Azul Pandora: el color más impredecible
La cinta de Alán González fue uno de los tres proyectos ganadores en la convocatoria de cortometrajes por la igualdad, la no discriminación y los derechos de la comunidad LGTBIQ+ abierta por el ICAIC en 2021.

El tema de la mujer es una constante en el cine de Alán González, realizador de Azul Pandora.
Foto: Cortesía del realizador
Azul Pandora (Alán González, 2023) es una historia de resistencia y reticencia. Es un relato de valor y miedo, lleno de certezas e indecisiones. Es una película de antípodas, en contraste y colisión. Está narrada desde la implosión y la claustrofobia, sustentada en la ilusión y la decepción.
Todo confluye de manera simultánea en el mismo minuto, el mismo rostro, el mismo cuerpo y el mismo cosmos íntimo.
La vida de Pandora (Lady Chiv), una mujer trans cubana, se sugiere, durante el breve metraje, como una suma de contradicciones, represiones, liberaciones, desengaños, búsquedas y temeridades, que han trazado sobre su rostro una profusa cartografía de peripecias corrosivas. Han torcido su boca en un rictus desafiante que a la vez es una mueca de dolor, y una sonrisa masacrada.
Alán González la suma a su significativa galería fílmica de mujeres resilientes, integrada por las protagonistas de películas previas como La profesora de inglés (2015), El hormiguero (2017), Los amantes (2018), La muchacha de los pájaros (2021) y el largometraje no estrenado La mujer salvaje.
Contradicciones y conciliaciones
Un acercamiento frívolo al comportamiento de Pandora pudiera deducir un patrón errabundo, dubitativo, y hasta veleidoso. Sin embargo, resulta más la expresión fehaciente de una vida marcada por discordancias y contradicciones con las normas y modelos socioculturales reaccionarios que exigieron (y no dejan de exigirle) a ella una inexcusable adscripción.

La emancipación de las dictadoras de la naturaleza y las culturas hegemónicas cobra el precio de un cuerpo tensado y una mente punzada, de un rostro telúrico, una mueca ácida y mirada escéptica.
La consolidación de la fe en una misma implica muchas veces el descreimiento en el prójimo, así como la auto segregación respecto a una realidad regulada acorde a cánones y axiomas grabados en fuego sobre la percepción masiva.
El cuerpo es a la vez plataforma política y refugio último para quienes desafían las columnas judeo cristianas y héteropatriarcales que fundamentan sociedades humanas enteras. Y el espacio vital donde reside Pandora es emanación de su cuerpo.
El refugio
Durante toda la historia de Azul…, nadie entra a la casa del personaje, excepto el bebé (Marcelo Batista) que le encarga su urgida vecina (Yaité Ruiz). Sus pretendientes (interpretados por Eduardo Martínez y Mateo Menéndez) la circundan, nadan en sus aguas territoriales.
Están listos para lanzar sus cargas de profundidad repletas de ilusiones y desengaños, de esperanza y desconfianza; todas altamente riesgosas, letales, capaces de destruir la fragilidad inexpugnable de esta mujer.
La fotografía del italiano Lorenzo Casadio sugiere cierto voyerismo, cierta perspectiva espía, que transgrede sin permiso las bardas de perspicacia y ladrillos que Pandora ha alzado entre ella y la realidad. La cámara, el director, el equipo de rodaje, parecen violar su intimidad con las mejores intenciones, pero sin su consentimiento pleno.

Los planos interiores subrayan esta renuencia. Pandora es filmada casi siempre a cierta distancia, desde otras habitaciones, el lente se ubica a sus espaldas. Cuando sale al exterior, siempre circunscrito a los alrededores de su casa, a sus aguas territoriales, la cámara privilegia los primeros planos a su rostro. Abandona los encuadres emboscados, los ángulos escrutiñadores.
El camino de Pandora
Alán González filma una encrucijada, una convulsión, un dilema definitorio, un punto de inflexión en la vida de Pandora. La película tiene aires exclusivamente climáticos. Es una provocación, un dilema ético que se expande hasta el infinito especulativo.
Es una pregunta eterna, una duda permanente. No habrá happy endings ni sad endings para esta peripecia. Solo la sensación de absoluta incertidumbre. La película no persigue moralizar, sino inquietar. No juzga, sino que reta. No explica, sino cuestiona.
Es quizás la mejor manera que el director y su equipo encontraron para ser ellos, y convertir a los potenciales públicos, en leves y empáticos partícipes de la angustia indescriptible en que se debate el personaje —y muy probablemente la persona que lo encarna— durante gran parte de su vida.
Siempre en pos de hallar el irrepetible y preciso tono de azul que se avenga plenamente con ella. Un tono fluctuante, sorpresivo, impredecible, complejo, plural (2023).
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