Juan de los muertos o la filosofía del sobreviviente
Una buena historia con muchas costuras.

El primer punto a favor de esta película es que, en tanto parodia, no se toma el horror demasiado en serio
Una rústica balsa flotando a la deriva en el mar. Sobre ella un hombre dormido o inconsciente. Una imagen tan significativa para los cubanos que su aparición en los primeros planos de Juan de los muertos (2011) resulta inquietante. Pero enseguida se descubre el juego con el espectador. No se trata de un “balsero” extraviado en las peligrosas aguas del Golfo, sino de un pescador amodorrado por el sol, a unos pocos metros del Malecón habanero.
Así comienza Alejandro Brugués (1976), su comentada parodia del género de horror, con excelentes momentos humorísticos y una mirada bastante ácida a la Cuba contemporánea. La cinta constituye la primera incursión del cine cubano en ese mundo de fantasía terrorífica y es la primera coproducción autorizada oficialmente entre una productora extranjera (la española La Zanfoña), y un grupo independiente cubano (Producciones Quinta Avenida), al cual pertenece Brugués.
El primer punto a favor de esta película es que, en tanto parodia, no se toma el horror demasiado en serio. Aunque los especialistas en efectos especiales y los maquillistas realizaron un gran esfuerzo para conseguir un resultado visual digno, aún sin contar con el presupuesto y los adelantos tecnológicos de una gran industria como la hollywoodense, no se pretende que el espectador se horrorice “de verdad” con los zombis y la sangre, sino que se involucre en la historia de un variopinto grupo de compinches, mientras se van descubriendo entre líneas las diferentes pistas propuestas por Brugués, también guionista del filme, para adentrarse en ese mundo de muertos vivientes, demasiado cercano y familiar al de los cubanos de hoy.
También resulta acertada la idea de crear situaciones ambiguas que parecen desarrollarse en un sentido y de repente hacen un giro sorprendente, como ocurre en la ya mentada presentación de Juan, el protagonista, flotando en una balsa; o cuando este fracasa en el intento de recuperar el amor de su hija Camila y se lanza desde la azotea con la intención aparente de suicidarse.
Sin embargo, en otros momentos esa misma ambigüedad no consigue los mejores resultados. Tal es el caso de la relación entre Juan (interpretado por Alexis Díaz de Villegas) y Camila, a cargo de la española Andrea Duro. Si bien en un primer momento parece que el cubano trata de conquistar a la extranjera, luego se descubre que existen otros lazos entre ellos. De cierta forma el personaje de Camila más parece hecho para justificar la presencia de una actriz española en el reparto por razones de producción, que por reales exigencias del guión. Cierto es que la situación de la muchacha representa el problema real de muchos jóvenes que han emigrado, ya sea por decisión propia o de sus padres. Pero tal y como se aborda ese tema en la historia, la manera en que los actores se desempeñan, y especialmente por la endeblez y superficialidad con que fue concebido el personaje, no se logra reflejar seriamente ese conflicto. Tampoco se consigue su integración de manera orgánica a la trama, ni se establecen de forma creíble los lazos afectivos a partir del acercamiento entre Camila y su padre a lo largo del filme.
En cuanto al resto de los personajes, los más relevantes son los amigos de Juan, con los cuales mantiene una pequeña red de negocios ilegales que le permiten ir viviendo sin trabajar ni complicarse mucho la vida, hasta que una extraña enfermedad que convierte a las personas en voraces muertos vivientes, los enfrenta a la necesidad de luchar por sus vidas, e incluso, a partir de las habilidades del protagonista para sacar partido de cualquier situación adversa, les permite montar una lucrativa “empresa” por cuenta propia, muy a tono con los nuevos tiempos que corren en la isla.
De ese entorno se sabe poco. Algunos atisbos del contexto se conocen a través de los medios de comunicación, los cuales reiteran en varias ocasiones una información que no refleja los sucesos reales, sino su propia y deformada versión (oficial) de los hechos, donde los enemigos son el imperialismo yanqui y sus protegidos, los opositores al gobierno, a los cuales se culpa de todos los desastres que están ocurriendo.
El humor es, sin duda, una de las bazas de esta película, que echa mano al simpático lenguaje popular (a pesar de algunos diálogos afectados y un exceso de “malas” palabras), al doble sentido, a la sátira y a situaciones ingeniosas con numerosas referencias a la sociedad cubana.
Porque Juan de los muertos no es una simple parodia de las películas “de zombis”. Más que todo se trata de una obra sobre la supervivencia. Y más específicamente sobre la supervivencia cubana y los mecanismos creados por los isleños para buscarse la vida de cualquier manera posible y, si es necesario, al margen de las instituciones y mecanismos oficiales. Es una muestra de cierta cultura de resistencia a la que han recurrido muchas personas para sobreponerse a los momentos difíciles por vías muy poco ortodoxas.
Apenas transcurridos los primeros cinco minutos de comenzada la película, el propio Juan se encarga de enunciar quién es: “yo soy un sobreviviente. Sobreviví a la guerra de Angola, al Mariel, al Período especial y a esta cosa rara que vino después”. Porque este personaje es la versión cubana más actualizada del pícaro de siempre, aunque no sólo eso. Gracias a su talento para adaptarse e incluso conformarse con vivir al día, Juan ha logrado sobreponerse a las circunstancias más adversas por las cuales han atravesado los cubanos en su historia reciente, y no morir en el intento. Su verdadero talento es “resolver”, “inventar”, “escapar”, tres palabras que nunca aparecen en su boca pero que de alguna manera resumen su filosofía de vida y la de todo un sector de la población cubana. De ahí que, a su manera, Juan encarna cierto arquetipo presente en la sociedad. Sin llegar a ser un delincuente ni un opositor al gobierno, vive en los márgenes del proyecto revolucionario, apenas interesado en él. No es un cínico absoluto, sino alguien endurecido por las circunstancias. Da crédito a muy pocas cosas, aunque todavía conserva sentimientos de solidaridad y respeto hacia sus semejantes y amigos. Representa un espíritu independiente que no se adapta a lo establecido pero tampoco confía en las soluciones que pueden venir de afuera. Juan resulta, al mismo tiempo, un antihéroe y un líder de nuevo tipo.
Su aguerrida tropa la componen su inseparable amigo Lázaro, Vladimir el hijo de este, la China y “El Primo”. Con los dos últimos establece una alianza estratégica para sobrevivir, aunque no simpatiza demasiado con la China, que se dedica a robar, entre otras actividades ilícitas. Sin embargo le reprocha a su amigo Lázaro por no haber educado mejor a Vladimir y no haber despertado en él la aspiración de seguir un camino diferente al suyo. El joven por su parte solo parece estar interesado por perfeccionar sus habilidades para sobrevivir y, si tuviera una oportunidad, escapar de ese mundo donde todo parece estar preestablecido desde hace 50 años. Pero aún cuenta con la ventaja de su juventud y al final de la película logra marcharse del país ocupado definitivamente por los zombis, lo cual representa para él una segunda oportunidad.
Juan, en cambio, no parece tener más opciones que seguir resistiendo. Decide quedarse y en un gesto quijotesco, enfrentar el desastre. Quizá porque este siempre ha sido y será su lugar en el mundo. “Si me dan un filo –dice-, yo me las arreglo”. Porque al fin y al cabo, él es un sobreviviente (y cualquier semejanza con la realidad no es pura coincidencia).
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