Mariela Varona lee un cuento erótico en el patio de un museo colonial

A veces injustamente relegada, pero siempre disfrutada por los lectores que llegan a sus páginas, esta entrevista recoge vida y obra de la destacada autora holguinera

Con Luis Yuseff, director de Ediciones La Luz, el lugar donde Mariela Varona reconoce que pasó “el período más lindo de mi vida laboral”

Foto: Cortesía de la entrevistada

Mariela Varona no era exactamente “una joven promesa”, ni podía aspirar ya al Calendario o algún otro premio de los que convoca la Asociación Hermanos Saíz para menores de 35 años, cuando ganó en 2001 el codiciado Premio de Cuento de La Gaceta de Cuba, con “Ana Lidia Vega Serova lee un cuento erótico en el patio de un museo colonial”.

Ese relato la impactó con fuerza en un panorama de emergentes plumas femeninas, al lado de Ena Lucía Portela, Milene Fernandez, Karla Suárez y la propia Vega Serova citada en su título. Recogido posteriormente en Maneras de narrar: cuentos del Premio La Gaceta de Cuba (1993-2005) y otras destacadas antologías como La ínsula fabulante: el cuento cubano en la Revolución (1959-2008), sigue siendo hoy su creación literaria más conocida y Mariela Varona cree que “le gustó tanto a la gente porque pretendí burlarme del boom erótico en la literatura cubana —que a mi entender era excesivo— y me salió una historia divertida y de un erotismo desenfrenado”.

Pero la buena estrella de la nacida en Banes, Holguín, en 1964, y recién egresada en ese albor de milenio del Centro Onelio Jorge Cardoso de Formación Literaria, continuó al año siguiente, con la obtención del Premio David por el volumen de cuentos Cable a tierra, que publicaría Ediciones Unión en 2003. Ese mismo año sale en su tierra natal otro libro suyo de relatos: El verano del diablo.

Mariela Varona posa en Instagram con la imagen de su ídolo rockero Rob Thomas

De pronto, Varona se evapora de la escena literaria y no reaparece hasta que la Editorial Caja China del Centro Onelio saca La casa de la discreta despedida (2009). Otro mutis prolongado a continuación, y la holguinera Ediciones La Luz, donde ella se desempeñaba por entonces como editora, la recupera en 2017 con la publicación de Vino de Falerno.

Tres años después, una sorpresa: Las puertas de la perversión, publicada por Ediciones Matanzas, enmarca el debut de Varona como novelista. Y un par de libros suyos de cuentos ven la luz entre 2021 y 2022, dentro de sellos foráneos: Traslación de la muesca, en Ilíada Ediciones, Alemania; y La buena rabia, en DʼMcPherson, Panamá.

Desde entonces, apenas dos apariciones al interior de las antologías Los extraños paraísos. Cuentos cubanos de eróticas divergentes (Editorial Mecenas, Cienfuegos, 2024) y Azúcar Negra. 15 cuentos criminales cubanos (Nitro Press, México, 2025); y ambas, casualmente, con el mismo relato: “Los asesinos”.

Instagram, la gata Mona y Rob Thomas 

Las entrevistas a los escritores suelen enfocarse en los libros escritos, reiteran preguntas similares y son aburridas y monótonas. Si arranco aquí con un resumen de la carrera literaria es justo para dirigir la conversación con Mariela Varona hacia otros rumbos. Por supuesto que se abordarán sus libros; pero se va a hablar, también, de sus silencios, de los instantes de impasse.

El cuento que dio a conocer a la autora holguinera se recogió en esta compilación de textos ganadores del Premio La Gaceta de Cuba.

¿De dónde salió, de improviso, rayando el siglo XXI, la creadora de aquel cuento prodigioso? ¿Por qué tanta demora entre libro y libro? ¿Y ahora, en este tiempo preciso, qué ocurre con Mariela Varona?

Hasta los agentes policiales de hoy, cuando siguen el rastro de un sospechoso, acuden a Facebook. Por ahí empiezo; pero no encuentro nada. Ella me hará luego esta confesión: “Permanezco agazapada, silenciosa, sin asistir a los grandes bailes de sociedad (hablo de Facebook, por supuesto), consumiendo solo lo que me hace feliz”.

Sí se le puede encontrar en otra red social, con un perfil creado en octubre de 2022, que lleva la siguiente descripción: “Escritora cubana. Fanática de Rob Thomas y Matchbox Twenty. Oh, Instagram! Asqueada de Fcbk me refugio en ti”. Sin embargo, ha hecho sólo 9 publicaciones ahí; y 4 de ellas son para exhibir a su gata Mona.

La felina de lomo atigrado y vientre blanco es “la última de toda una serie de gatos amados”, tiene 12 años y nunca ha querido aparearse. Su locura, dice Mariela, “no tiene mucho de mística, es el resultado de mi propia locura y de vivir encerrada entre libros y cuadros”. Desde la muerte de su esposo hace tres años, el animalito es su centro afectivo y ella vigila “su decadencia física con aprensión, con miedo a morirme y a que ella me sobreviva, pues soy la única que la ama”. La gata hasta le resulta útil para explicar por qué no tuvo descendencia:

―A un niño es muy difícil hacerlo feliz. Pero a una mascota ¡es tan fácil hacerla feliz! Por eso nunca me sedujo la idea de la maternidad.

Completan su Instagram una instantánea dedicada a un amigo y algunas imágenes personales: ella en una peña literaria de Holguín; un par de fotos donde se muestra complacida con ejemplares de libros suyos; un reel que revela su pasión por el cigarro, y una reclinada hacia atrás, enseñando a Rob Thomas en la pechera del pulóver.

Thomas no ha alcanzado el aura universal de Jim Morrison, Freddy Mercury o Kurt Cobain; y al menos yo, le conozco fundamentalmente por “Smooth”, tema compuesto para el aclamado disco Supernatural, del guitarrista Santana. ¿Cómo llegó a convertirse en el rockstar superfavorito de una escritora cubana?

El rock fue la banda sonora de su adolescencia y ese género musical se ha colado fuerte en la obra de varios escritores de su generación literaria, conocida como “Los Novísimos”. Pero la obsesión particular de Mariela Varona “empezó cuando murió mi pareja. Él era fanático de Rob y me da la impresión de que fue capaz de pasarme la batuta de su admiración para que lograra atemperar el duelo”. En un disco externo del marido encontró los álbumes de Matchbox Twenty, la banda de Thomas, y quedó maravillada con su sonido post grunge.

La historia personal del cantante también le resultó inspiradora: un white trash crecido en un pueblo polvoriento de Carolina del Sur y de madre alcohólica, que pudo superar una adicción a las drogas, convertirse en compositor fecundo y líder de una banda exitosa y que ha amado a la misma mujer por 26 años. Con aires de enamorada, adiciona: “Para colmo, sigue siendo lindo a los 53, promueve músicos jóvenes, ve las mismas series de televisión que me gustan, da refugio a animales callejeros… Su perfección es casi indecente”.

El caso Thomas da pie para que emerja un rasgo del entorno en que creció la autora:

―Vengo de una familia donde la música era esencial para el equilibrio. A todos nos gustaba cantar y bailar, y no lo hacíamos mal. Mi tío Alfredo, además de ser fundador de Radio Banes, compuso boleros y guarachas; y su canción “Distintos senderos” la popularizó Tito Gómez con la orquesta Riverside. Y mi hermano Amaury es arreglista, excelente ejecutante de acordeón y gracias a su música ha tenido largos contratos en Japón y Venezuela.

Un dato curioso: Mariela rompe la regla del intelectual escandalizado con los ritmos urbanos. “A menos que alguien plante una bocina delante de mi puerta”, aclara. Pero apunta que “bailar me sigue pareciendo sabroso y algunos temas de reguetón me resultan irresistibles”. Ella asegura “conservar algo adolescente”, que le permite “una capacidad de adaptación a las nuevas músicas, que no me hace ponerlas en mi playlist pero sí comprender por qué le gustan a los jóvenes”.

El terrible aneurisma, la lectora voraz y la escritora olvidada

Otra tragedia se adicionó el pasado año para ahondar la desconexión de la holguinera con el mundo: “Ese aneurisma me cambió la vida. Empezar a ser bizca al cumplir los 60 no es tarea fácil. Es como envejecer de golpe, sin etapas intermedias; es dejar de usar delineador, máscara de pestañas y lápiz de cejas y salir a la calle con un ligero carmín en los labios y nada más”.

Publicado en 2021, por Ilíada Ediciones, de Alemania, este volumen de cuentos es una de las últimas apariciones de Mariela Varona en la escena literaria.

Encima de la cuestión estética, “la bizquera produce diplopía y elimina el sentido de la profundidad, o sea, no distingo los desniveles de la calle y me he caído ya dos veces. Siempre fui una persona independiente y ahora tengo que permanecer en casa, encerrada, para estar a salvo”.

Pero lo peor es la afectación a su estatus profesional como editora, porque ya “no puedo editar textos extensos. Los renglones se juntan, se entremezclan”. Y la confesión más dura: “Vivir de limosnas me resulta vergonzoso después de trabajar desde jovencita. Y yo no trabajaba solo por cobrar un salario. Lo hacía con pasión por la excelencia. Ahora, los sobrinos y los amigos me mantienen, a pesar de mi improductividad”.

Como ocurrió con el argentino Borges, el consuelo de la cubana frente a la discapacidad física fue volcarse en la voracidad lectora, reforzando un placer que tuvo desde siempre. “Leo muchísimo en un tablet ―cuenta Varona―, pero inconscientemente mantengo cerrado el ojo bizco, lo cual provoca que el otro se esté desgastando a un ritmo galopante”. ¿Y qué lee?

―Cuando le pidieron en una entrevista de 1980 su opinión sobre la literatura moderna, Borges respondió: “No la conozco. No conozco contemporáneos. Vivo solo, vienen amigos a verme y tomamos un libro cualquiera de la biblioteca y prefiero releer a leer. Una vez se dijo que no hay que leer un libro que no haya cumplido cien años, porque no se sabe si es bueno o malo; en cambio el tiempo elige, si un libro cumplió esa edad algo habrá en él”.

En tanto que autodefinida “relectora”, ofrece una lista: “Releo a Balzac, Flaubert, Carson Mac Cullers y un larguísimo etcétera. Pero mi favorito de todos los tiempos es, sobre todo, Mijaíl Bulgakov”. Y regala esta anécdota: “Mi marido y yo hicimos los subtítulos del Maestro y Margarita, la serie de televisión de Vladimir Bortko de 2005, porque disponíamos del caption en inglés y yo me sabía la novela casi de memoria. Ninguno de los dos sabía ruso, pero quedó estelar. Luego los colgamos en Internet para que los descargaran libremente”.

Para lo que ella misma llama “la maldición de la relectura propia de mi edad”, la autora de Cable a tierra ha encontrado, sin embargo, un antídoto: “Gracias a mi trabajo con Ediciones La Luz pude librarme un poco de eso. Qué magníficos escritores jóvenes he conocido, cuántos discursos brillantes y frescos me ha tocado cuidar, acompañar. Y son jóvenes de todas partes del país, aunque, por supuesto, tengo mis joyas preferidas y muchas son made in Holguín”.

Cuando su silencio literario actual parece explicado, todavía argumenta:

―A pesar de todo, escribo. Muy poco, pero escribo. En realidad nunca tuve disciplina para escribir, así que eso no hace mucha diferencia.

Esa última confidencia prepara el terreno para que empiece a explicar sus otros silencios, las lagunas de tiempo entre un libro y otro… Por muchos años, Mariela trabajó en la profesión que se formó, como ingeniera eléctrica, hasta sentirse exhausta y dejar ese trabajo. Entonces, según cuenta, “me quedé leyendo en la cama sin parar durante dos años. Me habrían salido escaras de no ser por Luis Yuseff, que me llamó a trabajar con él en Ediciones La Luz, el período más lindo de mi vida laboral. Pero el oficio editorial te desconecta de tu discurso personal, te pone al servicio de otros discursos. Y eso no propicia que perseveres en la escritura propia. Son demasiadas distracciones para mí, que soy displicente por naturaleza. Lo mío es tener una causa por la que luchar, sean las líneas de 110 y 220 kV, el libro de tal autor que debe quedar perfecto o resolver un problema de familia”.

El escritor Rubén Rodríguez presenta la única novela de Mariela Varona, Las puertas de la perversión, en la Feria del Libro de Matanzas

―Siempre he priorizado otras cosas, he escrito solo cuando las historias golpeaban con tanta insistencia mis neuronas que no tenía más remedio que dejarlas salir. Por eso he escrito un puñado de cuentos y una sola novela ―explica la autora y remata con una reflexión íntima―: Si hubiese logrado ver mi escritura como un mandato divino, tal vez la hubiera convertido en “causa” y hubiera luchado por ella. Pero no, no sucedió.

Con sus propias palabras, la que escribió La casa de la discreta despedida va desmontando el mito creado alrededor de ella como escritora preterida u olvidada, en comparación con otras de su generación. “Cada cual tiene lo que se merece. Esas escritoras, a quienes llamo ʽlas mostrasʼ y admiro desde que las descubrí, merecen estar donde están, porque no han tomado con displicencia el oficio de la escritura, se han superado a sí mismas y han sido coherentes con el valor que otorgan a su obra”.

“Mientras, yo prefiero estar inmóvil, metida dentro de mí. ¡Los dos o tres premios que gané en toda mi vida se deben a que mi esposo y algunos amigos enviaban los textos a los concursos!”, revela.

Entonces, liberada de toda vanidad literaria, ¿a qué aspira hoy Mariela Varona?

―Al final, lo que sí necesito es conservar mi alegría interior, que ha sido esquiva después de mi accidente cerebrovascular. También necesito que no muera mi asombro ante las cosas, la curiosidad de investigar temas que a nadie más interesan. Esa chispa esencial todavía está viva. Por tanto, aunque a veces me siento como un bicho o un zombi, sé que algo de vida queda en mí.

Sobre el cuento donde empieza todo y uno del final

Después de tanto hablar de lo que no fue, toca contar de lo que sí. Y mejor hacerlo desde el mero comienzo:

―Escribía solo para mí y mis amigos; y uno de ellos (Michael H. Miranda), envió al Centro Onelio mis cuentos y me aceptaron. Estaba en la edad límite. Y “El Chino” Heras (Eduardo Heras León) y su taller cambiaron mi perspectiva sobre la escritura. Entendí que no todos tenemos que escribir como los monstruos que admiro. No somos Bolaño, Kundera o Murakami, pero hay lugar para todos bajo el sol; y nuestro discurso, aunque no llegue a ser “alta literatura”, puede servir para el disfrute o la reacción de otros.

En el Onelio recibió “clases de vida y literatura”; y los profesores Raúl Aguiar y Amir Valle le explicaron “cosas que no se aprenden cuando vives en el Oriente cubano”, como la manera en que funcionan los concursos, por ejemplo. A pesar de que odia competir, dejó que sus amigos mandaran al Premio La Gaceta de Cuba, que ese año comenzaba a enviarse bajo seudónimo, un cuento que había escrito, precisamente, para ironizar sobre lo que sucede en “la literatura cubana entre bastidores”. Ganar no estaba ni remotamente en sus cálculos. Pero…

“Gané, y eso fue muy bueno por un lado y malo por otro”. Por culpa de “Ana Lidia Vega Serova lee un cuento erótico en el patio de un museo colonial” a Mariela Varona la gente de su trabajo empezó a vigilarla. “Y aunque estuviera ensimismada calculando a cuántas torres de 220 kV se le debían cambiar los aisladores y herrajes ese mes, ellos creían que aprovechaba la computadora del trabajo para escribir”.

La antología de cuentos cubanos de tema criminal lanzada este 2025, en México, incluye un cuento de Varona titulado “Los asesinos”.

Por su parte, “los amigos y parientes, fascinados con aquella ganancia de mil dólares con un solo relato, me pinchaban a toda hora, exhortándome a escribir una saga de cuentos ganadores de premios, pues creían que de aquel cuento en adelante, yo escribiría cada vez mejor y me convertiría en una especie de fenómeno de las letras. Todos estaban equivocados”.

Su modestia le hará decir eso aunque, en verdad, no estaban tan equivocados. Varios libros llegaron después, y ya habrá espacio para ellos dentro de esta conversación; pero ahora toca saber de “Los asesinos”, relato que, si bien ya estaba en su libro de 2009, se ha puesto de moda hoy por la inclusión casi al mismo tiempo en una antología de cuentos eróticos y otra de cuentos criminales.

―Salió de un golpe de horror ―rememora―. Una tarde vi a mis compañeros de trabajo frente a una computadora, con caras fascinadas, demudadas. Por un instante creí que veían una película porno y pensé: “Están locos; si los cogen…” Y me asomé a mirar, pero eran fotos de un cadáver en la morgue. El morbo que despierta la muerte, una vez más, se confundía con el morbo del sexo.

Aquellas imágenes se le quedaron incrustadas en la memoria: “Un muchacho de pelo negro asesinado a machetazos. En lugar de rostro, tenía dos secciones de carne blanca separadas por un tajo horizontal perfecto, a la altura de donde tuvo la nariz. Supe de quién se trataba porque el crimen, ocurrido en una cafetería de las afueras de la ciudad, había conmocionado a los holguineros. Pasaron a la foto siguiente, con una vista del hombro del muchacho y al lado, su brazo lleno de cortes desprendido del tronco. La foto siguiente era peor: el vientre rajado como el de un cerdo”.

―Huí tan rápido como pude, pero alcancé a oír a alguien decir: “Para colmo, este muchacho no tenía que trabajar esa noche, le había cambiado el turno a un compañero”. Esa imagen me persiguió con tanta saña, que tuve que inventar un cuento para él. Y la única forma de lograr que siguiera vivo, de cambiar esa realidad, era dándole la voz del narrador en la historia. Eso fue todo… Después, relacioné su inocencia con el personaje de Hemingway, y supe que tenía que llamarlo así: “Los asesinos”.

Sexo, humor, muerte y Las puertas de la perversión

“Tres palabras pueden resumir tus historias: sexo, humor y muerte. ¿Por qué?”, pregunto a la autora de Vino de Falerno. Ella me pone emojis de caritas sonrientes en el chat y responde: “¡Que me lleve el diablo si sé por qué escribo lo que escribo!”. A continuación, intenta explicarse:

―Intuyo que todo sale de haber vivido una infancia tan perfectamente feliz, tan metida en las historias de Dumas, Mark Twain, Dickens, Las mil y una noches y el Tesoro de la juventud, que me aprendí al dedillo el plano de París antes que las calles de mi pueblo y me hice una idea de la realidad totalmente distorsionada. Cuando salí de Banes al terminar el preuniversitario, no fue el típico salto de pueblerina a ciudad grande, sino un salto monumental que me puso al otro lado del Atlántico, para una beca en Hungría. En el año de preparatoria para aprender el húngaro, en Budapest, con 16 años, aprendí que ni el mundo era como lo había imaginado, ni el socialismo real era como me lo contaban.

La cuentista de Traslación de la muesca hace evocación de aquel tiempo de descubrimientos: “Descubrí que mi cuerpo adolescente era una mina de posibilidades, bailé en las discotecas hasta perder la cabeza; me regañaron dos veces en la embajada cubana por salir con chicos extranjeros; mi profesor de Húngaro (se llamaba Tőkés Béla) me regaló una caja de bombones para que fuera a una especie de concurso de la lengua; adquirí fama de puta cuando todavía era virgen; descubrí que los gitanos, los más discriminados, nos despreciaban a nosotros, los tercermundistas; comí quesos, chocolates y cerezas de todos los tamaños posibles; supe lo que era un concierto de rock en vivo; me enamoré de un palestino y se lo llevaron para la guerra antes de terminar el curso…”

La pérdida del amado le quitó el deseo de permanecer allí y regresó a Cuba. Muchas más cosas le pasaron; pero “lo esencial es que ese choque con la realidad me duró para siempre, y es de esa realidad de la que empecé a escapar en mis historias”.

Después apareció “un ser extraordinario y una mente brillante”, Ramón Legón. “Los 36 años que compartí con él, completaron mi aprendizaje de la realidad de una forma brutal. Lo que en Budapest solo había intuido, a su lado le pude poner nombre, desmenuzarlo, explorarlo hasta los límites humanos posibles. Él traía a mi vida todo el sobresalto y la incertidumbre que yo temía tanto como deseaba”.

El fallecimiento del esposo la privó de un hombre que “solía bromear sobre su papel en mi vida diciendo: Soy tu mayordomo, tu cocinero, tu terapeuta, tu amante, tu encargado de relaciones públicas. Y cuando estoy loco por charlar o hacer algo contigo, te vas a la cama y te pones a leer”.

Si él la llevó a abrir las puertas del amor, de seguro también la condujo ante “las puertas de la perversión”. Parece llegado el momento de que la autora exponga sobre su única novela:

―En La rama dorada de Frazer, me enteré de que los sacerdotes castrados de Cibeles caían en trance mientras bailaban “haciendo ochos con el pelo”. Una multitud de gente en trance y sacudiendo el pelo de esa exacta manera es similar a la de un concierto de rock de finales de los 90. Explorar por qué esos movimientos se repiten, tanto antes de nuestra era como después, se volvió crucial para mí.

Las puertas de la perversión reconstruye el festival de primavera en Frigia, narra la ambición de poder de un rey pequeño como Midas y el amor de un sacerdote por su discípulo adolescente. Para relacionar el siglo VIII a.n.e con la actualidad, Varona se inventa un personaje contemporáneo que asiste a conciertos de rock y es poseído por aquel sacerdote antiguo, con un deseo irremediable por un muchacho de su entorno. Un deseo que lo atormenta pues jamás se había sentido atraído por los hombres. La esposa de ese personaje es quien cuenta la mayor parte de la historia.

―Escribir esa novela me obsesionaba tanto como ahora me obsesiona Rob Thomas. De hecho, fui al Onelio porque quería aprender a escribir esa novela. La trama me daba vueltas sin cesar, no tenía idea de cómo organizar tantas cosas en un solo texto. Tampoco era fácil investigar cuando todavía ni había Internet en Cuba. A la par, tenía que estar pendiente de que las líneas de alta tensión de la región oriental no corrieran riesgo de disparo o interrupción, porque eso implicaba que todos los trabajadores de la empresa nos quedábamos sin estimulación en divisa.

Mariela Varona pasó 12 años escribiéndola, con el obstáculo añadido de que “la vida cotidiana, sin un clan familiar apoyándote, no favorece mucho la disciplina para escribir”.

―Pero así de orgullosa me sentí conmigo misma cuando logré redondear la historia y poner el punto final. Me sentía toda una heroína.

La cuestión del método y un cierre diabólico

La autora de La buena rabia cree padecer una “procrastinación congénita”, a la que achaca haber dejado sin terminar otras dos novelas que empezó. “Las descuidé por tanto tiempo que perdía el tono y no me volvía a conectar”, alega.

“Soy un poco perezosa también”, dice y explica con ello la escasa coherencia interna que le encuentra a los libros de cuento que ha publicado. Mezcla en el mismo volumen cuentos realistas con fantásticos. “Soy incapaz de proponerme una línea de acción para escribir una serie de cuentos con el mismo género. Solo reúno los cuentos que tengo escritos y trato de ordenarlos lo mejor posible”.

Para los lectores de la narradora holguinera, esta característica, en cambio, le imprime diversidad a sus libros, y la sorpresa de que cada cuento pueda romper las expectativas creadas por el anterior. Además, cada uno de esos relatos, por separado, engendra la sensación de estar confeccionado con impecable orfebrería y de que la mano de la autora supo desde el primer párrafo hacia dónde quería llegar. ¿Será que, al menos para la hora de preparar sus cuentos, posee algún método o teoría?

―No tengo nada de eso, solo instinto para saber si la idea que ronda mi cabeza puede convertirse en cuento. Si a mí me da rabia, temor, risa o ternura esa idea, es posible que pueda escribirla y potenciar ese sentimiento en los demás ―esclarece Varona―. A veces la idea sale de un sueño extraño, de esos que te susurran que cada vez que duermes estás viviendo una vida distinta. A veces, de una frase dicha en la calle por un muchacho a su amigo cuando pasa a mi lado, o de la mirada de odio que sorprendo en los ojos de una madre al hablarle a su hijito. Todo comienza cuando una se pregunta “¿Y si…?”

Y si esta conversación acabara ya, ¿cómo sería mejor hacerlo? Pienso y se me ocurre lo siguiente:

―Y si fuera Mariela Varona la que tuviera que leer un cuento erótico suyo en el patio de un museo colonial, ¿cuál…?

El calor agobiante y los apagones interminables de Holguín, sin un ventilador siquiera para refrescarse… Supongo que esa circunstancia interviene para que la escritora responda de inmediato:

―“El verano del diablo”.

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