La serena madurez de la mirada
La agudeza de Arigna Fajardo, en su más reciente documental Cambio de guardia, florece de conjunto con su capacidad para descubrir lo esencial bajo la apariencia muda de lo trivial.

Es evidente la predilección de Ariagna Fajardo por los entornos familiares como escenario humano en sus documentales. En cierto modo, la realizadora de TV Serrana adivina que cada familia es una narrativa en sí misma. Que se ofrece con naturalidad a ser relatada, al trenzado de episodios dramáticos diversos, a la construcción de personajes.
Pero no son, las de su obra, familias convencionales. Ariagna infiere, acaso debido a su propia biografía, que las familias tienen tiempos en los cuales se prueban los resortes de las filias, cuando un momento climático se eriza sobre esa narrativa banal. Era lo que sucedía, por ejemplo, en La casita, donde un padre solitario cargaba con la responsabilidad de atender a tres niñas pequeñas; o en El círculo, donde la realizadora arriesga un retrato de su entorno privado, del hogar de sus padres, encargados de velar por sus respectivas madres, ancianas incapacitadas físicamente.
Pero los resortes para la elección de sus historias tienen poco que ver con las fábulas de dolor, precariedad y crisis material/moral que a menudo toman al sujeto popular como mero instrumento de una agenda expresiva particular y egoísta. En el caso de Ariagna, el propósito es siempre hacer visibles los vértices del amor en situaciones donde este se pone a prueba.
Es el caso de Cambio de guardia (2015), que nos coloca ante la estampa de un grupo familiar no común. Ariagna cuenta aquí la historia de tres mujeres maduras, con vidas independientes, que se turnan en el cuidado de su anciana madre, quien permanece en el hogar familiar, atada a su vida pasada, al esposo muerto y a su legado: una finca pecuaria con siembras y crías de carneros y vacas.
Es trabajo duro. El día a día de estas mujeres se reparte entre el ordeño de las reses, el procesamiento de la leche acopiada, la atención al resto de los animales y el sinnúmero de labores domésticas (cocinar, lavar, fregar), más todas las ocupaciones que de ellas se derivan. El suyo es un modo de vida tradicional, una comunidad que depende del trabajo físico, del intercambio con el entorno natural.
Todo lo anterior, sin presencia masculina apenas. Esta comunidad femenina es abordada con pasmosa serenidad y ajena a los discursos que subrayan la reivindicación de la mujer como subjetividad soberana. Ello, porque Cambio de guardia no contiene la obsesiva necesidad de manifestación de un episodio excepcional.
Hay además un rasgo peculiar en este escenario. El padre fallecido es evocado con ternura por las hijas, quienes aprendieron de él los desempeños físicos que ahora emprenden. En esa memoria aparece la frustración de la pareja que no pudo tener un hijo varón, aunque ello no diera lugar al repudio a las niñas, ni tampoco a una crianza masculinizada. Todo lo contrario: el amante progenitor es referenciado como fuente de ternura, jocosidad y cariño.
En cambio, es la madre el sujeto severo y hosco. Desde la perspectiva de las hijas, la anciana fue siempre un sujeto difícil. Pero no hay condena o resentimiento en las palabras de las descendientes. La madre rige en el hogar y la vemos trajinar todavía, pese a las limitaciones de salud que la aquejan, alrededor del horno artesanal, preparando turrones de coco. Es poco expresiva, seria y reseca. Suele quejarse como por costumbre, de algún dolor o de algo por hacerse. La única vez que participa del diálogo –que Ariagna construye a partir de breves bloques de deposiciones en off– lamenta su soledad, la ausencia de otro tiempo vital y tumultuoso, guardado en el ayer.
El tratamiento formal en Cambio de guardia es sosegado y cauto. No hay exceso formalista ni estilización exuberante. A Ariagna no parece preocuparle esa sensación de banalidad reiterativa que cruza de un día al otro y que sustenta esta anécdota, donde no sucede cosa extraordinaria alguna, ni se produce algún giro dramático súbito. Esa consistencia serena parece ser, en cambio, aquello que persigue expresar con una cámara objetiva, que sigue a los personajes y los encuadra estática, más bellas panorámicas del entorno natural, que enlazan periodos narrativos y puntean la rítmica interna u operan como transiciones temporales.
El trabajo con la dimensión temporal es decisivo, pues toda la sustentación dramática reposa en la reiteración circular de un ir y venir, de un afanarse, del esfuerzo de seguir sosteniendo la existencia casi como un ritornelo inerte. La luz que viene y va mientras amanece o se impone la ocuridad, opera a modo de marca que estructura la anécdota, subrayada por sutiles fundidos a negro. Las temporalidades del vivir vienen a emular los ritmos de la naturaleza, sus ruidos y alternancias.
Toda una filosofía se desprende de esta manera de apresar la historia de unos seres que reproducen su propósito biológico, aunque Ariagna detecta que bajo ese manto de automatismo hay una dimensión moral. Que la existencia es, al cabo, un tomar el testigo del que se va y entregarlo luego, cuando nos toque marcharnos. Precisamente como un cambio de guardia.
El trabajo de Luis A. Guevara alcanza un momento alto en esta ocasión. Estamos ante una foto bella, al tiempo que expresiva. Es quizás este el recurso a través del cual se manifiesta otra madurez: la de su realizadora. Ariagna consigue aquí una obra de narración sutil pero profunda, urdida con los recursos necesarios, sin excesos formalistas ni retorcimiento estructural; su textura documental emerge de respetar el mundo referencial sin imponer una visión de este cargada de intenciones evidentes. Bien mirado, Cambio de guardia es un retrato sereno, mas no inane, que interpreta la historia de la vida de unos seres en ciertas peripecias ordinarias en las cuales se negocia su humanidad.
Pero eso ocurre como sin quererlo. Cambio de guardia luce a primera vista cual eso que suele calificarse como “obra menor”, sin serlo. La agudeza de la mirada de la documentalista florece de conjunto con su capacidad para descubrir lo esencial bajo la apariencia muda de lo trivial. Pero he aquí un tratamiento universal, casi abstracto, que descubre en lo particular el mundo y lo entrega serenamente, sin tremendismo. Desde tal posición, el documentalista se revela como un individuo que observa y piensa a sus congéneres sin aislarse o colocarse por encima, aunque tampoco rindiéndose a lo accesorio e inmediato.
A eso me refiero cuando hablo de la madurez definitiva de Ariagna Fajardo.
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