¿Feminismo en Camagüey? Mujeres en la historia de una ciudad

En esta entrega especial de agosto, Archivo IPS Cuba rescata esta crónica sobre las mujeres en la historia de una ciudad cubana de fuerte tradición cultural.

Monumento a Ana Betancourt en la ciudad de Guáimaro, provincia de Camagüey. Las palabras de Betancourt a la Asamblea Constituyente, el 10 de abril de 1869, se registran en la historia como el primer intento de una cubana de exigir la igualdad de derechos para las mujeres.

Foto: Tomada de redes sociales

La reciente Feria Internacional del Libro trajo a la luz un volumen singular: En busca de un espacio: Historia de mujeres en Cuba, de Julio César González Pagés. Se trata de la segunda edición, corregida y aumentada, de un texto que explica de modo documentado la historia del movimiento femenino en la isla. Por primera vez se exponen en un libro, con sabio discernimiento, los frutos de los Congresos Nacionales Femeninos, las luchas entre sufragistas y feministas y los aportes de figuras como María Luisa Dolz y Dulce María Borrero.

Sin embargo, un volumen de poco más de 200 páginas, obligado a seguir el panorama nacional, no podría detenerse mucho en peculiaridades regionales. Una mirada a la evolución de la mujer camagüeyana ayudaría a contrastar las conclusiones de González.

En una de las Escenas cotidianas que publicaba Gaspar Betancourt Cisneros bajo el seudónimo de El Lugareño en la Gaceta de Puerto Príncipe, éste se quejaba, a mediados de 1838, de la tradicional desidia de la región en materia de educación de la mujer:

En la ignorancia de los tiempos pasados era una especie de máxima camagüeyana que las mujeres no debían saber otra cosa que cuidar de una casa, hacer algunos medicamentos y guisos caseros, y remendar un túnico. Leer y escribir eran un contrabando, y hasta se suponían siniestros fines en aprenderlo: hablar correctamente se decía que no era natural; idiomas y aritmética eran cosas inútiles para quienes no habían de ser viajeros ni comerciantes: historia, geografía o algún ramo de ciencias naturales eran miradas como pura pedantería en las mujeres; bordados, dibujo, música y baile eran superfluos o pecaminosos. Así se destruyó en nuestras mujeres hasta el deseo de saber…

Sin embargo, es indudable que existían excepciones. Es el caso de la principeña Gertrudis Gómez de Avellaneda y Arteaga, quien señala en varios textos autobiográficos que tuvo una educación desordenada y “novelesca”, pues se ocupaba más de leer a George Sand que de prestar atención a los profesores que su madre le contrataba, aunque es de notar que ella confiesa, en una carta de 1839, la superioridad de su formación respecto a la de la mayoría de las mujeres en Galicia:

La educación que se da en Cuba a las señoritas difiere tanto de las que se les da en Galicia, que una mujer, aun de la clase media, creería degradarse en mi país ejercitándose en cosas que en Galicia miran las más encopetadas como una obligación de su sexo. Las parientas de mi padrastro decían, por tanto, que yo no era buena para nada porque no sabía planchar, ni cocinar, ni calcetear; porque no lavaba los cristales, ni hacía las camas, ni barría mi cuarto.[…]

Ridiculizaban también mi afición al estudio y me llamaban la Doctora.

Lo admirable es que, en muy pocos años, en la misma medida en que se desarrolla un patriciado asentado en la economía ganadera y en una pequeña producción de azúcar, y un puñado de personajes notables procura traer al territorio las ideas de la Ilustración, se registran avances notables en la educación de la mujer y en su participación en la vida social. A pesar de que esta región, con sus costumbres patriarcales, ha sido tachada con frecuencia de cerradamente religiosa y conservadora, en ella se dio un sitio a la mujer que no podía esperarse en la mayor parte del territorio español.

Basta con recordar que, en una ciudad colonial, de tierra adentro, pudo surgir una revista cultural femenina como El Céfiro, dirigida por Sofía Estévez y Domitila García, mientras que en la Crónica del Liceo de Puerto Príncipe, tenía espacio privilegiado Ana Betancourt, en quien influyó de manera decisiva el apoyo de su esposo, el cultísimo Ignacio Mora. De hecho, cuando en 1860 regresa la Avellaneda a su tierra, para ser homenajeada por la Sociedad Filarmónica, se encuentra con un conjunto de escritoras que, en su mayoría, son además profesoras o hacen periodismo y son socias relevantes de alguna institución de instrucción y recreo o benéfica: Martina Pierra, Pamela Fernández, Elena Borrero, Brígida Agüero y otras muchas. No se trataba de plumas excepcionales, pero sí de figuras respetadas y que iban ganando un espacio particular en la sociedad.

El libro En busca de un espacio: Historia de mujeres en Cuba, de Julio César González Pagés, constituye hasta hoy uno de los estudios más completos de los movimientos sociales feministas y sufragistas de Cuba. (Foto: Cortesía del autor)

La revolución de 1868 vino a precipitar la emancipación femenina. La intervención de Ana Betancourt en la Asamblea de Guáimaro no fue un suceso gratuito. La patriota –y admiradora de Madame Roland y su círculo de revolucionarios girondinos- sintió que aquel era un momento semejante a aquel de 1791 en que Olimpia de Gouges logró que la Convención Francesa, con el apoyo de los clubes patrióticos femeninos, proclamara la Declaración de la Mujer y la Ciudadana. Si sus palabras fueron apenas un curioso intermedio en nuestra primera constituyente fue porque, evidentemente, los delegados, empeñados en polémicas sobre asuntos tan espinosos como el equilibrio de los poderes civil y militar o los procedimientos para la abolición de la esclavitud, no estaban dispuestos a intercalar el tema femenino en la agenda, lo que hubiera provocado un verdadero caos en aquella asamblea eminentemente masculina.

De hecho, la liberación femenina no llegó de disposición legal alguna, sino de la fuerza de la necesidad. Mientras los hombres estaban en el campo insurrecto, en la cárcel o en la emigración, las mujeres no sólo debieron atender el hogar como hasta entonces, sino servir como enfermeras, regentear hospitales de sangre, organizar talleres para abastecer a los patriotas, y, en las ciudades, volcarse hacia el trabajo en la calle para sostener la precaria economía familiar.

Los conocimientos que habían recibido como puro adorno para el salón ahora debían aplicarlos en el trabajo cotidiano: Amalia Simoni, cuando vio su fortuna confiscada en parte por el gobierno español y paralizado el resto por las vicisitudes de la guerra, se desempeñó como profesora de canto en Yucatán y Nueva York, mientras otras de sus amigas se convertían en maestras, modistas, trabajadoras de casas comerciales, a lo que añadían el animar clubes revolucionarios y organizar colectas para las expediciones.

A una fuerza educada de ese modo, no era posible encerrarla ya entre las cuatro paredes del hogar. Si la Constitución de 1901 negó el sufragio a la mujer, no pudo, en modo alguno, impedir su presencia pública y organización. Un año antes, el gobierno interventor estadounidense había enviado profesores de la isla a la Universidad de Harvard para completar su formación en diversas disciplinas –entre ellas el inglés-, con vistas a incorporarlos al nuevo sistema de escuelas públicas. Se conserva una foto tomada en el campus universitario, donde es posible identificar nada menos que trece principeñas. En 1902, el número de maestros en Camagüey se elevó a 87, en una lista con varias lagunas, pero pueden contarse 49 mujeres, lo que es una cifra nada desdeñable, si se tiene en cuenta la diferencia de oportunidades entre ambos sexos hasta la fecha.

Más conocida por su amor con el héroe de la independencia cubana Ignacio Agramonte que por su historia a favor de la causa independentista, Amalia Simoni se revela en toda su magnitud en la obra de Roberto Méndez y Ana María Pérez Pino.

Si las mujeres no podían acceder todavía a las gobernaturas y alcaldías, sí podían organizarse y tener una presencia pública apreciable. De hecho, sus asociaciones se hacían notar. Poco después de regresar a su tierra natal en 1918, Aurelia Castillo presidió una Asociación Femenina de Camagüey, que perduró más allá de su muerte y tuvo local propio, auspició conferencias y publicaciones y nucleó a los elementos más inquietos de la región.

Unos años después, otro grupo de féminas, vinculadas a la vida profesional y a la actividad política, rompieron el exclusivismo social del Liceo camagüeyano, de directiva únicamente masculina, cuando fundaron en un viejo caserón, frente al Casino Campestre, el Camagüey Tennis Club, de directiva puramente femenina y escandalizaron a los conservadores al retratarse con atuendo de tenistas e invitar a las mujeres a la práctica de deportes al aire libre. De esta institución iba a desprenderse, ya en los ‘50s, el Lyceum, que como su homólogo habanero auspició durante varios años las expresiones más renovadoras de la cultura local.

Antes de que las mujeres pudieran acceder al Poder Legislativo, ya estaban presentes en el Judicial. En fecha tan temprana como 1921, la camagüeyana Francisca Sala Céspedes fue designada como juez en la Audiencia Provincial y un lustro después accederá a la misma, como fiscal, Ángela Zaldívar Peyrellade, quien se hará memorable, entre otras cosas, por lograr la condena a muerte de un criminal, cuando hacía muchísimo tiempo que no se aplicaba alguna –al menos de modo judicial- en el territorio, por lo que hubo que desempolvar el garrote de la época colonial y traer el verdugo de La Habana. Esta señora, que había estudiado Derecho “por la libre”, motivada por ayudar a su hijo con aquellas materias, fue además una feminista apasionada, que intervino en el Segundo Congreso Nacional de Mujeres en 1925, con una ponencia de abierto rechazo al “machismo”.

Así mismo, cuando en 1936 acceden por primera vez las mujeres a la Cámara de Representantes, hay dos camagüeyanas en los escaños: Rosa Anders Causse, figura célebre en la vida forense, por el Partido Liberal, y Herminia Rodríguez Fernández por el Partido Unión Nacionalista, institución que llevaría un par de años después a una curul a Isabel Garcerán Laredo. Si estas no desempeñaron roles históricos en estos cargos, es indudable que no lo hicieron peor que los políticos tradicionales. El caso quizá más notable es el de Ofelia Khouray, esposa de Ramón Pereda Pulgares, político asociado al Partido Socialista Popular y amigo de Chibás, considerado como antecesor de la Ortodoxia; al fallecer este en un accidente, en 1947, el recién fundado Partido del Pueblo Cubano la nombra presidenta municipal en Camagüey y la postula a la Cámara, donde obtiene un escaño por votación abrumadora, en el que permanece desde 1948 hasta el cuartelazo de 1952, con singular lucidez y dignidad.

Paralelamente, la mujer camagüeyana lograba prestigio en otros campos: Olivia Zaldívar Freyre, esposa de Julio Antonio Mella, fue una de las primeras mujeres en acceder un cargo diplomático, al ser designada, tras la caída de Machado, cónsul en Oslo, mientras su hermana Gilda fue la fundadora de la primera academia de ballet en Camagüey y la doctora Gertrudis Aguilera de Céspedes revolucionaba el ejercicio de la medicina en el territorio, al abogar por el desarrollo de la puericultura, la medicina preventiva y los estudios de nutrición, hasta el punto de redactar un libro en décimas sobre estas materias, para que los campesinos cubanos pudieran acceder de un modo gustoso a tal información.

Es indudable que tras el triunfo revolucionario de 1959 la mujer camagüeyana obtuvo de modo explícito un conjunto de posibilidades para su desarrollo, con una rapidez no contemplada hasta entonces, pero no puede negarse que allí el terreno estaba abonado para ello desde hacía más de un siglo.

Nota:
Publicado originalmente en la revista Cultura y Sociedad de IPS Cuba, No.3, marzo de 2006.

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