El documental es una ética

El cine de Ariagna Fajardo.

Fotograma del documental

La casita (2011) testimonia las vidas un padre solo y sus tres hijas pequeñas en un humilde bohío.

Ariagna Fajardo tiene una manera singular de aproximarse a sus personajes. En la mayoría de sus documentales, estos son gente en situación difícil o que atraviesas circunstancias en las que están atados a una condición contra la cual nada pueden.

Si a ello se agrega que estamos ante una realizadora que trabaja en la Televisión Serrana, proyecto de representación audiovisual que ha mostrado en casi dos décadas los muchos relatos de la Sierra Maestra y de otros parajes ocultos o remotos, cabría la posibilidad de acusarla por hacer “porno-miseria”.

Pero no es el caso. La obra de Ariagna no se aprovecha de individuos en situación precaria para construir un espectáculo moralmente soez, dirigido a espectadores acomodados de ciudad. Sus temas, si bien pueden ser resumidos por las frases de arriba, son un poco más complejos. En ellos hay implicado un gesto que, recurriendo a un prejuicio machista, diríase propio de la mirada femenina. No obstante, hay un matiz complejo en la manera de enfrentar Ariagna sus asuntos. Veamos.

Alrededor de 2006, la Televisión Serrana buscaba renovar sus filas. La primera generación de realizadores formados allí durante la pasada década del novneta se iba a hacer otras cosas (el caso de Rigoberto Jiménez y Waldo Ramírez). De ahí que se convocase a una serie de talleres de formación de realizadores bajo el curioso apelativo de “Aprenda el uso del video”.

De allí salieron cuatro cortos de realización colectiva entre los que uno, titulado Hombres de caminos y resultado del Taller número 3, despertaba interés. En él hay un personaje colectivo, una brigada de reparación de caminos serranos, que hace su durísimo trabajo en condiciones nada ideales.

La mirada documental en su caso impone, desde el trabajo fotográfico y de montaje, una atmósfera compleja, que trasciende la mera exposición de una estampa o personaje local, para alcanzar a rozar la grandeza del hombre y la maravilla de su industriosidad, el milagro que emerge de sus manos cuando las lleva el deseo (y la necesidad). La nómina de sus realizadores incluía a Yudenis Santiesteban, Alexander Oliva, Eric Caraballoso, Yurisel Castillo y Ariagna Fajardo. Hombres de camino participó en el apartado competitivo de la VI Muestra de Nuevos Realizadores.

De ahí en lo adelante, Ariagna se transformó en una de las directoras debutantes de la Televisión Serrana con una presencia creciente. Después de los cortos Burlar el silencio y La vuelta, en 2009 realiza A dónde vamos. Ahora el tema es más abiertamente polémico. Se trata de referir las causas del despoblamiento de la Sierra Maestra, de la desaparición de antiguos asentamientos y de la pérdida de tradiciones campesinas de explotación de sus suelos.

Con una inclinación hacia el método del cine encuesta, este corto posee la fuerza de imágenes que explican más que un discurso: cosechas que se pierden debido a la inexistencia de medios de transporte para sacarlas de las montañas; condiciones de vida difíciles y poco atractivas para los jóvenes, que prefieren irse a las ciudades; ofertas laborales exiguas más allá de trabajar duro la tierra.

Ariagna evidencia ahora su olfato para hacer entrevistas. Tratándose de un recurso sobado y en general mal usado en la documentalística cubana, ella le devuelve su peso único al interior de un montaje donde cada argumento escogido es insustituible. Al propio tiempo, las demandas de los campesinos entrevistados son articuladas sin que resulten apocalípticas o quejosas, pero suenan con el peso de su inobjetable verdad.

En su búsqueda de respuestas propias para conflictos de su mundo de referencia, Ariagna no se preocupa por proponer una composición balanceada, como tampoco pregunta a los responsables gubernamentales.

En cambio, se concentra en la elaboración de sus tesis a partir de dejar hablar al otro, sin importar que se reúnan razonamientos nada armónicos, pues se trata de explicar las razones de la pérdida de ancestrales arraigos por parte de comunidades vitales en el diseño de la identidad nacional.

A pesar de haber evidenciado hasta aquí el dominio de las tácticas de investigación y reporterismo, en su siguiente corto Ariagna decide saltar al vacío. Papalotes (2010) no es ya una obra de cámara, sino un dispositivo de montaje. No hay un tema o personaje visibles aquí. Hay, por el contrario, varios, si bien todos responden a una intención discursiva: es difícil vivir en las montañas.

Un día en la vida de un puñado de personas se articula a través de un complejo y bien hilvanado montaje dialéctico. Un pescador cuyo motor fuera de borda no quiere arrancar; un hombre que debe hacer una larga caminata diaria para trabajar; los impacientes asistentes a una terminal de ómnibus; los trabajadores de una escogida de tabaco. Ahora el medio es el mensaje, pues Ariagna fabrica una meditación en torno al hastío, las dificultades para resolver cuestiones de la vida diaria y, sobre todo, la nada cotidiana.

El peso de las dificultades para la sobrevivencia orbita aquí como fatum que obstaculiza la felicidad de la gente. El plano reiterado de un péndulo al final indica que, mientras la gente hace lo imposible por arreglárselas, el tiempo de la vida transcurre inexorable.

Apoyado en un sólido y complejo guión de montaje, Papalotes sorprende por lo bien resuelto de su difícil estructura narrativa. Ariagna se las arregla para construir la reflexividad de su dispositivo sin temer a intervenir o falsear el material testimonial. Por eso incluye contrapuntos sonoro-visuales, ralentíes y un diseño sonoro expresivo y complejo que se aleja del habitual respeto por el sincronismo en la banda sonora documental, y que además no se basta con un acompañamiento musical.

La construcción de sentido en este corto vuelve a evidenciar la necesidad que tiene su directora de ir más allá de la evidencia para rozar la esencia. Un poco en las palabras de Werner Herzog, uno de los realizadores de documentales más influyentes del cine actual: “La verdad factual es aburrida. Quien crea que filmar un evento es suficiente para atrapar su verdad es un mentiroso o un iluso.”

Pero a Ariagna le interesa la gente. Incluso grabando el material para una pieza tan extraña y abierta a la sugerencia como esta, las personas están allí. Las registra casi siempre desde muy cerca. Busca sus rostros y ademanes a la hora de emprender tareas cotidianas: comer, esperar, trabajar. Hay un respeto casi diríase ritual ante la imagen del otro.

No un respeto casto y estirado, inmovilizador, sino un reconocer que se está ante el extraño espacio del otro, de lo ajeno, que se mantendrá siempre inaccesible si llegamos a él para imponerle nuestros prejuicios. Más bien, una distancia ética que invita a mirar sin pudor, pero que obliga a someterse al peso sagrado de aquel que nos presta su imagen sin tener control sobre lo que haremos con ella. O sea, un problema que está al centro de lo mejor del documental cubano, que se tomó como algo complejo negociar la representación del subalterno social, del humilde, el pobre, el desgraciado –véase la obra de Sara Gómez, Nicolás Guillén Landrián y Bernabé Hernández para saborear esto que digo.

Ese pacto de eticidad es visible en la tríada de obras que en 2012 Ariagna llevó a la Muestra Joven ICAIC. En ellos sostiene una postura observacional que recuerda el duradero impacto que una obra como Suite Habana (Fernando Pérez, 2003) tuvo sobre el devenir de la no ficción cubana.

Al sur… el mar (2011) es la primera de dos piezas realizadas a raíz de la denominada “Cruzada Audiovisual” de los realizadores de TV Serrana por el municipio Guamá, de Santiago de Cuba. Se trata de parajes inhabituales para estos cineastas, pero a los que llegan con el interés de rescatar relatos locales.

En este caso, dando cuenta de una pequeña comunidad de apenas dos bohíos frágiles, ubicados en la quebrada entre dos altos riscos, a pocos metros de la costa y junto a oquedades cavernarias, donde habitan en condiciones casi primitivas un puñado de personas. Ariagna se decide por un tratamiento observacional, sin entrevistas o intención informativa.

La textualidad resultante rezuma cierta curiosidad antropológica: la cámara se dedica a capturar los hábitos y costumbres de individuos que sobreviven juntando lo que pueden de la naturaleza, con prácticas casi del todo desligadas de la civilización. Una de éstas rutinas, que el documental decide seguir, es la invención de un aspa de molino de viento que, debidamente colgada de lo alto de uno de los riscos, sirve para alimentar una batería automotriz, gracias a la cual energizar una radio que trae sonidos lejanos a este lugar perdido, sin fluido eléctrico.

A pesar de este tono indagatorio, que observa con cierto gesto exotista, el informe final no es exactamente un depósito de interés científico, sino un retrato humano complejo. Si bien no es lo bastante certero el diseño de un punto de vista, en Al sur… el mar se pone en evidencia una de las claves de la postura ética de Ariagna: descubrir la honda capacidad del ser humano para sobrevivir en situaciones precarias. Solo que el acto testimonial en esta pieza arroja más bien un universo duro pero armónico, casi una estampa del buen salvaje que el documental etnográfico buscó cuanto pudo por los más recónditos parajes del mundo.

Los realizadores descuidan la distancia debida ante un ámbito extraño y peculiar. Mas, al final del metraje hay una huella de las operaciones de un autor: en el interior de uno de los bohíos donde viven los personajes, un gran primer plano muestra una lámpara china vieja, como la que usaron los alfabetizadores a inicios de la década de 1960, colgada de un clavo; a continuación, una tela que se mece al viento en uno de los cuartos, donde se lee: “Aniversario 50 de la revolución victoriosa”. Queda claro que esta dimensión aparte guarda conexiones con un contexto mayor, externo y retumbante, o acaso invisible, pero cuya historicidad comenta oblicuamente la realidad que hemos presenciado.

El segundo corto de este periplo por Guamá es La casita (2011). He aquí el testimonio de un impacto. Durante su visita, Ariagna supo de un humilde bohío donde un padre solo cuidaba de sus tres hijas pequeñas. Otra vez aplicando el más ortodoxo método observacional, trabajó con estos personajes. Aquí la fotografía de Luis Guevara Polanco es más espontánea, menos linda y bien compuesta que en Al sur… el mar.

Su tarea es aquí registrar el ámbito afectivo de una familia disfuncional, donde la apenas aludida ausencia de un elemento central (la madre) no parece tener peso. Las niñas se sostienen unas a otras en la cotidianidad y participan con el padre en las tareas domésticas. Llevan una vida pobre, como precaria es su casa, su fogón de leña, humilde la mesa a la hora de cenar. Pero nada de eso pesa cuando las vemos jugar entre sí, crecer a pie forzado o cuidar de su hogar.

Mas, hacia el final del metraje la demanda de solidaridad de Ariagna se desboca. Construye dos episodios paralelos por montaje –uno de los momentos donde la mano de su frecuente montadora, Kenia Rodríguez Jiménez, se luce-, que alternan al padre mientras se sumerge en la costa para hacer pesca con arpón, y a las niñas, solas en casa, preparándose un almuerzo y barriendo el patio.

Los golpes del oleaje contra el diente de perro y las rocas de la orilla quieren sugerir que estas niñas podrían perder además lo único que les queda. Como remate, en un plano final donde las tres pequeñas posan para la cámara, en un retrato hermoso que Ariagna insiste en cargar de dolor, se introduce un texto sobre pantalla que advierte: “Hace dos años su madre se fue de casa”.

Tal subrayado tuerce, por nobleza, el impacto de la anécdota que acabamos de presenciar. Los realizadores necesitan que sepamos algo que, en todo caso, no aporta sino una queja, un llamado de solidaridad. Pero el espectador se queda, en cambio, con aquella secuencia donde el padre comparte con sus tres hijas una poza del río y lava la cabeza de dos de ellas.

A la hora de enjabonar el pelo de la más pequeña, pide ayuda a las hermanas para desenredar sus trenzas. Ese acto de amor es suficiente para entender que, en medio de la desgracia, existe un lazo entre estos seres que los salva. Como en el documentalista, un gesto de sensibilidad que le obliga a mirar con un sobrecogimiento tierno a los seres que puso ante el objetivo de la cámara.

Esa ternura redondea El círculo (2011), otra pieza de cámara donde Ariagna se sumerge en el día a día de una pareja madura que convive con sus respectivas madres, ambas ancianas inválidas, que consumen los esfuerzos de sus hijos. Otra vez la observación es el procedimiento escogido, ahora en un esfuerzo de larga duración, que evidencia un roce de días y semanas con los personajes, en un contacto que dota de seguridad la puesta y de solidez la inmersión en el ámbito ajeno (algo que se extraña en las dos piezas anteriores, pues la fugacidad del paso de los realizadores por una región lejana de su base de trabajo obligó a apurar el paso).

La estructura prefiere simular un día en la vida de los personajes, comenzando por el amanecer y el instante del despertar, alimentar y acicalar a las ancianas, hasta dejarlas en sus respectivas sillas de rueda, en el portal, mientras se imponen el resto de las obligaciones: lavar, preparar los alimentos del día, cocinar, salir a trabajar (en el caso de la mujer), dedicar un rato a la siembra colindante con la casa (en el del hombre), hacer alguna reparación menor.

Aquí la representación huye de cualquier romantización. Trata de ser lo más objetiva posible, como seca, directa, casi plana, la puesta fotográfica. El propósito es evidente: hay humanidad incluso en esta sobrevida invalidada; como hay amor en el esfuerzo diario de dos hijos que apenas tienen tiempo para sí mismos. Ariagna no elude ahora los momentos “delicados” de la situación que retrata: una de las ancianas suele quejarse por casi todo, abundando en malacrianzas con su hija; a menudo, un hilillo de orine se desliza del borde de la silla de ruedas hacia el suelo.

Tampoco se subrayan con morbo tales detalles: más bien hay una postura que asume la vida como algo que brilla incluso cuando duele. Véase si no esa secuencia que bordea el ridículo aunque, retratada con cierta cuota de ironía, acaba siendo conmovedora, donde las dos ancianas juguetean con objetos infantiles.

Esa vocación por descubrir en lo banal las trazas que nos ponen en evidencia como una especie dada a los apegos más hondos, al cuidado e interés por el otro que reflejan las obras de Ariagna Fajardo –que tiene 28 años y es graduada de la filial de Holguín de la Facultad de Arte de los Medios Audiovisuales del Instituto Superior de Arte-, demuestra que la tensión humanista de la no ficción cubana se renueva y expande.

El propio deseo por sus personajes, que alimenta la búsqueda audiovisual de esta realizadora, va más allá de un ánimo caritativo o sensiblero. Cuando las herramientas de su mirada se agucen y su sensibilidad madure aun más, veremos a una artista enamorada del rostro, las manos y el cabello de los extraños.

Un comentario

  1. Miguel Lores Hidalgo

    Hola un placer escribirle y felicitarla de todo corazon por tan bello trabajo realizado en la sierra, he seguido algunos de sus maravillos documentales por la humildad que encierra, me han conmovidos muchos de ellos en especial el caso de las dos abuelas osea El Circulo lo acabo de ver por la televicion en un programa que nos mantiene al dia de las grandes cosas que se hacen en esa tierra tan adorable, me refiero a La MiradaIndeiscreta, quiciera si le es posible y si algun dia lee este mensaje me de la posiblidad de tener la direccion de esta familia para desde aca poderlos ayudar gracias por la iobra tan maravillosa que hace como directora de tan bello trabajo mucha gracias un saludo Miguel

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