Billete, busto, estatua

Reseña de Gloria eterna, de Yimit Ramírez, ganadora del concurso de ficción de la Muestra Joven ICAIC, 2018.

Fotograma de Gloria eterna

Foto: Cortesía del autor

Llama la atención que el protagonista de Gloria eterna, el corto de ficción con que Yimit Ramírez regresó a la Muestra Joven ICAIC, se llame Julián. Julián como Martí… a la misma hora en que su opera prima, Quiero hacer una película, estuviera en el ojo de la tormenta debido a cierta frase que un personaje dice acerca del Apóstol y que ha parecido inaceptable.

Porque este Julián, que encarna Mario Guerra, es un funcionario. Uno gris, triste: de esos que se mueven entre legajos y papeles turbios, en oficinas también oscuras. Allí hace un trabajo maquinal y extraño, cuya utilidad no nos queda nunca clara. Pero ese trabajo tiene un propósito, al menos para Julián y los demás que lo ejecutan: reunir “méritos” para ascender en la escala de la valoración social.

El mundo de la burocracia funciona aquí de maravilla: cumplir el encargo del funcionario supone reiterar la verdad de quien manda (un ente invisible, que solo emerge de la invisibilidad a través de una voz filtrada por un intercomunicador, y lo hace para impartir orientaciones), acatar las reglas y esperar a ser halagado, premiado, promovido. Una estructura jerárquica donde el ascenso en la escala social depende de la obediencia. Burocracia entendida etimológicamente como ejercicio del poder desde la oficina; ergo, como ejercicio de un poder que busca reproducirse, no importa si con ello se deja de funcionar como parte de la idea de servidor público de la sociedad.

Yimit Ramírez, regresa a la Muestra joven ICAIC de 2018 con su corto Gloria eterna.

Julián es un tipo bueno, sin demonios visibles ni doble discurso. Estamos ante un ciudadano modelo, se diría: casado, amante cariñoso, que espera un hijo. Que vive sencillamente. El sueño que alberga es poder enseñar a nadar a Juliancito, su vástago por nacer. Y de improviso recibe eso tan ansiado que esperaba, el “premio gordo” de la autoridad: convertirse en estatua, ser encofrado, cubierto en cemento y luego clavado en un parque. Su familia quedará así protegida para siempre, sin estrechez material, así como confortablemente ubicada dentro del esquema de la reputación social.

Julián ha pasado por las diferentes estaciones del aprecio del poder: lo han recompensado con billetes, luego con bustos y ahora con una estatua. Y Julián / Martí trascienden su humanidad como piedra, por obra y gracia de una manera de entender la realidad que persigue monumentalizar, producir iconos para la adoración. Y que cuando monumentaliza suele desechar el costado contradictorio que todo ídolo porta y constituye.

Yimit Ramírez hizo con Gloria eterna su ejercicio de segundo año en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, donde estudia. El resultado destaca, no obstante, por la complejidad de un proyecto que excede la ambición del desempeño escolar tradicional. Ello, tanto en términos de escritura dramática como de puesta en escena.

Con Gloria eterna estamos en el territorio de la distopía. O sea, del comentario desplazado sobre la circunstancia presente, que se sirve de la producción de un cosmos inexistente, caprichoso, inverosímil. El corto de Yimit se parece, sobre todo, a esas distopías que, en la genealogía de 1984, de George Orwell (para usar un referente convertido en cliché, porque bien podría relacionarlo mejor con Kafka), comentan una sociedad autoritaria, un sistema social de control del disenso, de acallamiento de la diferencia, de supeditación de la voluntad individual a las prerrogativas de ese Gran Otro que es el Estado omnímodo y ubicuo.

Para que ese universo inverosímil sea creíble, los recursos de escenificación resultan decisivos. La dirección de arte, los detalles escenográficos y de diseño visual son esenciales para producir la sensación de un mundo con leyes propias, de atmósfera social tangible, de entorno ominoso que, de tan banal, transmite a la perfección la idea de estar ante un sistema de control social que funciona con la precisión de un artefacto maquínico, donde la gente es a su vez un elemento subsidiario de esa máquina que los anula.

La introducción al universo de Gloria eterna es estupenda por eso mismo: el primer acto nos coloca dentro del ojo del Gran Hermano, que parece vigilar cada detalle de la vida de esta gente, que trabaja como autómata mientras se comunica a través de susurros. La cámara está allí arriba, en agudo picado, aplastando a los hormigueantes oficinistas, y una voz intempestiva les obliga a ponerse en firmes y a obedecer.

Luego, en la segunda escena, cuando Julián es convocado al acto ceremonial ante el busto parlante que le informa de su reconocimiento, otra vez la mirada casi cenital, la iluminación expresionista, el diseño escénico apoyado en leves signos de la dominación resaltan por su constitución despojada de espectacularidades. La dominación entendida como consenso, como algo que parece no existir porque, según Marx, la ideología puede calificarse según la frase: «No saben lo que hacen, sin embargo, lo hacen», ilustra un mundo donde la desobediencia ni siquiera es imaginable, donde discrepar no se considera entre las opciones posibles del libre albedrío.

Aquí sobresale la formación del propio director: sus estudios de diseño y su anterior carrera como animador. Yimit trabaja al detalle la idea de una aprobación normalizada del régimen burocrático, que premia y repudia como mecanismo de control. La historia de Julián es la de alguien que acepta ese estado de cosas como el mejor de los mundos posibles. De ahí que, a través de la focalización subjetiva de la pieza sobre este personaje, se nos refiera además el funcionamiento de la propia normalización, de la constitución subjetiva de la individualidad misma del sujeto de las sociedades de control.

Los billetes perlados de próceres y figuras votivas, los bustos y estatuas idénticas, intencionalmente manufacturadas feas y toscas por los realizadores, que la gente adora, que pululan en las escenografías, relatan más sobre este mundo que todo lo dicho o expuesto en el relato. Estamos en un cosmos cifrado a partir de la necesidad de auto-reproducción del poder, donde el juicio crítico se echa en falta y la gente disfraza sus motivaciones egoístas con la necesidad de aprobación del poder. O sea, un mundo social que produce simple y llano oportunismo.

La representación del poder con atributos de comedia grotesca, que a menudo resulta en resortes dramáticos propios del humor negro, el sarcasmo y la inverosimilitud, es habitualmente recibida por el público con sorna. Y el ritual solemne del poder no provoca, visto desde la perspectiva del desvío simbólico dispuesto en el primer acto de Gloria eterna, otra cosa que risa. El mayor riesgo en Gloria eterna es inclinarse hacia esa versión del mundo representado. A hacer una versión chaplinesca (en su sentido peyorativo), por propia del choteo y la parodia, de las instituciones que encarnan la autoridad. Este riesgo, empotrado al tono del primer acto, seduce por su efectividad en el proceso de mediación que establece el relato con su público. Hubiera sido una elección formal cómoda, aceptable incluso, seguir por ese camino… pero no es el caso.

En el segundo acto hay un cambio de tono que obliga al espectador a recolocarse: Julián y su esposa sueñan con las posibilidades que abriría a la familia el reconocimiento definitivo a su trabajo dedicado. El entorno escénico, el tratamiento de la luz, la performance actoral, una cámara menos aviesa refieren una atmósfera no tan cargada y un tono menos próximo al esperpento. El diálogo entre el personaje protagónico y su esposa embarazada (encarnada por Lynn Cruz) inaugura un tono más cercano al realismo naturalista, lo cual supone un extrañamiento nuevo y la revelación de un espacio propio para el sujeto de la dominación (el espacio “seguro” de lo privado, allí donde también está presente el aparato de control en la forma de un busto parlante que interrumpe con sus conminaciones) nos ubica ante las tensiones de la vida cotidiana que explican las motivaciones no dichas de los sujetos: convertirse en estatua es, para Julián, aceptar un suicidio que, paradójicamente, agradece, pues significa que tanto su viuda como su descendiente nonato tendrán una vida sin esfuerzos ni estrecheces materiales,

Es en este acto donde la vocación reflexiva de Gloria eterna se despliega. Porque el corto de Yimit no es una glosa del género distópico en clave intertextual, sino un examen de la posición humana bajo el ejercicio del poder. El tono del corto se reconstituye entonces y corrige en una dirección que arroja al espectador a una perspectiva mucho más sombría que la apuntada en los primeros compases. La estructura de la dominación es pura y simplemente la manifestación de lo siniestro, y el tono juguetón y pesimista de Ramírez no hace sino subrayarlo en su tratamiento.

Y su corolario (la conversión de Julián en estatua impersonal e inexpresiva) parece un comentario adelantado y amargo de la situación que su largo Quiero hacer una película ha desatado. Así como una confirmación. Confirma que la autoridad usa su razón de Estado como disfraz de la violencia y que la administración de los símbolos es una más de las manifestaciones de esa misma violencia. Pues impone a la mayoría una percepción de próceres, líderes y emblemas, de los que apenas se admiten variaciones convenidas por la necesidad de reproducción de esa razón del Gran Otro. Que la memoria, la Historia y los iconos que de ambas se desprenden, son manifestaciones de la lógica invisible donde ese Gran Otro reproduce su hegemonía.

Si aceptamos la percepción del cine, del arte en general, como un sistema de representación obligado a responder a un didactismo donde Martí, la Patria, la bandera, los símbolos de la Nación solo pueden ser abordados bajo la cuota de admisibilidad que permite ese Gran Otro que es el Estado, habremos cedido a los fabricantes de billetes, bustos y estatuas, una parte decisiva de nuestra obligación de someter a discusión los valores que esta autoridad invisible dice representar. Cuando aceptemos que los discursos artísticos sean administrados bajo las mismas reglas con que se administra la realidad moral y el relato de la ideología política, habremos perdido una oportunidad para someter a referéndum la legitimidad de esa autoridad.

Una autoridad, no hay que olvidarlo, que como los símbolos que dice defender, es históricamente situada. Porque un símbolo es una paráfrasis, una interpretación. Curiosamente, una obra artística también. (2018)

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