Pro Arte Musical a 95 años de su nacimiento

Una asociación emblemática para la cultura cubana.

El pasado 2 de diciembre se cumplieron 95 años de la fundación de la asociación cultural de más extensa ejecutoria en el siglo XX cubano: la Sociedad Pro Arte Musical. Creada el 2 de diciembre de 1918 por María Teresa García Montes de Giberga y un grupo de entusiastas colaboradoras, prolongó su existencia l hasta la séptima década de esa centuria y no sólo auspiciaron brillantes temporadas de ópera, ballet y conciertos, sino que hicieron apreciables aportes a la enseñanza artística en la Isla.

En 1990 apareció en New York el libro Pro Arte Musical y su labor de divulgación de cultura en Cuba (1918-1967) redactado por Célida Parera Villalón, quien por casi dos décadas trabajó en la oficina administrativa de la sociedad. En Cuba, Ediciones Unión dieron a la luz en 2009 el volumen La Sociedad Pro Arte Musical, texto con el que su autora Sigryd Padrón Díaz, obtuvo el Premio Anual de Musicología “Argeliers León”. Dos años después, las Ediciones La Memoria del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, publicaron La Sociedad Pro Arte Musical. Testimonio de su tiempo de Irina Pacheco Valera. Sin embargo, durante décadas el valor de esta institución fue más o menos soslayado en nuestras historias de la cultura, en tanto era considerada una “sociedad exclusivista”.

Sin embargo, el surgimiento de Pro Arte resultó una iniciativa audaz, por muchas razones. En primer término, nació y se consolidó como una agrupación femenina, que admitía hombres en sus filas, pero sus estatutos exigían que la directiva fuera exclusivamente compuesta por mujeres. En segundo lugar, nunca se propuso como un club exclusivo. Las cuotas que exigía a los asociados eran notoriamente bajas y estas facilitaban el acceso a presentaciones de los más notables artistas del patio, así como a otras figuras de relieve internacional, de modo que su membresía no sólo estaba conformada por grandes propietarios y funcionarios gubernamentales, sino por una amplia capa de la clase media, profesionales, creadores intelectuales, sin olvidar que en las presentaciones que no eran únicamente para asociados, las localidades altas se abarrotaban de estudiantes y hasta de obreros atraídos por el arte.

La iniciativa de la Señora García Montes no se debía a que La Habana careciera hasta entonces de presentaciones artísticas dignas, por el contrario, ella y sus amigas habían podido aplaudir en el Teatro Nacional lo mismo las temporadas de ópera de Adolfo Bracale que los conciertos del virtuoso polaco Ignaz Paderewski y las temporadas danzarias de Anna Pavlova. Pero, por una parte, era preciso depender del capricho de ciertos empresarios para lograr poco más que funciones aisladas, mal promovidas y peor garantizadas, que para colmo, se ofrecían a un público harto limitado que aunque podía presumir de que pagaba localidades costosas, no sabía comportarse adecuadamente en el teatro. De hecho, el famoso Paderewski, durante uno de sus conciertos, recibió sobre el piano un avioncito de papel lanzado desde uno de los pisos superiores del coliseo.

María Teresa buscó el apoyo de varias damas de la alta sociedad habanera con recursos monetarios que destinar a esa empresa artística o con suficiente influencia en las estructuras de gobierno y en los medios de comunicación para promover su empeño: Oria Varela de Albarrán, Conchita Giberga de Oña, Laura Rayneri de Alonso, María Teresa Velasco de González Gordon, Natalia Aróstegui. Además, contó habitualmente con intelectuales que le sirvieran de brújula para orientar sus proyectos. Muy útiles resultaron en los primeros tiempos el músico y pedagogo Hubert de Blanck y el ilustrado mecenas Gonzalo Aróstegui.

La primera actividad de Pro Arte fue un recital en la Sala Espadero del Conservatorio Hubert de Blanck, ubicada en Galiano 47, de la Sociedad de Cuartetos Clásicos de La Habana y en marzo de 1919 presentaron en el mismo escenario el primer artista extranjero contratado: el violinista Mayo Walder. Por entonces el billete personal para estas presentaciones costaba un peso.

Algunos pensaron que las señoras soñaban demasiado y no perseverarían en su empeño, pero un lustro después era difícil no reconocer que la Sociedad crecía y se consolidaba. De hecho, a fines de 1923 contaban ya con la revista Pro Arte Musical y en ese mismo año habían creado el Circuito de Ampliación Musical, una iniciativa para divulgar la música entre los sectores menos favorecidos. Así, en abril de 1923, el guitarrista Andrés Segovia ofrecería un concierto en el Presidio de La Habana y otros tuvieron lugar en la Cárcel de Mujeres, la Casa de Beneficencia y los Asilos Carvajal y Santovenia.

Hacia 1924 la membresía había crecido de manera tal, que la directiva debió declarar que era preciso limitar la admisión de socios “por no tener ninguno de los teatros de La Habana, ni el mismo Payret, que es el de más capacidad, localidades suficientes para alojarlos”.
Una junta general extraordinaria acordó en mayo de 1925 la construcción de un teatro propio y al año siguiente adquirieron el terreno en Calzada y D. Mediante un concurso obtuvieron el proyecto más atractivo, concebido por los arquitectos Moenck y Quintana y el 6 de agosto de 1927 pudieron colocar la primera piedra del edificio. Este pudo ser inaugurado el 2 de diciembre de 1928, con un concierto de la Orquesta Sinfónica de La Habana dirigida por Gonzalo Roig, en el que fue estrenado el poema para coro y orquesta Anacaona de Eduardo Sánchez de Fuentes.

El nuevo edificio resultó elegante, funcional y con una excelente acústica, pero el presupuesto inicial de 250 000 pesos llegó a elevarse a 430 000, algo que en aquel período de crisis económica intranquilizaba aún a los capitalistas más afortunados de la Isla. Hacia 1931 la deuda contraída por Pro Arte obligó a la Directiva a buscar un rápido paliativo. Entonces Natalia Aróstegui de Suárez tuvo una feliz iniciativa: la creación de tres escuelas: Declamación, Guitarra y Ballet, abiertas al público. El pago de las matrículas ayudaría a sanear los maltrechos fondos de la entidad.

La de Declamación fue encomendada a Jesús Tordesillas, director por entonces de la compañía del Teatro Principal de la Comedia y posteriormente se hicieron cargo de ella Guillermo de Mancha y Hortensia Gelabert. Esto propició la formación de un cuadro de declamación que puso en escena entre 1931 y 1952 algunos montajes apreciables como La muerte alegre del ruso Evreinoff, con música incidental de Amadeo Roldán en 1935 y el estreno en Cuba de Historia de una escalera del dramaturgo español Antonio Buero Vallejo, en marzo de 1950, muy poco después de su estreno en Madrid.

La escuela de guitarra, fue la de más corta vida, pues cesó en 1943. Estuvo originalmente a cargo de la maestra Clara Romero de Nicola, directora del Conservatorio Tárrega, quien fue sustituida por su hijo Isaac Nicola, a partir de 1942. Se le puede considerar como uno de los hitos en el desarrollo de la enseñanza cubana de este instrumento.

La academia de ballet fue confiada al ruso Nicolás Yavorski, personaje con más amor por la danza que preparación pedagógica para su impartición, quien a partir de ese mismo año haría montajes de versiones suyas de La bella durmiente, Danubio azul  y Coppelia. Allí recibieron su formación inicial Alberto y Fernando Alonso, así como Alicia Martínez -luego Alicia Alonso-, de modo que los tres grandes fundadores del ballet en la isla saldrían de la institución.

Fue esta escuela la de más sostenidos resultados, sobre todo cuando la dirección pasó al maestro Alberto Alonso, quien propició una enseñanza más exigente de la danza y alentó la celebración de festivales danzarios con figuras invitadas que permitieron al público de Pro Arte conocer importantes obras del repertorio universal. El surgimiento del Ballet Alicia Alonso y pocos años después, de su academia de ballet, no pondrían fin a este empeño, gracias al cual llegaron a la danza profesional figuras como Josefina Méndez, Loipa Araújo y María Elena Llorente. Fue también la de más larga existencia, pues prolongó su labor hasta 1967.

Más allá de las indudables limitaciones con que debieron trabajar estas escuelas fueron un jalón indudable en la enseñanza del arte en Cuba.

Junto a esta acción docente, había una labor destinada a educar a los espectadores que la directiva desempeñó de forma más o menos implacable. No se permitía el acceso a la sala una vez comenzada la función hasta la pausa siguiente. Se vigilaba que el público no conversara durante los conciertos o generara otras faltas de disciplina. Más de una vez, figuras de la política y las altas finanzas fueron reprendidas sin recato por aquellas señoras que no toleraban indisciplinas en su teatro.

Si se repasan los programas de las sucesivas temporadas que auspició Pro Arte es posible formar un catálogo de grandes artistas con presentaciones que hoy resultan legendarias: baste con recordar las funciones del American Ballet Theatre, el montaje de Tristán e Isolda de Wagner, con Kirsten Flagstadt en el rol protagónico, aquella temporada con Renata Tebaldi cuando los habaneros se prendaron de su Boheme y de su Fausto y los recitales de Jasha Heifetz, Arthur Rubinstein, Marian Anderson. Esto no significa que se echara a un lado a los artistas cubanos, de ello dan fe las funciones encabezadas por Gonzalo Roig, Ernesto Lecuona, Alicia y Fernando Alonso, Marta Pérez, Jorge Bolet, Iris Burguet y otros muchos.

Al triunfo de la Revolución los conflictos sociales impactaron a una parte apreciable de su membresía, muchos emigraron o se retrajeron a sus hogares, pero la Sociedad procuró seguir adelante. Aún cuando fueron expropiados el teatro y la sede social el 1 de enero de 1961, la directiva obtuvo un permiso especial del Gobierno para ofrecer a los asociados sus dos últimos conciertos, luego, se refugiaron en una casa de la calle C, antigua sede de la Sociedad Infantil de Bellas Artes, donde ofrecieron actividades a un fiel grupo de socios hasta 1967.

Durante muchos años, varios intelectuales amigos como Nara Araújo, César López, Monseñor Carlos Manuel de Céspedes, Eduardo Heras León, me han asegurado que Pro Arte Musical tuvo una importancia fundamental para su formación cultural. Quizá ahora, cuando falta apenas un lustro para su centenario, no sería mala idea –a tono con las reformas estructurales que vive la sociedad cubana- ensayar formas asociativas en el terreno cultural que recojan lo mejor de esa tradición.

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