Padura, setenta años y una vida dedicada a la Literatura

“Dar un testimonio de mi tiempo histórico y nacional ha sido una necesidad que se ha convertido en intención y ya diría que casi en obsesión”, afirma el escritor cubano en esta entrevista, regalo especial por su setenta cumpleaños, en la que habla también de sus otras pasiones: pelota, cine y literatura.

Cada vez que dibujo en mi mente el número 70, me horrorizo. Creo que ahora poseo plena conciencia de que tengo más pasado que futuro. (Foto: Daniel Mordzinsky)

Se dice fácil, pero ha sido difícil. Cuando le preguntan cómo llegó hasta aquí siempre tiene una única respuesta: trabajando. Según confiesa, en su juventud no fue un lector especialmente interesado ni se propuso ser escritor. Estaba demasiado ocupado jugando béisbol desde que tuvo uso de razón y fuerza suficiente para empuñar un bate y correr tras una pelota. Su verdadero sueño era emular a los peloteros de la liga nacional cubana, sus grandes ídolos. Luego comprendió que jamás podría igualarlos —no porque dejara de intentarlo todos los días—, y lo que podría haber sido una gran frustración terminó siendo el primer paso hacia un viaje más largo que lo trajo hasta aquí, hasta el día en que celebra setenta años y carga en sus espaldas toda una vida dedicada a la Literatura.

Hablamos con el escritor cubano Leonardo Padura y, como se trata de una ocasión especial, a modo de regalo de cumpleaños —el mío particular—, me parece justo cumplir un deseo formulado por el novelista algunos años atrás en su artículo periodístico “Yo quisiera ser Paul Auster”. Aclaraba entonces que no envidiaba al autor de libros como La trilogía de Nueva York, Brooklyn Follies, o el guion de la película Smoke, que tanto admiraba, por su talento o su merecido reconocimiento. Aunque muchas veces habría querido estar en los zapatos del estadounidense porque en las entrevistas solían preguntarle sobre béisbol, cine y literatura, precisamente sobre aquellos temas de los que más le habría gustado hablar al cubano.

La pasión por el béisbol le vino de familia, el cine comenzó a conocerlo por las viejas películas del oeste y la “Comedia silente” a la que ponía voz el genial Armando Calderón en las mañanas de domingo. La Literatura sin embargo no fue un amor a primera vista y durante sus estudios de Filología en la Universidad de La Habana tuvo que hacer una doble carrera, tratando de ponerse al día y rellenar lagunas en lecturas imprescindibles mientras cumplía los requisitos académicos. Pero ni siquiera él mismo habría podido predecir entonces que su futuro estaría dedicado a la escritura.

En aquella época de mi niñez, los años de 1960, la pelota era algo demasiado importante y yo lo sentí, lo viví. Los jugadores eran héroes, modelos, banderas que queríamos imitar».

Con unos treinta libros publicados, catorce de ellos novelas, Padura celebra sus 70 años con una carrera como escritor consolidada dentro y fuera de Cuba. Desde que Máscaras ganara el Premio Internacional de Novela “Café Gijón” en 1995 y poco después fuera publicada por Tusquets Editores, de Barcelona, sus horizontes comenzaron a expandirse y ha logrado conquistar el reconocimiento de la crítica y los lectores, no sólo en el ámbito iberoamericano sino también en otras lenguas, con traducciones a más de 30 idiomas.

Lo cierto es que el escritor cubano parece estar capacitado para tocar varios pianos a la vez. Junto a su obra de ficción que incluye novelas y cuentos, ha trabajado el ensayo y ha desarrollado una destacada carrera periodística dentro y fuera de la isla, e incluso actualmente mantiene dos colaboraciones fijas con el diario español El País. Su novela más reciente, Morir en la arena, muy pronto se convirtió en uno de los títulos más vendidos en España en la rentreé de este otoño y próximamente será presentada en México, Colombia, Argentina y el resto de América Latina.

Escaparate promocional de la librería Jarcha de Madrid. (Foto: Cortesía de Lucía López Coll)

EL ALMA EN EL TERRENO

Para ti lo primero fue el béisbol, y aunque aún no has escrito una historia sobre ese tema, es cierto que desde tu primera novela, Fiebre de caballos, ha estado asomando la oreja de una forma u otra. ¿Todavía añoras aquellos tiempos o es que la pelota sigue siendo para ti una de esas cosas por las que merece la pena vivir?

Dos de los recuerdos más remotos que poseo tienen que ver con la pelota: uno del primer día que mi padre me llevó al estadio del Cerro. Recuerdo el momento en que Rigoberto Rosique entró a batear e hizo lo que siempre hacía: le dio una vuelta al cátcher y al árbitro antes de colocarse en el cajón de bateo. El otro, un juego televisado, en el momento en que Pedro Chávez daba un triple. Son como postales en movimiento que se refugiaron en mi memoria y todavía siguen allí. Y es que la pelota forma una parte demasiado importante de los primeros 16, 18 años de mi vida. Yo vivía en la pelota. Estaba infectado por el “vicio de pelota”. Jugaba todos los días posibles, coleccionaba fotos, estadísticas, guías de beisbol, sabía récords y averages… y asumí la mística de ese deporte que es parte de la espiritualidad cubana. Al mismo tiempo desarrollé ese instinto  competitivo que requiere todo deportista, pero nunca llegué más allá un ser un gran entusiasta. Aunque no lo afronté como una frustración.

Postal publicada en La Esquina de Padura en mayo de 2019. Aquí se muestra a la fanaticada habanera en una foto de Jorge Luis Baños con un fragmento de La cola de la serpiente de Padura, selección que hizo José A. Michelena para esta serie de postales que se preparó para homenajear a La Habana en su medio milenio de existencia y también serle fiel a los seguidores de la obra de Padura tanto en Cuba como en el resto del mundo.

En aquella época de mi niñez, los años de 1960, la pelota era algo demasiado importante y yo lo sentí, lo viví. Los jugadores eran héroes, modelos, banderas que queríamos imitar, como le pasó a mi primito Juan Alberto que a sus 3 años decidió que él en realidad se llamaba Capiró. Todavía hoy puedo recordar el número con que jugaban muchos de ellos: Chávez, el 3; Urbano, el 19; Tony González, el 10; Alarcón, el 17; Cuevas, el 13… Y por muchos años seguí con pasión lo que ocurría en los estadios cubanos como fanático de los equipos habaneros, por supuesto.

Una de las evidencias que tengo de la degradación de la vida cultural y social cubana es la decadencia incontestable que tiene la pelota que hoy se juega en Cuba y que, a un enfermo de pasión como yo, ahora apenas le interese lo que ocurre en los campeonatos domésticos. Pero no me he curado: trato de seguir lo que sucede en las Grandes Ligas y qué hacen allí los cubanos, porque mi mal no tiene remedio. Solo lamento que en mi país ya no tenga correspondencia para ese amor incondicional. Como para otros amores.

Sin embargo muchos lectores, especialmente los no cubanos, desconocen que has escrito un libro de entrevistas a peloteros, El alma en el terreno. ¿Qué buscabas cuando te propusiste entrevistar aquellas viejas glorias, muchas de ellas caídas ya en el olvido? ¿Qué encontraste realmente?

Con esa serie de entrevistas que hice en los años de 1980, cuando estuve trabajando como periodista en el vespertino Juventud Rebelde, me propuse hacer un homenaje a esos jugadores que habían sido mis ídolos de infancia y juventud. El proyecto lo realicé a cuatro manos con mi colega y amigo Raúl Arce, que era el cronista de beisbol del periódico, y fue una experiencia de las más bellas que he tenido en mi vida profesional. Buscar a esas personas, conocerlas, intentar penetrar en su individualidad, sus sueños, sus frustraciones, sus memorias fue algo maravilloso y aleccionador. Me reveló lo que es la gloria y lo que implica el olvido, lo que es la potencia de la juventud y la decadencia de la vejez, entre otras muchas cosas. Y me reafirmó en la idea de que es posible vivir dentro del beisbol, y fíjate que digo dentro, no para… Y me dejó la tristeza de ver cómo muchos de ellos terminaban marginados, arramblados a un rincón, apenas abrigados por sus hazañas del pasado. Hoy mismo no sé cómo sería la vida para muchos de ellos si estuvieran vivos, como es para los que todavía respiran.

Ceremonia de entrega del Premio Princesa de Asturias de las Letras en el 2016. (Foto: Cortesía de Lucía López Coll)

Cuando te otorgaron el Premio Princesa de Asturias de las Letras en el 2016, llevabas contigo una pelota de béisbol. ¿Por qué una pelota y por qué esa pelota?

La pelota que llevaba era la que un poco antes me había firmado en Chicago el gran Orestes “Minnie” Miñoso, estrella del equipo Marianao de la liga cubana y del Chicago White Sox de las grandes ligas estadounidenses, un jugador mítico si los hay, que ya era muy poco conocido en Cuba por haber hecho parte de su larga carrera fuera del país. Y tenía esa pelota firmada por él porque había ocurrido un hecho mágico: en mi novela Herejes (2013) Miñoso aparece como el ídolo deportivo del judío Daniel Kaminsky, que como su gran tesoro guardaba una pelota también firmada por él. El día que conocí a Miñoso, en Chicago, gracias a mi amiga Nena Torres y su esposo Matt, se produjo el encuentro maravilloso de la literatura y la realidad, de la novela y el beisbol, y por tal razón esa precisa pelota tenía un valor especial que la distinguía de otras muchas que tengo firmadas por los jugadores.

Entonces, cuando iba a recibir el premio, tomé dos decisiones: lo haría como lo que soy, un escritor cubano, hijo de una cultura y por eso resolví que en lugar del traje y la corbata reglamentarios, vestiría una guayabera cubana, hecha por un sastre cubano, y llevaría la pelota de Miñoso como símbolo poderoso e inconfundible de mi cubanía, de mi pertenencia a una patria que está por encima de las coyunturas políticas, por encima incluso del Estado, pues es la creación de muchas gentes –José María Heredia el primero- y la amalgama de muchas imágenes, sueños, palabras, actitudes… y que esa pequeña pelota podía encerrar todo eso tan enorme y visceral, la isla en peso, como diría Virgilio.

Regreso a Ítaca (2014), cuyo guion escribió Padura a cuatro manos con su director francés Laurent Cantet, recibió el Premio a la mejor película en la Semana de Autor del Festival de Venecia y el Gran Premio del Festival de Biarritz. (Foto: Tomada de sitio web sobre cine cubano)

SU SEGUNDO MEJOR TRAJE

En más de una ocasión Padura ha citado a Raymond Chandler —otro de sus autores más admirados—, para referirse a su relación con el cine. El estadounidense había trabajado para Hollywood y sabía que como guionista nunca tendría la libertad creativa de la que disfrutaba en la Literatura. Por eso llegó a decir que un escritor debía usar “su segundo mejor traje” cuando incursionaba en el cine, pues el primero siempre debía preservarlo para su obra literaria.

Aunque al parecer Padura comulga con esta idea, lo cierto es que su segundo mejor traje le ha traído no pocas satisfacciones. Con el cineasta cubano Rigoberto López trabajó como guionista en varios documentales. El viaje más largo, de 1988, y Yo soy, del son a la salsa, de 1996, obtuvieron el Primer Premio Coral en el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano.

Desde joven no solo fui un cinéfilo que asistía a los estrenos de la semana sino también a las muestras que entonces se hacía en los cines de ensayo y en la Cinemateca».

Regreso a Ítaca (2014), cuyo guion escribió a cuatro manos con su director Laurent Cantet, recibió el Premio a la mejor película en la Semana de Autor del Festival de Venecia y el Gran Premio del Festival de Biarritz. Asimismo la serie de 2016, Cuatro Estaciones en La Habana, cuya adaptación realizó a partir de sus primeras cuatro novelas con el personaje de Mario Conde, recibió el Premio Platino del Cine Iberoamericano a la Mejor Serie, 2017. Y todo ello le valió a Padura el Premio de Honor III Semana de Cine de Santander 2019.

¿Te propusiste alguna vez escribir para el cine o fue algo que simplemente tocó a tu puerta y lo dejaste entrar?

Desde joven no solo fui un cinéfilo que asistía a los estrenos de la semana sino también a las muestras que entonces se hacía en los cines de ensayo y en la Cinemateca. Pero además quise vincularme al cine de otra forma y matriculé en un curso de formación de cines clubes que entonces existían. Hablar de cine, disfrutar del cine fue una pasión paralela a la del beisbol y creo haber visto tantas películas como partidos de pelota, y tener en mi memoria lo que me dejaron muchas de esas experiencias con el cine. Los sentimientos que me provocaron Nos amábamos tanto, Nuestros años felices, Cinema Paradiso, Queimada, y paro aquí porque esta lista puede ser interminable.

Ya en los años de 1980 soy del grupo de jóvenes promesas de la narrativa cubana que somos escogidos por Ambrosio Fornet para unos talleres de escritura de guiones, pues él pensaba que algunos de nosotros debíamos, podíamos ser los guionistas que necesitaba el cine cubano, y tuvo razón: ahí están, por ejemplo, los trabajos de Senel Paz, Premio Nacional de Cine, y de Arturo Arango. De esa forma me familiaricé con la técnica de escritura de guiones y debo admitir que fue un aprendizaje que me ayudó mucho cuando al fin tuve la oportunidad de escribir para el cine.

Una de las escenas de la serie de Netflix Cuatro Estaciones en La Habana, dirigida por el cineasta español Félix Viscarret y en la que aoarecen los actores cubanos Carlos Enríque Almirante (derecha) y Jorge Perugorría (derecha), que interpreta al policía-investigador Mario Conde. (Foto: Tomada de RTVE)

¿Qué tipo de películas te han marcado y con qué tipo de películas te gustaría colaborar?

Soy un cinéfilo heterodoxo, porque mi formación como espectador fue también heterodoxa. Mientras en la televisión veía cine norteamericano, mexicano y argentino, mucha comedia silente, desde los 10, 12 años veía las famosas comedias franco-italianas de la época, el cine de samuráis, las obras de la nueva ola francesa y del neorrealismo italiano y lo que desde Hollywood nos llegaba que era, por cierto, lo mejor de lo que allí se producía. En los años de 1960 a 1990 en Cuba se vio mucho y buen cine y yo creo haber visto bastante de lo que se exhibió. Pero me resulta difícil establecer preferencias marcadas. No obstante, esas películas que antes mencioné te podrán dar una pista. Cineastas italianos como Ettore Scola o Viscontti, norteamericanos como Sidney Pollack, Arthur Penn, Coppola, el cine de Wajda, Saura, Milos Forman, Polanski forman parte de unas preferencias muy amplias. Y si te digo dos películas que hubiera querido escribir… serían Cinema Paradiso y El cartero de Neruda, dos obras que, como sabes, tienen el mismo aliento humano y poético y relacionan vida y arte.

Pienso que en tu colaboración con el cine merece una mención especial la película Regreso a Ítaca, inspirada en un episodio de La novela de mi vida. ¿Cómo fue la experiencia de trabajo con Laurent Cantet y por qué fue tan problemática su exhibición en Cuba?

El trabajo con Laurent Cantet fue una escuela. Él era un hombre de cine, un maestro diría, y ahora mismo estoy lamentando no poder estar en noviembre en París participando de la retrospectiva que se hace en homenaje a su trabajo. Cantet me dejó escribir, con mucha libertad, pero con pautas establecidas: una sola noche de tiempo fílmico, cinco personajes y no seis, y momentos climáticos para cada uno de los protagonistas. La historia, el conocimiento del contexto, las biografías y reacciones de los personajes eran cuestión mía, y él iba detrás de mí perfilando lo que él quería ver en la pantalla. La gran virtud de Cantet era que sabía escuchar, antes que dirigir, y creo que esa fue la clave de su éxito como director.

Cuando asumes la pretensión de convertir en película una obra literaria, específicamente una novela, debes cambiar todas tus conexiones mentales y ponerlas en función dramática y audiovisual».

Y lo que ocurrió en Cuba con la película debería decir que fue lo previsible: a algunas personas con poder de decisión les pareció que su contenido resultaba demasiado crítico con la realidad del país, que su mensaje no era el que ellos hubieran deseado que trasmitiera, pues se trata de la historia de una generación fuertemente golpeada, agredida por muchos miedos, que se desnudan entre ellos, delante del espectador. Pero creo que fue una lectura prejuiciada, también hecha desde el miedo, pues creo que Regreso a Ítaca es un canto de amor a Cuba que se sintetiza en la última frase que dice el personaje de Amadeo al final de la cinta: “He decidido volver a Cuba. A mi casa”.

Además de la adaptación de las cuatro primeras novelas de la saga de Mario Conde, han existido otros proyectos de llevar algunas de tus novelas al cine. ¿Cómo funciona esa relación entre la literatura y el audiovisual? ¿En tu opinión es posible realizar una versión fílmica o televisiva de una novela y no matarla en el intento?

Cuando asumes la pretensión de convertir en película una obra literaria, específicamente una novela, debes cambiar todas tus conexiones mentales y ponerlas en función dramática y audiovisual. Olvidarte de que eres escritor y ponerte el traje de guionista, con la corbata bien apretada en el cuello. Porque se trata de una reescritura a partir de. No es una idea original, pero es un texto original, con una función diversa de la que tuvo como idea y argumento matriz. Y ese segundo mejor traje también entraña un cambio esencial en tu perspectiva como creador: todo el ego que se necesita para escribir una novela, debe ser domesticado con la aceptación de que haces un trabajo de servicio para algo que producirá un productor y realizará un director.

El caso de El hombre que amaba a los perros, demuestra lo difícil que resulta a veces concretar un proyecto, pues desde hace 15 años anda dando vueltas en manos de productores y presuntos directores de distintos países. (Foto: Cortesía de Lucía López Coll)

En las películas de la serie Cuatro Estaciones en La Habana, basadas en mis cuatro primeras novelas del personaje de Mario Conde asumimos un reto: preservar la esencia de las historias, el carácter de los personajes, la intención de las obras originales, pero reescribirlas en función dramática, con las reglas que tiene la concepción del guión cinematográfico, que muy poco se relacionan con la inexistencia de reglas para la escritura novelesca. Y creo que salió bastante bien.

Luego está el momento tremendo de ver en la pantalla lo que escribiste, primero como novela, luego como guion. Por ejemplo, ver a Mario Conde de carne y hueso fue una conmoción: yo describo a casi todos los personajes de las novelas, excepto a él. Se sabe que está flaco, que pierde pelo, pero poco más. Y eso lo hice con la intención de que fuera un cubano cualquiera, del tipo y color que cada lector le quisiera poner. Y verlo entonces encarnado en el físico de Jorge Perugorría entrañaba un desafío… que muy pronto me satisfizo, pues el gran acierto de Pichi fue saber asumir la personalidad, la sicología de Conde, su forma de hablar y lo hizo con maestría. A ella se suma el excelente trabajo que hizo el equipo de filmación encabezado por el español Félix Viscarret. En fin, que he quedado muy complacido con ese ejercicio.

Ahora está por ver si alguna vez logramos que se produzcan otras novelas, o incluso una segunda temporada de Conde. El caso de El hombre que amaba a los perros, demuestra lo difícil que resulta a veces concretar un proyecto, pues desde hace 15 años anda dando vueltas en manos de productores y presuntos directores de distintos países (desde González Iñárritu hasta Costa Gavras) y no se ha podido realizar. Al menos sé que en estos días se estrena en París una ópera —sí, una ópera— inspirada en esa novela.

¿Volverías a escribir para el cine?

Creo que el tiempo que me resta lo dedicaré a la literatura. Pero de todas formas, ni regalo ni presto mi segundo mejor traje. Nunca digas nunca.

Con la lectura de pasajes de la novela del escritor cubano Leonardo Padura, Como polvo en el viento, se estrenó este 25 de diciembre la peña Viernes literario del restaurante Yarini, en la habanera barriada de San Isidro. (Foto: Jorge Luis Baños/ IPS Cuba)

 LO UNIVERSAL EN LAS ENTRAÑAS DE LO LOCAL

La novelística de Padura no se limita al género policial y de hecho muchos consideran que una obra como El hombre que amaba a los perros es su trabajo más importante. En ella resulta evidente su capacidad para trascender el ámbito doméstico y abordar temas universales, pero también se aprecia su necesidad de volver siempre al punto de partida, o sea, a la isla. En más de una ocasión el narrador ha explicado que descubrió con Don Miguel de Unamuno una máxima que siempre ha tratado de seguir en su trabajo: la pretensión de hallar lo universal en las entrañas de lo local, y en lo circunscrito y limitado, lo eterno.

En algún momento has dicho que cuando te sientas a escribir una novela, antes te preguntas “para qué” vas a escribir esa novela. Yo te preguntaría entonces ¿para qué escribes?

La literatura me ha dado mi vida. Si antes soñé con ser pelotero y jugar con los Industriales en la Serie Nacional, nunca imaginé que como escritor podría llegar a los sitios a los que he llegado, recibir las recompensas que he obtenido. Haber tenido la posibilidad de decir todo lo que he dicho.

Mi llegada a la literatura tiene mucho que ver con ese espíritu competitivo que adquirí jugando pelota. Luego con el hecho de que me convertí en un lector voraz. Y finalmente, con el descubrimiento de que quería decir algunas cosas sobre ciertas cosas y lo podía hacer escribiendo. Ha sido un largo camino, en el que mi falta de imaginación y de talento he tratado de suplirlas con laboriosidad y con un sentido de responsabilidad civil que me hace preguntarme, en cada ocasión, para qué voy a escribir lo que pretendo escribir. De ese sentido responsable, de la convicción de que podía participar del debate sobre mi realidad, surgió la conciencia de que podía intentar esbozar una crónica de lo que ha sido la vida, la experiencia social y humana de mi generación. Todo comenzó con el joven Andrés de Fiebre de caballos (1988), se amplió con la creación de Conde y sus primeras novelas (1991-1998) y se asentó con lo que comenzó a partir de la escritura de La novela de mi vida (2001), que es el libro bisagra, la obra definitoria en la elección de una propuesta abarcadora y coherente, que he seguido hasta hoy.

En mi libro Ir a La Habana (2024) hablo de mi relación personal, histórica, literaria con la ciudad y, a través de ella, con el país. (Foto: Archivo IPS Cuba)

¿Qué lugar tienen entonces Cuba y La Habana dentro de tu obra?

Esa respuesta está muy desarrollada en mi libro Ir a La Habana (2024) en el que hablo de mi relación personal, histórica, literaria con la ciudad y, a través de ella, con el país. Ya te dije que solo me asumo como un escritor cubano que pertenece a una cultura, no como representante de nada. Y esa condición está muy asentada en todo lo que escribo. Mis novelas de Conde son profundamente habaneras, los personajes hablan en habanero. Pero incluso en libros que se mueven por otros territorios culturales e históricos, siempre la perspectiva del relato es cubana: todo sale de Cuba y vuelve a Cuba. Porque dar un testimonio de mi tiempo histórico y nacional ha sido una necesidad que se ha convertido en intención y ya diría que casi en obsesión. También por eso he sostenido la cercanía con este contexto que me alimenta, me sostiene, me da las dosis necesarias de motivación –e incluso de ira- para escribir y escribir, sin parar, y anclado aquí, en mi casa de Mantilla.

La literatura me ha dado mi vida. Si antes soñé con ser pelotero y jugar con los Industriales en la Serie Nacional, nunca imaginé que como escritor podría llegar a los sitios a los que he llegado, recibir las recompensas que he obtenido. Haber tenido la posibilidad de decir todo lo que he dicho».

Sobre tu personaje Mario Conde has confesado que a través de él deslizas hacia la Literatura muchas de tus preocupaciones y obsesiones. También has dicho que, de cierta forma, es un representante de tu generación en la isla que mira la sociedad cubana desde la esquina de su barrio. ¿No te parece mucha responsabilidad para un policía, aunque sea literario? ¿Cuánto han cambiado Conde y su entorno a lo largo de sus 9 novelas y media?

Mario Conde ha sido un hallazgo invaluable. Yo mismo me pregunto cómo fue posible que un policía me sirviera para tantas cosas importantes: mirar la realidad cubana, encarnar la imagen de una generación, revelar las interioridades de una pertenencia cultural y un destino histórico, servirme como confesionario para evacuar tantas preocupaciones sociales e, incluso, existenciales. Y creo que la única respuesta posible es que Conde era un policía de mentiritas. Siempre fue otra cosa. Era una posibilidad, no una realidad. Y yo exploté la posibilidad.

Nunca pretendí en mis primeras novelas con el personaje que tuviera grandes responsabilidades. Fue él quien decidió asumirlas. Y fue creciendo de libro en libro, clamando además que le cambiara su destino y por eso en Paisaje de otoño al fin lo libero de su función policial y lo convierto en un investigador de la realidad cubana de su tiempo y de su pasado, en un testigo, en un sobreviviente que relata sus experiencias.

El hecho de que desde el inicio me propusiera, eso sí con toda conciencia, dotarlo de un carácter peculiar, definido pero a la vez muy normal, fue la clave para que el personaje se convirtiera en una mirada también peculiar y definida, y a la vez normal, de su contexto. Y gracias a esa combinación su vida se ha dilatado en tantas novelas, recorriendo un largo tiempo. Sí, le debo mucho a ese personaje que, por la necesidad de ser verosímil nació como policía investigador en Pasado perfecto, hace ya 35 años.

Un parricidio y la historia de cuatro personajes protagónicos a lo largo de seis décadas de su vida en Cuba. Se trata de tu más reciente novela, Morir en la arena, publicada a finales de agosto en España y que ha tenido una excelente recepción. ¿Cómo has hecho para interesar a otros lectores en una historia aparentemente tan cubana?

Tuve mucho, mucho temor de cómo podría ser leída esta novela fuera de Cuba. Incluso, si a alguien le interesaría leer una historia tan cubana, de un presente tan desgarradoramente cubano. Y he podido comprobar que está siendo leída no solo como una trama cubana, sino como la historia de una frustración colectiva que es universal. También ha sido asimilada como el drama de los efectos de la violencia, los conflictos de la familia, los quebrantos de la vejez y la soledad y, sobre todo, como una historia que habla de cuestiones tan universales como el miedo social, la posibilidad del perdón, la necesidad de la redención. Tener siempre en mente esa exigencia de Unamuno me ha ayudado a proyectar mi trabajo y que una historia como la de José María Heredia o las de Mario Conde, o ahora las de Rodolfo, Geni y Nora puedan ser leídas por japoneses, croatas y rumanos. La clave, creo, está justo en lo permanente y genérico de la condición humana y la intención de penetrar lo universal desde las entrañas de lo local, y desde lo circunscrito y limitado, asomarnos  a lo eterno existencial: al sentido de la vida, de la fe y el misterio, de la importancia de la fraternidad y el amor, de la pérdida de los sueños más individuales hasta tocar los asuntos más trascendentes, como ha sido el de la utopía igualitaria, pervertida y degradada (El hombre que amaba a los perros) o el precio que pagamos por ejercitar nuestra libertad personal (Herejes) o la sensación de que la Historia gira en círculos (La transparencia del tiempo) y los desgarramientos del exilio (Como polvo en el viento).

Confío en haber llegado hasta aquí siendo, en lo esencial, una buena persona, que no he necesitado reescribir mi biografía para parecer algo que no fui y que he luchado por mi libertad todo lo que mi tiempo y circunstancias me han permitido…e incluso más allá».

El siguiente fragmento pertenece a tu novela La transparencia del tiempo (que por cierto, no ha sido publicada en Cuba, al igual que tus últimos 4 libros). A punto de cumplir 60, años Mario Conde reflexiona sobre esta etapa en la vida. Veamos qué dice Conde y qué piensas tú al respecto, cuando acabas de cumplir 70 años. ¿Acaso eres tan pesimista como tu personaje?

¿De verdad ya era un viejo? Para intentar saberlo, Conde respondía a su interrogación con nuevas preguntas: ¿su abuelo Rufino no era un viejo cuando, a sus sesenta años, lo llevaba a las gallerías de la ciudad y sus alrededores y le enseñaba las artes y las mañas de la lidia?;  ¿acaso a Hemingway no le decían el Viejo desde unos años antes de su suicidio, a los sesenta y tres?; y Trotski, ¿no era El Viejo cuando a los sesenta y dos Mercader le abrió en dos el cráneo de un estalinista y proletario pioletazo? Para empezar, Conde conocía sus limitaciones y se sabía muy distante de su pragmático abuelo, de Hemingway, de Trotski o de otros ancianos célebres gracias a alguna razón justa o injusta. Por ello sentía que, aun cuando se abocaba a una cifra dolorosa y decadente, tenía razones de sobra para no pretender ser un Viejo, con derecho a la mayúscula, sino que apenas se estaba convirtiendo en un viejo de mierda, categoría inferior, y más que merecida en su caso, en la escala de las senectudes posibles y académicamente clasificadas por la muy seria ciencia geriátrica y la empírica filosofía callejera.

No puedo negar que de vez en cuando siento que ya soy un viejo de mierda y cada vez que dibujo en mi mente el número 70, me horrorizo. Creo que ahora poseo plena conciencia de que tengo más pasado que futuro, que mis plazos se reducen y eso provoca una indudable angustia que trato de aliviar trabajando como si tuviera todo el tiempo del mundo por delante. A la vez me siento satisfecho pues creo que justamente trabajando he logrado tener lo que tengo, llegar a los sitios que he llegado, y en medio de tantos desastres sociales y económicos, poder vivir con dignidad y darle de esa dignidad lo que necesitan mis allegados para tener una vida lo más amable posible.

«Soy un escritor cubano y creo que mis lectores naturales son mis compatriotas».

Sé que mis capacidades físicas ya no son las mismas, pero tengo la enorme fortuna de tener en perfectas condiciones mi mente, mi memoria, y eso me da confianza en lo que podré seguir haciendo hasta que pueda seguir haciéndolo. Confío en mantener bien engrasado mi “detector innato de mierda”, como lo llamó Hemingway, para evitar la tentación de escribir por escribir, cuando ya no tenga nada nuevo que decir.

Confío en haber llegado hasta aquí siendo, en lo esencial, una buena persona, que no he necesitado reescribir mi biografía para parecer algo que no fui y que he luchado por mi libertad todo lo que mi tiempo y circunstancias me han permitido…e incluso más allá.

Por último, ¿qué piensas y sientes cuando entras en cualquier librería en otras partes del mundo y sabes que tus libros están ahí para quien decida comprarlos, mientras en Cuba es prácticamente imposible adquirirlos…?

Es un dolor. Soy un escritor cubano y creo que mis lectores naturales son mis compatriotas. Sé que existen problemas materiales, falta de papel y de otras muchas cosas, pero también creo que ha faltado voluntad para imprimir algunos de mis libros, especialmente los últimos que he escrito. Todavía hoy en Cuba existen personas que pretenden decidir qué cosa debe leer la gente, cuál es la cultura en marcha. Y esa política, que nos ha acompañado desde hace décadas, es una aberración que, espero, alguna vez sea corregida, como otras tantas aberraciones ya corregidas o por corregir. Y, entonces, quizás, a mis 80 años –si llego allá- pueda celebrarlo en una librería cubana firmando mis libros a los lectores cubanos como lo voy haciendo ahora por el resto del mundo, lo que, por muy halagador que sea, nunca podrá sustituir la satisfacción de poder hacerlo en mi tierra. (2025)

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