Juventud sin valores. Algunas películas del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano
Un adelanto de lo que ofrecen algunas de las obras cinematográficas seleccionadas para esta 38 edición y sus protagonistas más jóvenes.
¿Por qué los jóvenes han dejado de ser en el cine latinoamericano actual la fuerza prometeica y preñada de futuro que solían ser? La idea de un sujeto dramático joven vinculada a la función de cambio social e histórico estuvo entre los pretextos favoritos de las políticas de autor de la militancia de izquierdas, que dio lugar a ese episodio histórico conocido como “movimiento del nuevo cine latinoamericano”.
En parte de aquel cine los jóvenes eran personajes privilegiados al centro de relatos adherentes a las proposiciones de transformación revolucionaria de la realidad social, pero también como sujetos predilectos de las narraciones que atendían la marginación, la exclusión, la ausencia de expectativas. Pixote, El chacal de Nahueltoro, buena parte de la obra de Glauber Rocha, Román Chalbaud y Víctor Gaviria, por mencionar el recorrido a partir del “periodo heroico” del cine regional y su disolución en el pesimismo cultural de los ochenta, hasta Pizza, birra, faso, que postula en los años noventa la invención del Novísimo Cine Argentino, entre muchos otros, ilustran lo anterior.
Aquellos solían ser personajes encarnados en jóvenes maduros, que pasaban los 20, individuos que se adentraban en la adultez. En cambio, los protagonistas favoritos de buen número de películas latinoamericanas de la última media década son niños y adolescentes. En la selección de este Festival, esa tendencia se acentúa.
Una estrategia ficcional común a tal asunto es la tematización de la orfandad. En un texto que dediqué en este mismo espacio a algunos títulos del Festival de 2014, y que titulé “Huérfanos y errantes”, describí la manifestación de esta característica en piezas con un marco alegórico que señalaba la ausencia de paradigmas o modelos tutelares incuestionables y fijos. Los hijos son huérfanos funcionales, solitarios y erráticos, en un universo que no parece brindarles espacio de acogida.
Por ejemplo, en Madre hay una sola (Brasil, Anna Muylaert), el adolescente Pierre y su hermana pequeña llevan una vida normal con su madre, pero un día esta es detenida y, de la noche a la mañana, se enteran de que ambos fueron bebés robados. Por supuesto, ahora sus respectivas familias biológicas ansían tenerlos de vuelta. Así que, para ambos, en el mismo centro de su realidad se abre un inmenso agujero negro que los devora. No solo tienen que someterse a una separación radical, sino que también deberán aprender a convivir con extraños.
Muylaert retoma aquí la preocupación de su cine por las relaciones paterno filiales, que en 2015 ensayara con La segunda madre. Esta es una cuestión que la absorbe, qué duda cabe. Pero si en su anterior largo el conflicto entre madre ausente (la mujer trabajaba por años como doméstica de una familia rica en la urbe) e hija adolescente que cae como meteorito (viene del campo a matricular en la universidad) desenvuelve una meditación en torno a roces clasistas y culturales, al tiempo que filtra el proceso de aproximación de dos personas absolutamente extrañas, en Madre hay una sola el asunto toma otra deriva.
Ello, porque a Pierre le sucede esta desconexión cuando está por definir su identidad sexual. A escondidas, se viste de mujer, se maquilla, ensaya el sexo con hombres. Arrojado de la familia donde creciera, trasplantado a un escenario cómodo y conservador, donde ciertas transgresiones estarán prohibidas, decide protestar, rebelarse, a través del propio cuerpo.
Otra vez la fórmula biopolítica del cine latinoamericano reciente asoma aquí. Más que una fórmula, una inquietud, un pliegue sobre los discursos políticos, que el año anterior tuvieran su piedra de toque en Paulina (Argentina, Santiago Mitre) y en ¡Que viva la música! (Colombia, Carlos Moreno), y también un poco en Máteme, por favor (Brasil, Anita Rocha da Silveira) y Venecia (Cuba, Enrique Álvarez). El dolor, así como el placer que nos produce el mundo, se verifican en el cuerpo, y a través suyo se produce el reconocimiento del otro y de ese perímetro para cohabitar con lo ajeno que implica la política.
La representacion chilena de este Festival parece haber sintonizado con la necesidad de elaborar de diversas maneras esa cuestión. En Las plantas (Roberto Doveris), el cuerpo es un balón de ensayo para Florencia, una adolescente cuyos mayores no están, así que debe asumir la responsabilidad de atender a un hermano tetrapléjico. Aparte de esto, su cosmos incluye asistir al instituto, perder el tiempo con un par de amigos, chatear con un exhibicionista al que ofrece partes de su anatomía para que se masturbe en vivo, leer comics, bajar música, entre otros modos de dialogar con la realidad que tienen las soledades de hoy.
Las plantas es una sutil exploración del mundo del adolescente urbano, blanco, clase media, sin acentuar condiciones de ubicación social o rasgos de contexto. Tiene mucho sabor sociológico, no obstante, pero acaso lo más pregnante de su tejido sean esos ambientes de abandono exploratorio, de pereza entregada a la búsqueda de sí mismo, que tiene esa edad. Doveris quiere sobreimponerle un intertexto trascendental y alegórico (un comic homónimo, donde las plantas invaden los cuerpos de los vivos y se apoderan de ellos en la noche), que no funciona más allá de cierta cualidad atmosférica. Aunque con ello vislumbra el costado moral de su mirada: la noción del zombi.
Porque muchas de estas películas hablan de un quiebre moral. De la desaparición o corrupción de ciertos atributos sobre los que se asienta la noción de lo humano. La inquietud de muchos de estos títulos por las generaciones jóvenes parece tener que ver con la pregunta de qué resta de humanidad en esos seres inexpresivos y huraños. Inquietud de la que se alimenta Aquí no ha pasado nada (Alejandro Fernández Almendras), Jesús (Fernando Guzzoni) y Nunca vas a estar solo (Alex Anwandter). Curiosamente, las tres chilenas. Todas con puntos argumentales en común. Todas con un doble fondo moralizante y didactista.
Como hace dos años en Matar a un hombre, Almendras regresa al territorio de la violencia, al significado del gesto de quitar la vida, en Aquí no ha pasado nada. Solo que el emplazamiento de su relato incluye ahora una estructura de clase y supone una contextualización: el guión se inspira en sucesos reales. Su protagonista es un joven de clase alta que estudia en los Estados Unidos de América y ha venido a pasar las vaciones en un selecto sitio de la costa chilena. Allí traba amistad con un grupo de coetáneos, también hijos de familias bien y, en una noche de borrachera y fiesta, atropellan a un pobre transeúnte.
Lo que sucede a continuación ha sido uno de los resortes de diversos relatos de denuncia del cine latinoamericano más reciente: los chicos pijos salen ilesos, la impunidad gana la pulseada. Títulos como la guatemalteca Gasolina, la cubana Mañana, uno de los relatos del puzzle titulado Relatos salvajes reproducen anécdotas semejantes. En todos hay una estructura social donde los que mandan tuercen la ley y la moral a su favor. Aquí no ha pasado nada lo subraya incluso en la deriva hacia el drama judicial, subrayado innecesario y moralizante de más, que adquiere su tercer acto.
Jesús (Fernando Guzzoni) y Nunca vas a estar solo (Alex Anwandter) parecen caras opuestas de un mismo poliedro. En la segunda, un adolescente gay recibe una golpiza a manos de compañeros y termina en coma. En la primera, un adolescente que suele orbitar entre el alcohol, el pop coreano, los amigos, el sexo casual, en medio de una noche de farra la emprende en grupo contra un homosexual, al que dan muerte. Incapaz de tolerar la culpa, pide la ayuda de su padre.
Jesús admite cierta dosis de lectura como parábola bíblica: el padre que corre a socorrer al hijo caído nunca está, lo deja solo y le exige un estilo de vida responsable, más de lo debido. O sea, dos sentimientos de culpa colisionan y la del padre es tan grande que ahora se dispone a hacerlo todo por salvar al vástago. Al cabo, este progenitor dadivoso y cálido ofrece su rostro definitivo: en un giro inesperado, cuando el culpable ha aceptado con dolor su pecado, lo entrega. El nuevo Cristo es abandonado a su suerte, tendrá que enfrentar las consecuencias de su transgresión.
De semejante manera, el padre del moribundo en Nunca vas a estar solo adquiere el protagonismo absoluto una vez que su hijo es hospitalizado. Trata de entender, de vengar, de hacer las cosas a su modo y, sobre todo, de estar allí para su hijo, revelándose a sí mismo que su empleo de años es apenas la fachada de una vida vacía. Pero para este padre las soluciones no están a la mano. Él mismo aparece débil, meditabundo, flojo.
Esta invectiva contra el padre retoma igualmente otro tropo dramático favorito de la última década y media en el cine regional: la figura terrible o negada del que nos dio vida y nombre. Sometido a enjuiciamiento riguroso en muchas de las piezas del cine reciente, en este momento aparece bajo otro cariz. Porque resulta curioso que las familias disfuncionales de muchas de las películas que aquí comento carecen de madres. Ahora la estructura monoparental es regida por un padre que no está, se ausenta, existe a través del teléfono o simplemente actúa como si no estuviera. Pero en vez de convertirlo en pretexto favorito para justificar al hijo descarriado, nos lo pintan tan infeliz y desubicado como el vástago.
En esa dirección, el problema biopolítico que menciono arriba representa al sexo como válvula de escape, como instrumento de catarsis. El uso del deseo es para estos personajes adolescentes un mecanismo semejante a la droga o la violencia, no un vehículo para la consumación del yo en el otro.
Un caso así es Play the Devil (Bahamas-Trinidad y Tobago, Maria Govan). Gregory está a punto de definir su futuro y, pese al ambiente social del que emerge, sus aspiraciones están en otro sitio, lejos de la aldea, las noches de juerga, los amigos-sin-nada-que-hacer. Conoce a un hombre maduro de clase media que lo impulsa a explotar sus talentos, pero que lo atrae hacia una relación homoerótica. El padre de Gregory, un caso perdido, reaparece en la casa familiar con su magnetismo caótico. El hermano de Gregory es un prospecto de maleante con todas las derivas hacia repetir la historia del progenitor. Al muchacho lo circundan todas las tentaciones posibles, menos la de inventarse a sí mismo.
Aquí el asunto de la indentidad en una fase decisiva de la vida recibe un tratamiento demasiado antinómico y hay una didáctica ajena a matices. No obstante, muchas de las decisiones del protagonista pasan por su cuerpo, por la definición de una sexualidad soberana. La tranfiguración danzaria de la noche de carnaval, en la secuencia concluyente, es ocasión para la liberación definitiva, que no de la extinción de las tensiones.
Son, todas estas, estampas que no prodigan demasiada confianza a unos sujetos que deberían tranformarse en el gobierno del mañana. Lo cual no es un dato menor, tomando en cuenta que muchas de estas películas son operas primas o segundas obras de realizadores que bordean los 40. Entonces, la coartada autobiográfica estará vigente para este servidor cuando le toque razonar qué consideración ofrecen los creadores acerca de su tiempo. Aunque los términos más expeditos para calificarlas sean de retratos pesimistas de una generación, no se trata al cabo de un juicio de valor. Simplemente, de calificar lo que hay.
Las puestas en escena de estas películas suelen trabajar con configuraciones deterministas tenues, como reuniendo sucesos inconexos, sin vínculos dramáticos decisivos. Parecen universos de aire, gaseosos, los que retratan. Hay pocos énfasis, estamos ante estructuras abiertas que dejan trabajar al espectador.
Pero hablando de aire: hay una película aquí donde buena parte de la composición de los planos incluye una porción destacada de horizonte. Porque se ambienta en azoteas. De La Habana. Sus protagonistas son tres adolescentes que matan el tiempo en el techo de su edificio sobre Centro Habana. Desde allí otean el horizonte de su barrio, de su mundo, someten a escrutinio sus expectativas vitales.
El techo es la esperada opera prima de Patricia Ramos, una guionista y cortometrajista adepta a los escenarios de la vida cotidiana y a los interiores familiares. También en su pieza los progenitories se ausentan: la madre de Anita, una muchacha embarazada, está de visita en Miami; la de Vito cumple misión en Venezuela, mientras él vive con la abuela y la hermana pequeña; la de Yasmani murió, él vive solo con un padre que se niega a abandonar la cama “para no gastar dinero”.
Los muchachos están a su aire. Sin paradigma apenas, sin tutores visibles, tienen casi todo el tiempo para volar. O no. Porque su día a día es la búsqueda de un proyecto común, algo que les permita sobrevivir y realizarse económicamente. Fuera de Vito, el romántico ingenuo, la de sus amigos es una cotidianidad marcada por la angustia de no tener proyecto propio. El legado de sus padres supone también la lucha por la subsistencia. Y ellos se inventan una pizzería a la que bautizan Sicilia Valdés.
El techo posee una fábula donde la claustrofobia de la locación cerrada y casi perenne juega con las dimensiones escénicas que se abren hacia el infinito. Su relato versa sobre lo posible que cabe a cada quien. Para algún personaje, la solución será irse; para otros, encontrar lo esencial y necesario en aquel a quien tienen más cerca.
Esa idea de la solidaridad de los jodidos esboza una cumbre en Los nadie (Colombia, Juan Sebastian Mesa). He aquí una opera prima independiente, grabada en Medellín en 10 días y una noche, en blanco y negro, con actores naturales. Sus protagonistas son un puñado de adolescentes de las culturas juveniles punk, artistas callejeros que se cobijan en la música rock, el grafiti, las drogas, los tatuajes, como estructuras de sostén para una vida nómada, de precaria subsistencia, en la que estar juntos es lo único que tienen por seguro. Porque la familia de estos chicos es cosa evanescente, no está, no existe, apenas incide a través de la vigilancia y la exigencia, o porque dan algún dinero de cuando en vez, o se trata de parientes que siempre están saliendo a trabajar. Tenemos entonces una soledad con compañía, un mundo de afinidades que parece un socialismo utópico.
Mesa consigue de estos intérpretes (a los cuales conoció precisamente en el ambiente que retrata) algo cercano a la idea moral del neorrealismo italiano –salvando las distancias. Quiero decir, un cine que busque la verdad del otro, no importa si extraña o distante. No hay énfasis en la “estridencia” de estos modos de vida, en la curiosidad zoológica que son para nuestro modelo de vida pequeñoburgués y modosito. La puesta en escena defiende la calidez documental de la cercanía, la suciedad de las atmósferas sonoras.
Pero decía arriba que Los nadie es como una cumbre. Porque Mesa se arriesga a proponer un proyecto narrativo explícito y una salida simbólica para sus personajes: varios planifican y organizan un viaje por los Andes y para ello unen fuerzas. Y aunque a uno de ellos la violencia barrial, la contingencia, le impongan por la fuerza quedar preso de su circunstancia, el resto abandona la ciudad, la vida que llevan. Se van a inventar algo juntos, no sabremos si óptimo, pero algo propio. Esta postura dibuja una escapatoria posible, un algo más allá de la maldita circunstancia de la abulia por todas partes.
Esta idea de los jóvenes como una fuerza quieta capaz de emerger sin altisonancia, ni a caballo de revoluciones definitivas, está en la sobrina de Diego, el enfermo terminal de sida que encarna Jorge Martínez en Últimos días en La Habana (Cuba, Fernando Pérez). Esa adolescente caótica, que llega a hacerse dueña de la presunta paz de Diego y Miguel, cuyo sueño es tener muchos hijos, rodearse de animales y de un mundo propio aislado del afuera todo lo posible, de su madre y de la doble moral que le rodea, podrá parecer la victoria de una cruzada apolítica, pero es política por todos los costados.
Esta nueva película de Pérez tiene mucho de resumen de sus preocupaciones expresivas, como también de retomada de temas presentes en anteriores obras suyas (sobre todo Madagascar, La vida es silbar y Madrigal) y de ajenas (Fresa y chocolate, ante todo). La casa de los excomulgados, de los arrojados de la sociedad (un homosexual enfermo de sida y un tipo cuyo único anhelo es emigrar a Estados Unidos de América), de repente adquiere una inusitada vitalidad. El ensayo de comuna hippie que esta chiquilla pretende hacer abre un futuro impensable, propio, divorciado de los deber ser, de las teleologías nacionalistas, de las ideologías en pugna, de la vida en colores primarios.
Esa utopía, parece sugerir Pérez, emerge viva y coleando cada vez que la declaramos difunta. Nos obliga a olvidarnos del inevitable cansancio histórico y a convencernos de que la vida sigue, cada vez distinta, inesperada, inaudita. (2016)
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