Agr. Ricardo Corrales Sáenz
Me parece una gran forma de participación ciudadana, valdría la pena que se tratara de emular en otras naciones