Defensa de “La peregrina”
A más de 200 años de su nacimiento, Archivo IPS Cuba rescata esta crónica en defensa de “la peregrina” de las letras cubanas.

Avellaneda participó desde 1840 en los debates más importantes del feminismo en España y Francia, según el libro En busca de un espacio: historia de mujeres en Cuba, del historiador Julio César González Pagés.
Foto: Archivo IPS Cuba
Aunque el panorama literario del año que comienza (2004) estará marcado esencialmente por los festejos por el centenario de Alejo Carpentier, es preciso dedicar aunque sea un piadoso pensamiento, en memoria de la poetisa, narradora y dramaturga Gertrudis Gómez de Avellaneda, nacida en Puerto Príncipe, el 23 de marzo de 1814, hace exactamente 190 años.
Figura muy alabada por los más exigentes escritores de su siglo, desde Juan Nicasio Gallego hasta Marcelino Menéndez y Pelayo, ha tenido muy mala fortuna con los jueces posteriores. A pesar de su voz universal, de sus protestas de cubanía, de la amplitud de una obra que incluye alguno de los más intensos poemas de amor de la literatura hispanoamericana y una autobiografía sentimental que puede ser leída como un apasionante folletín romántico -pese a estar redactada en forma de cartas a uno de sus amantes, el esquivo andaluz Ignacio de Cepeda-, la Avellaneda es evaluada casi siempre en función de su conducta personal, sea en el plano íntimo o en el social.
José Martí, quien rehabilitó a Heredia para la historia cubana y pronunció tan certeros juicios sobre otros poetas románticos de la isla como Juan Clemente Zenea y Luisa Pérez de Zambrana, apenas dedicó unas líneas a la poetisa principeña y en ellas no brilla precisamente lo mejor de su genio. Cuando en 1875 comenta, bajo el seudónimo Orestes, para la Revista Universal de México, el volumen Poetisas Americanas, compilado por José Domingo Cortés, se empeña en comparar a esta escritora con su contemporánea Luisa Pérez de Zambrana, de un modo tal que la camagüeyana no queda muy bien parada: “La Avellaneda es atrevidamente grande; Luisa Pérez es tiernamente tímida.” El retrato de la autora de Amor y orgullo parece elaborado con el solo propósito de caricaturizarla:
No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda: todo anunciaba en ella un ánimo potente y varonil; era su cuerpo alto y robusto, como su poesía ruda y enérgica; no tuvieron las ternuras miradas para sus ojos, llenos siempre de extraño fulgor y de dominio: era algo así como una nube amenazante.
Avellaneda “defendió la dignidad de la escritura como ocupación femenina y llegó, sin apenas concesiones, a una altura no esperable en el mundo de su tiempo”.
La imagen debió serle muy cara, pues al año siguiente, cuando dedica un extenso poema a la poetisa española Rosario de Acuña, autora del drama Rienzi, el tribuno, laureado en Madrid, advierte a la escritora contra el abandono de su tierra, en busca de los laureles “amarillos y pálidos de España” y pone ante ella una especie de espectro admonitorio: “¿No se yergue ante ti, sombra de espanto,/ Pecadora inmortal, nube de llanto, /La sombra de la augusta Avellaneda?”
Más cerca de nosotros, la escritora parece haber seguido concitando rencores nada disimulados. En su Historia de la literatura cubana –cuya primera edición data de 1954- Salvador Bueno es capaz de afirmar que la novela Sab “difícilmente puede estimarse como novela de tesis antiesclavista, pues el problema social de la esclavitud está fuera de las preocupaciones de su autora”. No debe olvidarse que esta pieza narrativa había sido publicada en 1841, apenas dos años después de que Juan Francisco Manzano escribiera su autobiografía como documento abolicionista y tres después de la primera redacción de Francisco, de Anselmo Suárez y Romero, que sólo vio la luz en 1880.

Pero la Avellaneda había llegado en ese libro al colmo del atrevimiento, pues no sólo se había cuestionado a la esclavitud como institución social, sino que había defendido las relaciones íntimas a nivel interracial, a lo que no se atrevería, que sepamos, ningún otro escritor de su siglo, ni siquiera Harriet Beecher Stowe en su muy aclamada La cabaña del tío Tom (1852).
Tampoco Cintio Vitier hará justicia a la poetisa. En Poetas cubanos del siglo XIX, donde deja páginas memorables sobre Zenea y Juana Borrero, apenas hay tres párrafos para la Avellaneda, titulados “La retórica”, el último de los cuales concluye:
“En realidad, no tengo nada que decir. Confieso mi fracaso y doblo con pena la hoja de la Avellaneda sin haber podido recibir de ella ninguna enseñanza, como sea la del poder aniquilador que a veces tienen las más seguras y sólidas palabras”.
Tampoco la juzgó con mayor equidad Rine Leal en La selva oscura cuando señala que “su teatro nada añade a nuestra escena” y mucho menos un crítico tan bien dotado como José Antonio Portuondo, quien, al pronunciar el discurso central en la velada con motivo del centenario de la muerte de la escritora, en el Teatro Principal de Camagüey, el 1º de febrero de 1973, lanzó su tesis de la “dramática neutralidad de Gertrudis Gómez de Avellaneda” apoyada en un precario “análisis marxista” de aquella mujer frente a sus circunstancias, a la que considera al margen de los principales problemas de su tiempo. Lo llamativo es que una figura tan denostada aún pueda ser nombrada, cuando se aproxima peligrosamente a su bicentenario.
Sin embargo, un análisis más sereno de su vida y obra nos lleva a constataciones más sólidas. La primera de ellas: la Avellaneda vivió con la más absoluta autenticidad el romanticismo, sin necesidad de poses o escenografías teatrales. Lo mismo sacudió al Puerto Príncipe de su adolescencia con amores que sólo ella creía ocultos, que fue capaz de romper pronto con su medio familiar en la Península e inclusive, llegó a tener una hija fuera de matrimonio con el superficial poeta sevillano García Tassara. Sin necesidad de vestirse de hombre como George Sand, motivó que Bretón de los Herreros pronunciara su célebre frase: “Es mucho hombre esta mujer”.

Se le ha reprochado su constante vinculación con la corte española, pero no hay que olvidar que desde Sor Juana Inés de la Cruz, las mujeres de América tenían vedadas las puertas de academias y universidades y sólo podían lucir su ingenio en salones mundanos o en conventos, y la principeña no tenía la menor inclinación por lo segundo. No fue una marioneta en los reales alcázares –como lo demuestran las cartas de Fernán Caballero, quien se refiere a ella despectivamente como un ejemplo de “mala educación”– sino una testigo sumamente crítica que encontró allí material para sus dramas y novelas: el mundo vano y verbenero de Isabel II alienta en la atmósfera decadente de su Saúl y su Baltasar.
Es asombroso que pueda hablarse de una Avellaneda neutral cuando su obra fustiga a cada paso los problemas esenciales de su tiempo: la censura se cebó en Sab porque comprendió que la defensa de los amores de un esclavo negro con una joven blanca eran demasiados subversivos, y con Guatimozín porque ese relato de la conquista de México, nada favorable a Cortés, parecía una lógica explicación de los motivos de la independencia americana. No se olvide que su temprano drama Leoncia, estrenado en Sevilla cuando la autora apenas contaba 26 años, es ya una abierta crítica contra una sociedad machista que marca a las mujeres por sus “debilidades” morales y que, con pequeñas variaciones, volverá sobre el tema en Errores del corazón y en La aventurera. En una de sus piezas más duraderas, la tragedia Munio Alfonso (1844), hace un desgarrador juicio sobre el mundo donde la justicia tiene signo masculino y puede resultar aniquiladora aún al nivel de las relaciones paterno filiales.
También resulta disparatado el reproche a la escritora de tener por modelos a escritores europeos, desde Alfieri hasta Quintana y Gallego, en una época donde había un solo autor cubano digno de imitar, José María Heredia, de quien la Avellaneda aprendió todo lo que era posible en materia de poesía y a quien dedicó una elegía excepcional. Es cierto que a veces la retórica al uso lastró su verso y su prosa, pero lo mismo ocurría con sus contemporáneos, desde el Duque de Rivas hasta Joaquín Lorenzo Luaces. Lo admirable es la proteica variedad de su escritura, que se ejercitó no sólo en una poesía de gran variedad de metros, sino en la prosa novelística, en las leyendas y tradiciones y hasta en el género epistolar.
Más allá de su denegada candidatura a la Real Academia Española, doña Tula defendió la dignidad de la escritura como ocupación femenina y llegó, sin apenas concesiones, a una altura no esperable en el mundo de su tiempo. Son muy pocos los que hoy se atreven a reprocharle sus amores desordenados, pero se ensañan en otros flancos más débiles de la escritora. Sin embargo, la saludable labor crítica que sobre ella ejercieron hace casi un siglo Menéndez y Pelayo, Aramburo, Cotarelo y Piñeyro, no ha tenido justos y serenos continuadores.
Quien en un tiempo se firmó “La peregrina”, sigue hoy en el camino, sin techo propio en las letras cubanas. Ojalá que en este aniversario, quien no tiene ni monumento propio ni tumba en su tierra natal, encuentre un crítico que la acoja.
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Nota:
Publicado originalmente en la revista Cultura y Sociedad de IPS Cuba, No.1, enero de 2004.
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