Inocencia, de Alejandro Gil: prima inter pares

Reseña crítica de uno de los estrenos cubanos más comentados de 2019.

Fotograma de la película Inocencia

Foto: Cortesía del autor

Inocencia, la película de Alejandro Gil, es directamente proporcional a un fuerte movimiento telúrico, de esos bien tremendos que derrumban la estructura emocional de cualquiera, debido a la potencia de la sacudida. Viene bien este filme en tiempos en que casi siempre se aprende mal —o se enseña peor— las lecciones de la historia insular. A ella se le evoca con plegaria cansina, se le lee en alta voz con el gagueo y el bostezo del desinterés. Preterida en los siglos, la injusticia de antaño ya casi ni conmueve y las páginas de rebeldía pasan ante la vista a vuelapluma como el heroísmo romántico de un epos achacoso y débil. En la huella del tiempo, el héroe queda allí, bien en su pedestal; qué importa si en el desgaste del mármol o en la herrumbre del bronce se anidan, atrapadas, la suciedad y el polvo. La peculiar virtud de Inocencia es justo esa comprensión de la Historia en su vital desgarradura, en sus lecciones de heroísmo y sacrificio que atemperan la condición humana y el carácter de la nación.

Sin embargo, con todas las reacciones emotivas que nos deja este filme, no es, por cierto, una obra maestra. Por Dios: a punto, casi a punto, Alejandro Gil consigue esa proeza. Nota cuatro, de cinco, sería mi votación a este largometraje que mereció, con justeza, el Premio de la Popularidad en la pasada edición del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano.

Mi primera observación va dirigida al guion. No me queda ninguna duda respecto a la especial virtud de Amílkar Salatti, un escritor talentosísimo, pero con una ambición enorme —lo digo en el mejor sentido— en su propósito de espejear, de cabo a rabo, las peculiaridades de la tragedia, toda la magnitud de acontecimientos principales y secundarios, complementados, por supuesto, con las licencias que se toma en el proceso creador. Todo esto demuestra una titánica labor de rastreo investigativo, lectura de fuentes documentales conocidas y otras no tanto, las cuales le permiten dosificar, adensar, la estructura de su esquema argumental. Pero da la impresión de que no han querido dejar nada fuera, que cada cosa sabida debe entrar para explicarlo todo. Nada mal con eso, solo que, en su intención de recorrer el bosque de la Historia, lo hace por el camino más fácil: el de contar los árboles desde el sendero, en tanto evita la espesura del follaje. (…)

De este modo, Inocencia privilegia la ilustración en imágenes, el hincapié en abordar la mayor cantidad posible de historias relacionadas con el hecho, las cuales convergen en la eclosión de la tragedia. En lo personal, no cuestiono el modo en que cada quien decide escribir su historia y, visto así, no dejo de reconocer que funciona muy bien y debe ser respetada; no obstante, es necesario decir que ante esa decisión se corre el riesgo del cabo suelto o la puerilidad de la puesta en determinadas escenas, sobre todo esos diálogos y situaciones de superficie que no salen bien parados del todo.

Inocencia privilegia la ilustración en imágenes, el hincapié en abordar la mayor cantidad posible de historias relacionadas con el hecho.

En la trama se olvida, por ejemplo, el desenlace de ese interés de Fermín (Yasmany Guerrero) por descubrir la supuesta culpabilidad del cura del cementerio, cuando comprende a través de él, finalmente, que ha sido el celador el responsable de la delación; cuando Fermín entretiene a la madre de Lola para que esta pueda conversar en la ventana con su amado Anacleto; o cuando los estudiantes se detienen frente a la tumba de Castañón, todo intercambio verbal funciona de un modo artificial, teatralizado, la fluidez y la naturalidad de los gestos no afloran por ningún lado.

En otra escena, Alonso Álvarez de la Campa se encuentra con su hermano negro de crianza y, del saludo de este último —“Todo bien, Alonso, cómo está tu madre, etc.”, algo así más o menos—, tanto el modo en que se enuncia la cortesía verbal como su impecable dicción nos llegan al estómago como un poderoso uppercut, pues ese diálogo está más a tono con el peculiar saludo del amiguito negro del barrio que el de cualquier esclavo manumitido del XIX; al término, cuando Alonso se aleja conversando con su colega blanco respecto a la religión abakuá y sus estigmas sociales, el diálogo adolece de un didactismo ocioso, que direcciona incluso el corte en la edición y el montaje; o bien cuando Fermín le dice a su esposa que está decidido a tener descendencia con ella, lo hace de una manera en que “su secreto” —palabra textual del personaje— tiene el tono de un aniñamiento banal, carente de la emoción que pretende.

El quebrantamiento de la linealidad narrativa dosifica la evocación de la tragedia, contada desde la óptica del personaje principal, mientras este se obsesiona por encontrar los restos de sus compañeros fusilados y dejar su testimonio del crimen, para la posteridad, escrito en un libro. Esa perspectiva de enunciación resulta adecuada, pero la intención didáctica en que se planifica el montaje tiende a una ociosidad innecesaria con los letreros que indican los saltos temporales y el transcurso cronológico[1]. (…)

La tabla salvadora para el texto de Salatti ha sido, sin dudas, el modo con que dosifica la fuerte carga emotiva sin acudir a golpes bajos de melodrama, la pericia con que el raccord planifica sus picos de tensión y manipula en sus licencias poéticas, con un fuerte sesgo ideológico —sobre esto volveré al final—, la dramaturgia del hecho histórico. Es así como consigue movilizar la empatía del espectador.

No obstante, en su pretensión didáctica, el guion tiene en contra la caracterización psicológica de los personajes principales, muy desigual en el momento de saberse justo en la antesala de la muerte. Cuando se lee “27 de noviembre de 1871”, asombra el modo en que los estudiantes, fervientes católicos, asumen resignados la condena, esperanzados en la trascendencia de la vida en Dios. Las cartas dejadas a sus familiares son testimonios elocuentes de esa conciencia del sacrificio. Pero en el filme, salvo algunos instantes de desesperación que asoman excelentemente logrados —el joven actor que interpreta a Eladio, el estudiante que reclama su inocencia, pues estaba en Matanzas, o la osadía de Anacleto, que encara, de frente, el final—; esa entrega resignada al martirologio desentona con las palmaditas, con la inutilidad del que raspa la pared mientras murmura palabras en shock, con esperas en el suelo o en la capilla, sin que antes, al menos, hubiera algo más que gritos de injusticia o miradas perdidas en la bóveda de la celda. Hablo de esos momentos de dramatismo enloquecedor que preceden a la quietud de un espíritu rendido ante el destino, con los cuales el filme hubiera enriquecido, desde la perspectiva psicológica, su pico más alto.

De la caracterización del contexto histórico, Inocencia enfrentó un reto descomunal: representar, de forma creíble, esa atmósfera de terror que significó el año 1871, en un momento en que la lucha por la independencia nacional se intensificaba en los campos de Oriente. Como bien se informa al inicio de la película, sus repercusiones eran perceptibles en La Habana, aunque esta nunca fuera uno de los escenarios de la primera guerra. Ya hemos dicho que un filme de esta naturaleza implica de su producción un esfuerzo extraordinario en la movilización de recursos; cuando estos son pocos, es preciso el auxilio de la magia y la inventiva para sortear todo tipo de escollos y lograr, en sus detalles más convincentes, la ambientación epocal, el sentido ideológico al que alude la película. El problema de Inocencia es justo esa limitante, que obliga a tomar la iniciativa más fácil: cerrar el cuadro, por ejemplo, para no arrastrar el sambenito del desentono, de los posibles anacronismos[2], sobre todo en las escenas en exteriores y, lo peor, el acuse de una estética francamente televisiva.

Creo injusto descalificar esta loable puesta de la Historia, principalmente porque la mayoría de los filmes cubanos en este subgénero adolecen de la misma problemática. Mi reparo está en esas escenas donde la concepción (escritura) del contexto visibiliza el defecto y/o el exceso teatral, más a tono con la representación dramática de un matutino escolar que de la de un filme: dos voluntarios (Carlos Soler y Edwin Fernández) sostienen un diálogo que transparenta verbalmente esa atmósfera de terror, lanzan enseguida un par de tiros al aire dando vivas a España y todo el mundo sale corriendo o gritando; o bien, mientras el presidente del Tribunal que juzga a los estudiantes intenta leer el veredicto, los voluntarios inconformes se exasperan y uno de ellos, montado en un caballo, se abalanza sobre los oficiales en el segundo piso del edificio. Esta última, sobre todo, rompe el pacto de credibilidad con el espectador: cuesta creer que ese caballo no estaba ahí, a la espera de la orden del director para entrar a cuadro, que Niu y sus oficiales no simularan —como lo hacen— que el animal y su jinete irrumpen “de repente”.

El talón de Aquiles mayor de esta película es la dirección de actores. Yasmany Guerrero encarna un Fermín contenido en la parquedad del gesto, sobre todo en las escenas con su esposa (Yaremis Pérez); Yadier Fernández, en su rol del gobernador político, no acaba de convencerme de que es un buen actor; Niu Ventura está de remate y Caleb desperdicia la electricidad del discurso de un Capdevila honroso, del cual, por cierto, el guion se olvida tan pronto termina el juicio. En esta escena en particular, el tono plano del actor y la fotografía del cuadro —casi siempre en plano americano— no atienden a las posibilidades de explorar, en el detalle de un plano cerrado, los matices del rostro, la expresión detenida, el tic visceral[3].

En esto, el histrionismo de Fernando Hechavarría y Osvaldo Doimeadiós se echan a sus personajes en el bolsillo. ¿Qué importa el maniqueísmo de Noas —por Dios, aquí actorazo—, si terminado el filme dan ganas de estrangularlo, despedazarlo, azotarlo hasta rabiar en medio de la plaza pública? Si ese efecto barrena el alma del público, ¿entonces no lo ha hecho bien? Noas concentra su fórmula en la expresividad de la mirada, encarna el odio allí y lo exterioriza de manera brutal: monstruo, monstruo de actor hasta más no poder. Los jóvenes salen airosos casi siempre en los escasos minutos en que tienen la oportunidad de exteriorizar sus bocadillos; y claro, Luis Manuel Álvarez, salvo en la escena grupal frente a la tumba de Castañón, brilla en lo demás.

A propósito del abordaje histórico en Inocencia, algunos comentarios críticos aducen la intencionalidad “manipuladora” de sus licencias “poéticas”, las cuales, según se afirma, son puestas en juego para sobredimensionar un sentimiento patriótico-nacionalista que los estudiantes supuestamente no tenían. Se canta La bayamesa, secundan el “Viva Cuba libre” de Anacleto en prisión, o bien se les insta a deponer su antipatía por el gobierno colonial para obtener el perdón y mantenerse con vida. La “gratuidad” de tales “licencias”, dicen, carece de respaldo histórico. Es cierto que nada de esto aparece en el libro de Fermín y que la tragedia ya tenía la suficiente carga emotiva para añadir estos recursos, que a mí, en lo particular, no me molestan. Como parte de todo proceso creativo, me parecen muy lícitos. Sí creo que esa perspectiva de enunciación emprende una relectura de la Historia que privilegia el calado en la emoción, la particularidad de espejear los matices de un drama cuyo trasfondo político se explica en los manuales en blanco y negro. El filme se mantiene fiel al testimonio de Valdés Domínguez[4] donde, efectivamente, tales licencias brillan por su ausencia y, al contrario de lo que dice esta película, sí aparece el dato respecto a la ascendencia española de algunos estudiantes, pues sus padres u otros familiares —el caso de Eladio González o de Alonso, por ejemplo— habían colaborado en el cuerpo de voluntarios y proyectaban una probada fidelidad al gobierno colonial.

Pero desde el punto de vista ideológico, Inocencia comulga con la tesis del libro A cien años del 71. El fusilamiento de los estudiantes (1971), de Le Roy y Gálvez, probablemente el historiador que ha publicado una de las más completas investigaciones sobre el 27 de noviembre de 1871 en la nación caribeña; texto que no dudo haya sido consultado por Gil y Salatti para conformar esta película.

En su libro, Le Roy propone que los estudiantes de Medicina eran inocentes respecto a las acusaciones de profanación —inventadas por el cuerpo de voluntarios y propagadas por la prensa integrista hasta rayar en el delirium tremens—, pero no de una solapada infidencia que los identificaba con la causa separatista librada en los campos de Oriente. Le Roy sostiene esta tesis basado en la posterior inserción de muchos de los estudiantes no fusilados, condenados a presidio, en la insurgencia mambisa: Fermín Valdés Domínguez participaría en el cuerpo de Sanidad en las tropas de Maceo y Gómez y alcanzaría el grado de coronel en 1898; Alfredo Álvarez Carballo, condenado a cuatro años, moriría en 1875, en un enfrentamiento con la guardia civil; mientras que Ricardo Gastón y Ralló y Antonio Reyes Zamora, sentenciados a cuatro y seis años respectivamente, serían, en ese orden, Comandante y agente de la insurrección en el extranjero[5].

Cuando al inicio de la película Anacleto Bermúdez le pregunta a Fermín por Martí, el guion no apela a una licencia “poética”: Bermúdez lo conocía bien, pues desde 1869 era uno de los que, junto al discípulo de Mendive, confeccionaba el periódico manuscrito El siboney, sospechoso por su carácter sedicioso en el entonces Instituto de Segunda Enseñanza de la calle Obispo[6]. Le Roy se apoya en el informe del cónsul francés de la época, que asegura que en el cementerio se había gritado “Viva Cuba libre” mientras los jóvenes jugaban con el carro fúnebre;[7] también en la carta de Enrique Gamba y Álvarez de la Campa, sobrino de Alonso, a Fermín, a quien le confirma la postura infidente de su tío, ocultada por las posibles represalias de los voluntarios: “Sí, sus simpatías políticas estaban, como las de todos los jóvenes estudiantes de esa época, con los revolucionarios del 68”[8]. De modo que no estimo “gratuitas” esas “licencias” en la película, como complemento a su interpretación de la Historia; si bien no ocurrió tal cual se muestra –no tenía por qué serlo-, al menos responde a un acucioso acopio de información documental que el guionista tuvo a bien emplear y ofrecer así, en su propuesta ficcional, lo que hasta ahora mal se conocía[9].

Hay algo más interesante, no obstante, en el nivel discursivo, que ha sido pasado por alto. Tiene que ver con la imprecación que visibiliza, en el segmento final de la película, una fractura de la fe. El libro de Fermín resalta el fervor católico de los estudiantes, quienes, en el umbral de la muerte, buscan refugio en Dios para encontrar la paz, arrastrados por el torbellino irracional de un destino cuya lógica resulta incomprensible para cualquier pensamiento lúcido. Conmueve esa comprensión del espíritu que asimila, luego del desespero, la quietud en la plegaria, la certeza respecto a la existencia de la vida más allá de la oscuridad. En este punto, el rostro de Luis Manuel Álvarez, en la secuencia de la despedida y durante el trayecto a la capilla, es de una poesía colosal; la mirada acuosa consigue trasmitir la entereza del espíritu que confrontará, maniatado en la resignación, la llegada del minuto postrero. En ese segmento, cada plano exuda un impecable registro estético; nada más emocionante que ese sorteo que pone los pelos de punta: los ocho camino al cadalso, la estridencia de las descargas que los sacuden, el horror en la mirada de cada dúo ante la certidumbre de la muerte en los que van siendo fusilados. Y, finalmente, el rostro que se niega al vendaje y a la rodilla en tierra; el pecho a las balas, el cuerpo atravesado que pugna por mantenerse de pie…

El nivel ideológico del filme intenta el cuestionamiento a ese fervor católico de un modo interesante, pero, a mi juicio, impostado. Tenemos que, al principio, Fermín toca a la puerta de la madre de Lola para servir “de pantalla” al encuentro de Anacleto con su amada. Fermín finge ser un estudioso del catecismo y pregunta a la mujer algo que lo “inquieta”: “¿hasta qué punto Dios puede o no ser partícipe de una injusticia?” Aunque la escena queda en segundo plano, pues la atención del espectador se concentra en la insistencia de Bermúdez en obtener el beso de Lola, esa pregunta articulará todo el desarrollo diegético de la historia, hasta coronar su punto clímax en la escena, previa a la ejecución, entre uno de los estudiantes (Reinier Díaz) y el capellán de la sacristía (Héctor Echemendía). Ese diálogo transparenta una enunciación más a tono con la voz de quien escribe el guion de la película y no con la del personaje; se siente en ella el efecto del aborrecimiento extradiegético ante el sabor amargo de una tragedia consumada. Aun cuando el segmento intenta darle un cierre a la perspectiva ideológica iniciada con la escena de Fermín, quebranta la fluidez de un discurso supuestamente enunciado desde la evocación de un personaje que escribe un libro[10].

Leído esto, se preguntará el lector de qué va entonces la ponderación del crítico respecto del filme, si estos criterios —con los cuales estará o no de acuerdo— no mellan la vitalidad de su rigor estético. Para nada. Inocencia tiene el mérito de ser una película singular; no recuerdo tamaño desborde de emoción desde José Martí: el ojo del canario (2011, Fernando Pérez). Su mayor fortaleza radica en su valor de conjunto, antes que en las peculiaridades que la distinguen en lo específico cinematográfico. Sobre todo, esa capacidad de su realizador de movilizar conciencias, de meter al espectador cabeza adentro en las convulsiones, desgarraduras y grandezas de la Historia. Uno se agita en la luneta y se retuerce; el gesto brusco quiere —ilusión dúctil, mas estéril— impedir la tragedia y darle un vuelco a la Historia.

Después de Inocencia, es otra la comprensión de ese fatídico día de noviembre, muy difícil de lograr en las lecciones de cartilla y manual. Luego va allí el alma agradecida a colocar flores al obelisco; se leen con orgullo los nombres en el mármol y el silencio acompaña, desde el suspiro, la meditación. Ante el martirologio, la genuflexión y la honra; se crece así la virtud, en el reconocimiento a la nobleza del sacrificio de quienes hicieron de la Historia el sitio sagrado de la Patria.

Entre sus iguales vale Inocencia por eso; merece, sí, la cumbre, y esa media hora o más de aplausos ininterrumpidos mientras los créditos anuncian el final del metraje. La reverencia con creces para quien hizo del 27 de noviembre, de nuevo, una fecha memorable. Ese día también Alejandro Gil, con pasos de gigante, llegó a la cumbre, abrazó la gloria, dio su grito al mundo…

Plantó bandera. (2019)

 

Notas:
[1] Curiosamente, el rejuego entre analepsis y prolepsis no tensiona el ritmo narrativo de la historia ni caotiza los saltos temporales, pues el discurso dosifica muy bien sus picos de tensión. Un pequeño desliz en cuanto a la representación del cronotopo todavía es posible de advertirse cuando se indica, mediante un letrero, que una de las escenas del juicio en horario de madrugada se realiza en una hora pasado el mediodía.
[2] No escapa a la vista el detalle de esos carteles donde se lee impreso “Viva Cuba Libre” en una tipografía Times New Roman, impensable para un siglo XIX, aún en papel demasiado blanco para la época.
[3] Lo mismo ocurre, por ejemplo, en escenas donde Fermín aparece abatido, bien en solitario, bien con su esposa; o cuando se muestra el drama de la madre de Alonso (Yailene Sierra), o en el instante en que los estudiantes cavilan su destino en la celda. La cámara se pasea en ese plano americano que atenta contra la emotividad del discurso fílmico, contra la agonía y la incertidumbre que genera la tragedia. Bien que la atmósfera y la identificación del espectador con este episodio triste de nuestra Historia es tan grande, que solo es posible percatarse de tales detalles en una lectura más reposada, cuando ya la mirada no se deja arrastrar por el alud de la emoción. De hecho, me atrevo a realizar estas reflexiones sobre Inocencia luego de un quinto visionaje, para colocar en su balanza las particularidades que distinguen o desentonan esta extraordinaria realización.
[4] Es tan fiel que incluso el discurso de Capdevila, mal asimilado por Caleb, puede encontrarse allí íntegro, así como ese parlamento del capitán de voluntarios cuando le dice a Eladio en la celda: “Ni todo el dinero del mundo te podrá salvar”, etc.
[5] Luis Felipe Le Roy y Gálvez: A cien años del 71. El fusilamiento de los estudiantes, Instituto Cubano del Libro, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1971, p. 107.
[6] Ibídem.
[7] Ibídem, p. 365.
[8] Ibídem, p. 249.
[9] Mucho más importante aún es el dato de la participación de la comunidad religiosa abakuá en los hechos. ¿Realidad; ficción? Un colega me ha comentado que algo de eso hubo, pero por prejuicios epocales respecto a la religión afrocubana, la historiografía oficial omitió en su momento el episodio. Razón más que convincente para seguir desempolvando esos pasajes de la Historia, que deben ser conocidos en sus complejidades y contradicciones. El complemento sirve aquí para motivar el interés en la (re)lectura de los documentos históricos, de las investigaciones que hasta ahora solo son divulgadas en círculos más estrechos como la academia y no en manuales. Es este un mérito importante de la película, la manera en que direcciona la atención del espectador y su interés en conocer, buscar, las fuentes originales, para leer allí aquello que sugiere, dice-no dice (no pudo decir) esta película.
[10] Un diálogo que comprende una interesante dilucidación filosófica, pero remeda más la réplica tipo catarsis de panfleto. Además de mal escrita, no está bien interiorizada por el actor.
Fragmento de Block booking. Cine cubano (2018): marcar la diferencia, ensayo que será publicado en dos partes en los números 1 y 2 de Revolución y Cultura de este año

 

4 comentarios

  1. Manuel Alejandro Lopez

    Vi la película con mi familia y la verdad q fue emocionante, este trabajo me ayuda a entender esos detalles de cine, buen texto

  2. Alberto Ramos

    Sigo leyendo tus trabajos, Ronald, muy buenos, pero este es excelente, buscaré revolución y cultura para leer los restantes. Abrazo

  3. Renee

    Ronald, muy bueno este artículo, muy bueno, pero me parece q llevas muy recio a los actores no crees?

  4. Carlos

    Un artículo crítico excelente, he visto la película aunque no se nada de cine sólo puedo decir q vale la pena verla.

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