El cine cubano (aquí, ahora)

Algunas de las opiniones en circulación en torno al cine cubano que se produce hoy, lo juzgan a partir de una percepción prejuiciada y poco informada. Altercine se aproxima a algunas de esas posturas.

Bandera cubana

Foto: Cortesía del autor

Hay multitud de opiniones en circulación en torno al cine cubano. Algunas se originan en la impugnación: las películas nacionales no expresan el país, pues se detienen sobre todo en una parte de ese mundo, mayoritariamente una zona reducida de La Habana donde residiría un modo de vida vinculado a la picaresca, a la escala de valores del superviviente. O, por el contrario, las películas se dedican a desvariar con asuntos extraños a lo nacional, o cuentan microhistorias que renuncian a expresar alguna versión de lo cubano.

Este interés especial en el cine cubano, inexistente con ese énfasis frente a ámbitos artísticos como la literatura, la danza o el teatro, responde no solo al carácter público de lo cinematográfico, a su alcance masivo (con todo y la extinción de la sala de proyección). Esta circulación de opiniones pone en claro dos síntomas del presente: primero, aunque se exhiben cada vez menos películas de realizadores nacionales (en 2017, solo tres largos de ficción recibieron estreno en sala), los espectadores ven cada vez más cine local. Segundo: es consistente la percepción del público nacional acerca del cine cubano como un escenario simbólico donde se discuten representaciones que hablan a nombre del colectivo nacional; algo que, valga recordarlo, fue sembrado a partir de la intensa relación afectiva entre nuestra cinematografía y su destinatario. Pocos cines nacionales enfrentan esa clase de demanda.

Pero están las opiniones de la gente que ve cine. Y está la de quienes emiten juicios de valor mucho más categóricos.

Javier Gómez Sánchez, por ejemplo, señala en “Morbo y censuras en el cine cubano” https://jovencuba.com/2016/12/15/la-censura-y-andres/  (texto que posee una versión reducida bajo el título de “Cine cubano porno-turístico y censura de mercado” (http://www.cubainformacion.tv/index.php/objetivo-falsimedia/72536-Cine-cubano-porno-turistico-y-censura-de-mercado), que la ausencia de financiamiento local para las producciones cubanas hace que sus realizadores recurran a fondos extranjeros, donde son favorecidas visiones parciales de nuestra realidad.

Partiendo de la censura institucional que sufriera a fines de 2016 el largo de ficción Santa y Andrés (Carlos Lechuga), en este texto se advierte del presunto cansancio del público con esas reiteraciones de motivos: “Cansado de películas donde todas las paredes están despintadas, donde todas las realidades son deprimentes, en que todos los personajes son víctimas de las instituciones sin jamás recibir nada bueno de ellas, donde todas las historias son reales, sí, pero no por eso dejan de sentirse rebuscadas. Y luego trilladas.”

Para el autor, esta tendencia nace en los 90, con las coproducciones con España, pero alcanza el presente. “Ya ni siquiera es el cliché lúdico de los españoles, ahora es la visión morbosa y decadentista hacia la ¨isla comunista¨. (…) Esa visión porno-turística tiene escenarios propios. Si décadas atrás se le reprochaba al cine cubano que por motivos económicos no salía de la Capital, ahora se ha encerrado más aun y por motivos temáticos no sale de Centro Habana. (…) ¿Qué esperan entonces de los cineastas cubanos? Pues películas escabrosas, mientras más lo sean mejor. Que se desarrollen en solares, barrios marginales, con personajes delincuentes, transexuales, prostitutas, buscavidas, enfermos terminales. Todos deseosos de huir de la isla. Escenarios ruinosos, decadentes, oscuros, lo más deprimentes posible.”

La atención de las autoridades culturales, del Estado cubano, advierte, debería dirigirse a favorecer producciones nacionales que no dependan de financiamientos taxativos y determinantes; con ello invita a hacer películas “completamente cubanas”, que ofrezcan una imagen más amplia y compleja del país. Lo curioso es que, aparte de Santa y Andrés, en este texto no se menciona ni uno solo de esos títulos que rechaza el autor. No hay un ejemplo específico, sino una apreciación generalizada sobre un cine que iría en una dirección homogénea y errada.

Harold Cárdenas Lema, en “Adiós Hollywood” (https://jovencuba.com/2017/05/30/adios-hollywood/), lamenta que se haya detenido el rodaje en Cuba de blockbusters estadounidenses. Invoca la experiencia de The Fate of The Furious (o Rápido y furioso 8), para apuntar: “Nuestras películas parecen estancadas en la marginalidad habanera, fachadas destruidas y familias disfuncionales. Rápidos y Furiosos 8 muestra clichés de la industria, pero su equipo de producción vino en busca de belleza y no la pornomiseria, punto a su favor. Quien quiera ser realista en nuestras producciones futuras debe mostrar a Cuba, los solares de centro-Habana, los edificios de microbrigada y las casonas de Siboney. El pan racionado y el champagne, porque existen ambos.”

Lo curioso es que, al revisar los largometrajes cubanos de los últimos cinco años, apenas dos cumplen grosso modo con las características mencionadas: Conducta (Ernesto Daranas, 2012) y Últimos días en La Habana (Fernando Pérez, 2016). Ninguna de las dos, hasta donde considero, son visiones simples o mercenarias, mucho menos porno-miseria. Bailando con Margot (Arturo Santana, 2015), es un noire de época; Café amargo (Rigoberto Jiménez Hernández, 2015), un drama ambientado en la Sierra Maestra de fines de la década de 1950; Cuba libre (Jorge Luis Sánchez, 2015), una película histórica, al igual que, a su manera, lo son El acompañante (Pavel Giroud, 2015) y La emboscada (Alejandro Gil, 2014). Vuelos prohibidos (Rigoberto López, 2015) es una historia de amor y La Ciudad (Tomás Piard, 2015) una película de autor acerca de la memoria y el perdón; La cosa humana (Gerardo Chijona, 2015), una comedia negra que dirige su sarcasmo contra la doble moral. Meñique (Ernesto Padrón, 2014) es una versión animada de un relato martiano; los largos de Eduardo del Llano, una ficción científica (Omega 3, 2014) y una alegoría histórica (Vinci, 2011). Como se verá, me remonto más lejos que la pasada media década.

Estos son los títulos estrenados. Los no estrenados, como La obra del siglo (Carlos Machado Quintela, 2015), Caballos (Fabián Suárez, 2014), Espejuelos oscuros (Jessica Rodríguez, 2014), Memorias del desarrollo (Miguel Coyula, 2010), Molina’s ferozz (Jorge Molina, 2010), Jirafas (Enrique Álvarez, 2012), entre otros, nada que ver con la tendencia de marras. De los estrenos del año, Ya no es antes (Lester Hamlet) y El techo (Patricia Ramos), tampoco. Otro asunto es saber si estas son buenas o malas películas.

Algunas posturas que cuestionan los relatos del cine cubano llegan incluso a proponer temas no presentes en él. En “Épica y tenacidad en el cine cubano”, Octavio Fraga (http://www.lajiribilla.cu/articulo/epica-y-tenacidad-en-el-cine-cubano-contemporaneo) invita a abordar cuestiones de la historia nacional reciente, relatos que produzcan una visión de la obra de la revolución cubana más allá de la vertiente que reconstruye el pasado histórico. Entre ellos, reconoce el fondo de verdad humana y de drama que reside en el trabajo de los científicos del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología, en los integrantes del Ballet Nacional de Cuba, en la Cruzada Teatral Guantánamo, en la construcción de los pedraplenes de la cayería norte, asuntos estos no atendidos por el cine nacional.

Para él, “épica y tenacidad son imprescindibles para la formación de valores. (…) Muchos otros ejemplos asociados a esta idea podrían ser enunciados. La obra de la Revolución Cubana está colmada de experiencias tenaces, de historias que abrigan la épica más allá de la mentada y necesaria memoria histórica o de la cronología de hechos.” Señala que “Son estas, a fin de cuentas, meras provocaciones para seducir a los narradores fílmicos.” Y termina con una verdad enorme: “El primer reto está en sortear los desafíos y las dificultades que persisten en Cuba para hacer cine.”

Hay una buena pregunta a hacerse y es por qué no existen esas películas o guiones. Mas, estas posturas dicen hablar de cine cuando en verdad se refieren a otra cosa: la política. Eso que al cine cubano le ha interesado como eje de su trayectoria temática, como proposición estética que aspira a politizar al espectador, a provocarle una inquietud en torno a su mundo que perdure más allá del cine, de la proyección, del filme mismo. Tal vocación ha colisionado demasiadas veces con la corriente autoritaria que quiso un arte de la representación ameno y amable, balanceado y masificable, y vio en el cine una forma del arte de la ilustración, no de la especulación o de la creación de alegorías (que es la esencia del trabajo de producción de sentido de la ficción). La misma corriente que, por estos días, programó una obra maestra del cine mundial, como es El acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925), como parte de una programación televisiva didáctica dedicada a conmemorar el centenario de la revolución bolchevique. Y esta corriente ha encontrado en el cine cubano un oponente magnífico.

Lo primero que hay que cuestionar a estas opiniones es su ignorancia de los asuntos del cine cubano de hoy. Mientras se etiqueta con demasiada facilidad a los argumentos de las películas cubanas como relatos cargados de homosexuales, proxenetas, mulatas, mala vida (percepción que, debo reconocerlo, los críticos ayudamos a poner en circulación con nuestra lectura ligera de la comedia costumbrista producida sobre todo durante la década de 1990 y que fue desapareciendo hacia la de los 2000), parece cobrar cuerpo una fantasía alimentada por varios prejuicios. Es un malestar que va más allá de cine. Un síntoma clínico, que tiene que ver con la percepción de las representaciones simbólicas como cuestión conexa a la producción de la hegemonía. Y que confunde los fines de la aproximación artística y las tramas de la conspiración política. Cuando las películas, que jamás son inocuas ideológicamente hablando, en el fondo son solo eso: representaciones.

Ya viví esto, hace tiempo. Trabajaba en un diario cubano, en la página de cultura, donde solía reseñar cuadernos y entrevistar a escritores jóvenes por ese tiempo calificados como novísimos. La editora del periódico me mandó a llamar a su despacho. Sin reprobar abiertamente mi inclinación, me dio una larga explicación acerca de las razones por las cuales esos autores insistían en historias de balseros, jineteras, reclutas equidistantes del heroísmo, becados existencialistas: se trataba de producir una literatura que ofrecía la imagen de un fracaso, de un proyecto social en crisis, que vende bien en el mundo capitalista. Le respondí con tres preguntas: los balseros, jineteras, reclutas antiheroicos, etc, ¿estaban en la realidad cubana o eran producciones de la imaginación afiebrada de los escritores? Esos temas, ¿abundaban en los medios, en la esfera pública, o eran asuntos evitados? ¿No sería que por eso mismo se convertían en tema preferente de los discursos artísticos? Y, por último, mirándola fijo, terminé: “En esta discusión, ¿tú y yo tenemos que ponernos de acuerdo?” (2017)

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