Afinidades, música de cámara a cuatro manos
“Una película de la Cuba de estos tiempos”.
Aunque protagonizada por dos parejas cuyos encuentros sexuales ocupan una buena parte de sus 90 minutos, Afinidades no podría ser calificada como una película de amor, ni el erotismo constituye su rasgo más sobresaliente.
Se trata, eso sí, del proyecto más ambicioso emprendido por Vladimir Cruz y Jorge Perugorría detrás de las cámaras, desde que Fresa y chocolate de Tomás Gutiérrez Alea catapultó a los dos actores encargados de los roles protagónicos a la fama internacional.
Avalados por su ya larga experiencia en el cine y algunos ensayos en la dirección de documentales y cortos de ficción, Cruz y Perugorría decidieron apostar fuerte con una historia que tiene como punto de partida la novela Música de cámara, del escritor cubano Reynaldo Montero.
Para cualquier director (incluso el más experimentado), la adaptación cinematográfica de una obra literaria es un ejercicio bastante riesgoso que va mucho más allá de transformar el alma esquiva de las palabras en imágenes concretas.
De hecho la historia del cine está llena de adaptaciones fallidas de cuentos y novelas, aunque el éxito o el fracaso de la empresa no siempre es atribuible al grado de fidelidad hacia el original literario, en tanto ese factor por sí sólo no es suficiente (y a veces, ni siquiera indispensable), para garantizar la validez de la versión cinematográfica.
En el tránsito hacia la gran pantalla en ocasiones se imponen cambios que no sólo son necesarios para transformar la “materia” literaria, sino que incluso resultan una ganancia para el texto cinematográfico.
Y esto lo saben muy bien Perugorría y Vladimir Cruz, que justamente en sus inicios y bajo la tutela de Tomás Gutiérrez Alea, dieron vida a Diego y a David en la lograda adaptación del cuento de Senel Paz El lobo, el bosque y el hombre nuevo.
Por sólo citar un ejemplo, en el texto de Paz no existían ni el alocado y simpático personaje interpretado con maestría por la actriz Mirta Ibarra, ni el militante extremista-oportunista que de alguna manera encarna las fuerzas oscuras que potencian el conflicto y precipitan el fatal desenlace en Fresa y chocolate.
La introducción de ambos personajes constituyen un acierto que, lejos de desvirtuar el espíritu del cuento, consiguen enriquecer y profundizar el conflicto, adecuándolo a las exigencias dramáticas del discurso audiovisual.
En Afinidades corresponde a Vladimir Cruz, en su condición de guionista, la adaptación de la obra de Reynaldo Montero. Para ello renuncia a mantener la estructura fragmentada del relato original que asume alternativamente el punto de vista de los protagonistas.
En cambio utiliza el recurso de la voz en off , para acercarse al mundo interior de los personajes, enfrentados a veces a parlamentos y diálogos demasiado fieles a su antecedente literario, que lastran en ocasiones las actuaciones con cierto grado de afectación.
Entre los aciertos de la película se cuentan la música de Silvio Rodríguez y su fotografía (a pesar de su insistencia, a veces molesta, en los primeros planos), a cargo del experimentado Luis Najmías. El contrapunto entre el entorno bucólico y la naturaleza escabrosa del relato contribuye a crear una atmósfera de enrarecida calma bastante lograda.
Otra de sus mejores bazas es el acercamiento provocador a la sexualidad, a través del cual se introducen algunos temas de dolorosa actualidad, como son la pérdida de valores éticos y morales, las diferencias sociales cada vez más evidentes, y la existencia de un sector emergente posesionado o aspirando a determinados puestos con acceso a beneficios personales, y portador de una despreocupada conciencia de sí y para sí, simplemente amoral.
Tanto la novela como el guión cinematográfico convierten la anécdota del intercambio de parejas en algo más que una historia de juegos sexuales y enredos amatorios, para transformarla en una especie de parábola de los tiempos que corren aquí y ahora. Pero Afinidades propone un final más amargo y ajeno al amor del que formula Montero en su relato.
Cristina, una cubana cuyo mundo, en la novela, gira alrededor del sexo, es reconvertida en española, quizá por necesidades de la producción. Interpretada con bastante acierto por la actriz Cuca Escribano, esta mujer llegada de “otro mundo” entiende la vida como un disfrute continuo de los sentidos y especialmente del placer proporcionado por el sexo, aunque a ratos se le escapa una nota falsa, como aviso de que esa búsqueda desenfrenada no es suficiente, incluso en su caso, para alcanzar la felicidad.
En las antípodas se encuentra la esposa de Bruno, Magda, encarnada por la debutante Gabriela Griffith, cuya timidez en cuestiones sexuales viene acompañada de una limpieza de espíritu que la hace más vulnerable frente al resto de los personajes, siempre guiados por segundas y terceras intenciones.
Néstor y Bruno (Jorge Perugorría y Vladimir Cruz), son tan complementarios que prácticamente no podría existir uno sin el otro. Un jefe corrupto y un subordinado un poco crítico, y por lo tanto incómodo que, al verse en peligro de perder su empleo y con él sus prerrogativas, está dispuesto a participar en “el negocio” que lleva a las dos parejas hasta un centro turístico suficientemente discreto y poco atractivo para la limitada cantidad de cubanos en condiciones de costearse todo un fin de semana en pesos convertibles.
Estrenada en el pasado Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano y exhibida en el circuito comercial durante el mes de febrero, la opera prima de Vladimir Cruz y Jorge Perugorría es, como ha dicho este último, “una película de la Cuba de estos tiempos”.
Sin embargo, algunos espectadores y críticos opinan que no parece una película cubana, ya sea por su tempo más pausado o por la ausencia de ciertos clichés que tradicionalmente son identificados de manera simplificadora con la cubanía, a pesar de que no existe una fórmula o receta que certifique esa condición, y menos que todo en el arte.
Cierto es que la película se asoma a un mundo demasiado distante del palpitante ruido de la ciudad y del calor de la calle con sus luchas cotidianas, y se concentra en un espacio cerrado y elitista que sólo se encuentra al alcance de un reducido grupo de privilegiados. Pero ese mundo también existe y no es posible ignorarlo por cuanto en la pirámide que se va perfilando en la sociedad cubana, al parecer los Brunos y los Néstor ocuparán cada vez un lugar más importante.
En Afinidades la doble moral (o su ausencia), el cinismo, el abuso de poder, el tráfico de influencias y la corrupción, son aludidas como algo natural. Al parecer son las reglas de juego aceptadas por todos los personajes, incluso por la más virtuosa del grupo, la tímida Magda, cuyas palabras finales de censura hacia Bruno no son suficientes para distanciarse de ese entorno contaminado.
Al marcharse de esa burbuja artificial para volver a la “normalidad”, los integrantes del grupo no han quedado tan satisfechos como esperaban, quizá porque el placer conseguido no ha bastado para suplir las insatisfacciones de sus vidas. Sólo Magda parece haber ganado algo, por haber podido traspasar sus propios limitaciones sexuales y madurado en la comprensión de quienes conviven con ella.
Con la llegada de los créditos finales y a pesar de encontrarnos ante un producto con logros parciales, se intuye la necesidad de “algo” más para hablar de una obra totalmente conseguida. Ni siquiera las pasiones que deberían mover a los personajes, convocados allí en un principio para satisfacer sus fantasías y apetitos sexuales, logran desatarse completamente. Tampoco lo hacen los conflictos que se esconden tras ese motivo inicial y esto provoca que la historia sólo haga humo, donde debería arder un gran fuego.
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