Los Orígenes de la Realidad

Daniel Chavarría evoca anécdotas del Uruguay, y los tiempos compartidos con Alberto Methol Ferré.

El Tola Invernizzi medía más de dos metros y tenía una caja torácica de casi siete litros. Las sortijas de sus grandes rizos castaños le caían sobre la frente, le tapaban las orejas, y pese a la armonía de sus facciones, tamaño bulto masculino asustaba a todo el que encarase, así fuera con el más benigno propósito. Y su gigantez ocultaba un alma de niño. Pero como tal, era travieso y gustaba de atemorizar al prójimo para luego sorprenderlo con raudales de ternura.

Eso intentó con la Botticelli, una damita argentina así apodada, que llegara a Montevideo poco antes. Y cuando comenzó a verse su estampa arcaica en el café Sorocabana de la Plaza Libertad, se evocaron los modelos de la familia Médici retratados por el florentino inspirador del mote, y de los muchos suspiros que soltábamos algunos parroquianos.

Y aquella tarde inolvidable en que el Tola llegó a mi mesa, le bastaron solo cinco minutos para adivinarme el embeleso; y sin el menor aviso caminó unos quince pasos, y tras doblarse para situar sus pelos revueltos a veinte centímetros de la Botticelli, la invitó a hacernos compañía con su titánica voz.

Para sorpresa suya, la Botticelli lo miró sin dar ninguna señal de temor, y hasta con una sonrisa más leve aún que la Gioconda; pero el Tola, sin esperar respuesta le ofreció una sola alternativa:
O ella caminaba hacia nosotros por sus propios medios o sería trasladada en su propia silla.

Ella, recién entonces, articuló una grácil y serena pregunta:

– ¿Piensa el señor trasladarme por tierra o por aire?

– Como usted guste, mi señora, pero siempre en primera clase…

Ella sopesó la oferta unos instantes, se rascó un poco el cuello, y por fin dijo:

– Muy bien, acepto: no debo perder la oportunidad de inaugurar los vuelos por tracción animal ––y tras acodarse sobre las barandas de su sillón, viajó unos diez metros sobre la cabeza del Tola, ante la muy boquiabierta expectación del Sorocabana.

A aquella ocurrencia del Tola debo yo mi matrimonio con la Botticelli, que resultó la madre de mis dos hijos mayores, hoy cincuentones ambos.

Lector voraz e ilustradísimo, el Tola se gastaba a veces un léxico selecto con el que también sorprendía a la gente, pero sin ánimo de burla, sino para acumular información sobre las reacciones humanas ante lo desconocido. De vieja data acopiaba experiencias para un ensayo sobre ese tema.

Un mediodía en que varios amigos nos diéramos cita para tomarnos unas grapas en el Mercado del Puerto, caminamos luego un rato por los muelles en dirección al Ararat, restaurante no lejos de allí donde un inmigrante armenio vendía las incomparables pizzas de su tierra; y de pronto vimos a un hombre sentado al borde de una dársena tirando de una soga amarrada a la vara de un mediomundo; y en ese instante, al emerger del agua el gran aro y su red, venía en el fondo un montoncito de pejerreyes muy plateados y saltarines, que el hombre recogió con una palangana y echó dentro de un balde.

El Tola tuvo su momento de inspiración y esta vez sorprendió al pescador con una pregunta inusitada:

– Oiga, amigo: esos prófugos escamosos de las profundidades cerúleas ¿son marítimos o fluviales?

El hombre, un cincuentón muy curtido por el sol, lo miró desdentado y un poco ceñudo. Debió suponer que la pregunta aludía al precio de los pejerreyes y le respondió con voz etílica y carrasposa:

– A real la yunta o veinticinco por un peso.

Nunca he podido olvidar aquella pregunta y su respuesta. Poco después pasé una semana en el campo y conté la anécdota a mis parientes que la celebraron mucho. Y pasados treinta años hubo uno que me la repitió literal e impecable.

A veces, mi descomunal camarada sorprendía al prójimo, pero no ya con preguntas ininteligibles, sino con actitudes confundentes y a veces temerarias.

En otra ocasión, la Botticelli y yo pasamos unos días con el Tola en su natal Piriápolis, y regresamos los tres en ómnibus a Montevideo.

Durante aquel viaje, unos tragos de caña añeja bebidos a pico de botella, nos pusieron de humor festivo. Ocurrió entonces que a pocos quilómetros de Montevideo, subió un cura gordo, muy linfático, y se sentó un par de asientos delante de nosotros.

Lo increíble que vino después, por dramatúrgico que parezca, es fiel a los hechos y a la esencia de los diálogos, pero al cabo de tantos años, no son textuales.

El Tola se levantó para alejarse hasta un poco más allá del asiento del cura, y de pronto se dio vuelta hacia nosotros como si se hubiera olvidado de algo. Y tras fingirse exultante por ver al sacerdote, se persignó de prisa, se puso de rodillas frente a él, y de manos entrecruzadas, le suplicó estremecido con su vozarrón estentóreo:

– Padre: deme una medallita de la Virgen.

Desde atrás, no pudimos ver la cara del cura, pero nos la imaginamos bajo los efectos de un soponcio ante aquel gigante loco en su desatinado antojo, y tuvimos que contener la risa.

Al cura no lo oímos pero debió decirle que no tenía medallas; y todo el pasaje oyó la siguiente petición del Tola:

– Deme entonces una estampita, padre.

El cura tampoco tenía estampitas para aquel inoportuno devoto.

Y con más volumen entonces, el Tola le pidió confesión para aliviar su alma de pecados.

– No, no, no puedo; yo no soy de aquí.

– Noooo me diiiiga…

El Tola estiró las palabras y aumentó el volumen de lo que ahora parecía una auténtica decepción.

– ¿Así que el señor cura no es de aquí, ehhhh?

Dentro del silencio total, algunos pasajeros ubicados adelante, se volvieron preocupados a observar la manifiesta cólera de aquel cíclope indignado por no recibir confesión de rodillas en el pasillo de un ómnibus.

– ¿Y en qué queda entonces el ecumenismo del Cristo itinerante? ¿Me quiere decir en qué queda, cura abyecto?

– Oiga chofer, pare que me bajo aquí, y haga el favor de ayudarme que este hombre me cierra el paso.

El Tola se paró entonces, y avanzó dos pasos hacia nosotros. mientras le decía de espaldas:

– Bájese, bájese y no grite; cruz diablo: ahora soy yo quien no quiere compartir este vehículo con un anticristo.

Interminables serían las anécdotas y elogios del Tola, recogidas en numerosos escritos de sus amigos: Pero el Tucho Methol, en un poema brillante, fue el más certero; y a mi juicio el único que dio en el blanco al apuntar a la apasionada humanidad del Tola.

Dato, don, Regalo
a la comunidad humana
es la realidad.

Fluidez del agua el amor
Encierro sobre sí, el granizo.

Nietzsche decía que sólo podía
creer
en un Dios que supiera bailar.

Pobrecito!
No supo que todos los santos
bailan con Dios los bailes más insólitos
y esto también querría el granizo.
Lo aprendí de un poeta francés
hace muchos años.

Una vez, en el Café Sorocabana
en el kilómetro cero de la Plaza Libertad, el Tola Invernizzi me lanzó
molesto ¿Qué es eso del Infierno?
Le respondí: la infructuosa lucha
del granizo contra y por el agua.
Por eso baila y golpea.

Y por eso solo, con el Tola
quedamos amigos para siempre.

Sí, la paradójica antinomia entre el agua y el granizo, sintetizan el amor comunicativo del Tola y su desmesurado interés por lo humano: y el granizo es la introversión excluyente de los cobardes y egoístas. Por eso, el castigo del Infierno es tan vacuo como el granizo, una mascarada que en vano baila y golpea, porque siempre será derrotada por el flujo del Amor Universal.

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