El sueño de la razón
Dean Luis Reyes comenta la película «La Obra del Siglo», de Carlos Machado.
La Obra del Siglo es un filme inusual para nuestro cine. Su anécdota tiene por escenario la Ciudad Nuclear, el ámbito elegido para erigir la primera central electronuclear del Caribe y la obra ingenieril del siglo XX en Cuba. Un sueño largamente acariciado y concebido a partir de la promesa de realización profesional y vital de multitud de cubanos que iban a operarla. Pero no se pudo. La URSS colapsó y el domo gigantesco quedó abandonado contra el horizonte. La tan ansiada independencia del país frente a los vaivenes del mercado internacional del petróleo fue pospuesta.
La película de Machado saca provecho de este espacio baldío. Como también del universo humano que anima Juraguá, la ciudad erigida a pocos kilómetros de la planta abandonada. Allí hay gente cuya vida quedó en suspenso. O que se tuvo que reinventar, para no sumarse a la multitud que se fue. El espacio físico es de una precariedad absorta, serena. Hay que ser ciego para no ver su potencial como ámbito para hablar desde el arte acerca del destino humano.
Esa marca documental, esa historicidad preexistente al filme, es el primer elemento, acaso el más rico, de producción de sentido. Machado aprovecha a varios de los habitantes reales de este universo, los introduce como efectos de extrañamiento dentro de su relato de ficción. También instrumenta el ritmo de la comunidad en su condición de lugar en tránsito entre el pasado prometeico y el futuro no acontecido. El propio relato central sucede bajo el embrujo de una realidad suspendida entre la tierna utopía y la dureza de lo que hay.
En un apartamento de esos edificios construidos a la usanza de las ciudades prefabricadas del campo socialista –duras, severas, de una arquitectura que prodiga abrigo mientras no se está trabajando, pero con poco delirio o retozo en su concepción–, viven los protagonistas. Tres hombres sin mujer: abuelo, padre y nieto, interpretados respectivamente por Mario Balmaseda, Mario Guerra y Leonardo Gascón. Todos solitarios, negociando entre sí unas masculinidades ahuecadas por la autoridad repartida, por el pasado de realizaciones profesionales y vitales, por el futuro indescifrable, pero sobre todo por el espectro de mujeres evocadas o idas, posibles o inalcanzables: ausentes.
He aquí uno de los primeros rasgos inusuales que arriba digo. La Obra del Siglo está estructurada por tres fuentes de sentido de considerable peso específico, cuya combinación pudo dar lugar a un cadáver exquisito sin mayores repercusiones. El escenario testimonial (que se ofrece a la mirada documental), el de la ficción (una anécdota de personajes con complejas interacciones sicológicas y mucho fondo dramático) y un tercero: el archivo.
En su indagación, Machado y sus colaboradores dieron con una fuente de material en video que formó parte de Tele Nuclear, suerte de telecentro que hizo coberturas noticiosas del nacimiento de la planta y de la ciudad. Con esas imágenes dropadas, en video analógico, entra a formar parte de la estructura final la huella del pasado vivo, de la mirada institucional del periodismo empotrado, que asiste al momento de producción del evento histórico y ofrece una perspectiva que dibuja a través suyo la ansiedad del sueño a punto de ver la luz.
Machado usa a menudo el término «radioactivo» para referirse a la película que acaba de terminar. Supongo que se refiere al diálogo que estas tres instancias establecen. En ello había un peligro enorme. De ahí que el primero de sus triunfos expresivos sea haber conseguido el balance entre todas. La inusual estructura nació de una aventura de montaje que invoca la construcción autoreferencial de Memorias del subdesarrollo (Alea, 1968), así como el uso del archivo y el bojeo de la Historia en David (Pineda Barnet, 1967), con su énfasis en la hibridez constituyente y en concebir la especificidad de la ficción fílmica como un ámbito no aislado, externo o inspirado en, sino vinculado a un universo referencial más vasto.
Todo lo anterior es, por cierto, resultado de una idea central que se benefició de toda clase de improvisaciones. La dirección de arte echó mano a cuanto encontró en el cosmos de Ciudad Nuclear, se alimentó de la cultura material y de las historias que aparecieron allí. La propia puesta en escena gozó de la libertad de explorar los espacios abandonados, de aprovechar los despojos descubiertos sobre la marcha –el más impactante: la turbina del primer reactor, tirada en un patio de legumbres, dentro de la cual los personajes se sumerjen en un fragmento tangible de la utopía que nunca fue.
(La anécdota de ficción, por cierto, nace en una historia escrita por Abel Arcos, colaborador habitual de Machado –había sido guionista de La piscina-, titulada El balcón. El realizador Enrique Álvarez tuvo interés en ese texto durante un tiempo, hasta que lo cedió a Machado, quien fue evolucionando a partir de un relato que se sostiene en la relación de los personajes con un espacio habitable desde el cual otean el universo que les rodea, hasta Juraguá y sus monolitos semiabandonados.)
Sostener esa armonía entre opuestos da a La Obra del Siglo parte sustancial de su singularidad. También la adensa y le otorga una complejidad que se desdobla en su segundo milagro: el tono. Este filme contiene en potencia la cualidad de lo grotesco, visible en sus situaciones ambivalentes y contradictorias, pero sobre todo en los rasgos deformes, inestables, abigarrados, de este paraje y de los seres que lo habitan.
Los personajes pudieron soportar, por consiguiente, una mirada cínica o sarcástica, por un lado, o melancólica y victimista, por otro. No sucede ninguna de las dos. El tono final es agridulce, sugiere una sonrisa que acaba en mueca. Deja al espectador con una sensación de revoltura en el estómago. El cine cubano consigue en esta pieza despegar del terreno de la obligación, de la negociación de cómo retratar su circunstancia, así como de las convenciones del género y de la demanda didactista, para concebir un dispositivo único del cine (al fin más allá de la sociología y de la ideología política que exige persuadir al espectador). La Obra del Siglo deja ver muy claro qué hay dentro de la cabeza de Machado: un clima, una sensación que tiene menos que ver con el «había una vez» que con proyectar al espectador hacia el interior de su universo particular.
El milagro de este filme no está por ello en el acto de representación, sino en su constitución como realidad artística de genuino carácter cinematográfico. Recuerda experiencias de cine trance o de hallazgo de una mirada única, irrepetible, ajena a estilismos de autor, que dieron lugar a un relato inseparable de su modo de expresión –en Cuba, por ejemplo: Una pelea cubana contra los demonios (Alea, 1971). Del caos compositivo reinante emerge un orden extraño, casi milagroso. Cada pieza del puzle encaja con el resto, gracias a un albur imposible bajo una planificación estricta y convencional. Numerosas escenas se escribieron sobre la marcha, y ello destaca en ese fluir a un tiempo entrecortado y natural que tiene el largo.
Pero hay un dato todavía más curioso: La Obra del Siglo está dedicada a Sara Gómez. Mas, no parece haber conexiones temáticas expresas entre la cineasta cubana más destacada y este filme. Sí un dato cinéfilo: Mario Balmaseda, protagonista masculino de su único largo, De cierta manera (1974), es también parte de este. Machado se permite robar una escena célebre de aquella para usarla como flashback de este personaje anciano. Gesto audaz, pero seguimos sin saber la razón del homenaje.
Creo verla en otro sentido: acaso sea De cierta manera el ejemplo más acabado de aquel sueño de encuentro del artista del cine con la vida desnuda, a través de una obra que no se rinda a la mixtificación de la realidad, sino que la amplifique y transforme en anagnórisis radical de su esencia en el ya-no-más-espectador. Me refiero a la sobada e incomprendida proposición de «cine imperfecto» de Julio García Espinosa. En 1967, cuando se da a conocer el texto, quizás Sara Gómez lo asume como plataforma ideológica que sostiene aquella historia de marginales enfrentados a la desalienación de su condición social y humana.
Pero el proyecto de Machado tiene otro cariz. Su comentario sobre las ilusiones truncadas, en cierto modo vinculado a la noción del desencanto, no habla de Cuba y de su singularidad dentro del imaginario histórico occidental, ni del sueño fracasado del socialismo que las lecturas viciadas y apuradizas quieren hacer. Todo eso es solamente pretexto. El texto que invoca es más universal; se trata del vuelo de Ícaro para escapar del laberinto, del ansia humana por rebasar sus límites, del inevitable enfrentamiento a aquello que nos excede y del consiguiente descalabro.
La cualidad de imperfección de La Obra del Siglo tiene que ver con su oscilación entre artificialidad y naturalidad, entre el universo convocado por la ficción y aquello que se hace finalmente visible en la representación. Por ello existe por y para el cine, pero no el cine estabilizador de una comprensión de la realidad como orden, sino en la forma de un universo distinto a lo real pero, al mismo tiempo, contaminado por él. Dejar entrar lo impredecible, la incertidumbre, romper la corriente sincrónica, obedecer como al «descuido», simpre abierto a la experiencia del mundo, da lugar a una idea del cine como práctica muy próxima a la percepción de la realidad.
El cine de Machado, apoyado en esa idea de «imperfección» que su constitución transpira, anhela con todas sus fuerzas ser universal, dialogar con un contexto más amplio que el de su país. Por ello La Obra del Siglo activa un puñado de temas que lo convierten en un texto poliédrico. Entre ellos, el de las políticas de la memoria es clave. Quizás la pregunta más grave que nos hace tenga que ver justo con cómo enfrentar desde el cine –también desde la relectura de los discursos maestros de la «autoría ICAIC»– ese legado de historias no contadas del pasado reciente, que deben ser encaradas hacia la construcción de un proyecto nacional sin el peso teleológico heredado, sin la obsesión por la trascendencia ni el ansia del futuro como metáfora. El monolito abandonado de la planta electronuclear contempla desde lo alto y a lo lejos las vidas cotidianas de unos seres que se consagraron a ella y hoy subsisten bajo el pesado fardo de lo que pudo ser.
La Obra del Siglo servirá de pórtico de la Muestra Joven ICAIC 2015. El 31 de marzo a las 2 pm será exhibida en el cine Charles Chaplin, fuera de competencia. El largometraje de Machado, producción independiente de Uranio Films LTD, y que contó con coproducción de Argentina, Suiza y Alemania, ya porta la credencial de haber sido merecedor de uno de los codiciados premios Tiger que entrega el Festival de Rotterdam, y está comenzando un largo recorrido internacional.
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