La vida digital como ilusión y apariencia

El mundo actual parece una gigantesca memoria interconectada, donde todos lucimos obcecados con hacer el trabajo colectivo de recordar, de apilar montones de imágenes que den cuenta de nuestra presencia.

La foto es mía, así como también la experiencia sensible.

Foto: Cortesía del autor

En el salón de exposiciones, la tarde de la inauguración, sufrí el primer impacto ante lo desconocido. La gente, sobre todo los más jóvenes, no miraba los cuadros: los retrataba. Móvil en mano, de pieza en pieza, se concentraban en hacer click. Fue tan revelador para mí, que tuve que ponerme a observar con detenimiento: miraban a la pantalla, no a la cuadrícula de colores colgada contra la pared blanquísima.

La primera reacción ante el fenómeno es de índole clínica: el efecto de mediatización del presente es tan profundo, que ya no importa la existencia del referente, sino su apropiación por el acto del registro fotográfico. Tenemos a nuestra disposición toda clase de artefactos proclives a activar en nosotros la función testimonial, de ahí que la presencia de algo tenga que ver, primeramente, con su existencia fotográfica. No hay realidad posible sino a través de su reproducción / apropiación fotográfica o videográfica.

Dicho esto, aparece la interrogante cautelar acerca de los usos de esas imágenes. Los espectadores de hoy son, al mismo tiempo, creadores. Quiero decir que esas capturas, recortes, fragmentos tomados de la realidad en que existen, son tratadas luego a partir de la lógica del ordenador. En ese sentido, no debe perderse de vista que el teléfono móvil es, en sí mismo, un dispositivo de síntesis que reúne las características y funciones de medios tan remotos como la linterna, la máquina de escribir, la radio, el cine, el reloj despertador y, por supuesto, el teléfono, hasta algunos más recientes, como el geolocalizador satelital.

Pues bien, una vez producida la captura, no hay que imaginar, necesariamente, una manipulación de interés artístico (que eso también es común hoy), sino además, y sobre todo, que el usuario de las imágenes haga algo con ellas: las retoque a sepia, azul o efecto de negativo; las solarice, recorte y remonte; asocie a textos, a otras imágenes; les agregue efectos caprichosos, incluidos implantes sonoros, en un trabajo de sampleo que debería finalizar en la situación definitiva de compartirlas.

Este proceso concluye, pues, en una situación democrática: las imágenes privadas se transforman en públicas a partir del deseo natural de hacer visible el trabajo de la existencia. La vida, la duración particular del individuo, acaba transformada en existencia colectiva, ya sea a través del álbum fotográfico familiar o del perfil público de Facebook o Instagram. Esta condición contemporánea de ser en el mundo interconectado e hipermediatizado trae de vuelta la pregunta filosófica por el existir como evento dependiente del ser percibido. El individuo contemporáneo sería aquel que transita por su duración particular dejando huellas, haciendo visible su existencia, manifestando su trayecto particular, fuera de cualquier deseo de anonimato.

Todo lo anterior ha nacido de mi propia estupefacción ante este tránsito civilizatorio, ya naturalizado, al que me he resistido sin éxito. Viví muchos años sin teléfono celular. Me resistí con argumentos de toda clase a la idea de estar localizable todo el tiempo, de poder ser alcanzado por los otros en un momento y ubicación de sosiego y retiro absolutos. Pero iba a suceder, tarde o temprano: me obsequiaron un móvil inteligente, a punto de realizar mi primer viaje al extranjero (lo cual es motivo de alborozo familiar en Cuba). La razón era del todo pragmática: podría estar localizable, obtener información necesaria a través del internet… y traer de vuelta fotos de mi tránsito por latitudes extrañas.

Finalmente, entendí a los adolescentes de la exposición que cuento arriba: ante las paredes del MoMA, estuve haciendo click como un demente. La invasión de sorpresas, de encuentros inesperados, de la más pura y simple agencia del acontecimiento, me empujó a buscar inscribir la experiencia a través de la instantánea fotográfica. ¿Quién me iba a creer que estuve ante La noche estrellada de van Gogh? ¿De los ready made de Duchamp?

Más tarde pude procesar todo aquello que cortocircuitó mi vivencia. Los sentidos se disparan, sobreviene el cansancio, el vértigo de las emociones, y algo te susurra que estás ante una experiencia cercana al espejismo. Cuando somos asaltados por la emoción de lo inesperado, nuestra constitución racional renquea. Para obligarte a creer, entonces, haces click. Y para compartir la experiencia, faltaría más, también.

Pero esa fotografía adquiere otra función no menos decisiva: permite revisitar el evento con actitud forense. Ampliar detalles, navegar en distintas direcciones la imagen, observar hasta el infinito, son atribuciones que no siempre tienes como observador in situ. Puedes incluso dedicarte a descubrir el punctum que Roland Barthes sugiere como el secreto de la imagen, lo que punza y la transforma en algo inefable.

Lejos de la impresión sensorial del evento, de la multitud de tramas que lo rodean, ese recorte que has hecho te permite detenerte, excavar, examinar como bajo el microscopio, sin la demanda de seguir a otra estación de la experiencia. Hay detalles que solo pueden ser apreciados bajo una condición temporal más laxa y que ofrecen la distancia necesaria para inscribir el suceso como recuerdo; o sea, como producción de experiencia más allá del momento concreto del evento. (Una ironía: cierto ready made de Duchamp, casualmente mostrado en el MoMA, lleva por título “Para ser visto (desde el otro lado del vidrio) con un ojo cerrado, por casi una hora.”)

Luego de todo lo anterior, está la maniobra de inscripción suprema: el retrato, y su potenciación a través de la performance autobiográfica: el selfie. Allí donde el acto de fotografiar funciona como parte indisociable del acto de estar allí, de vivir en copresencia con el gesto de hacer click. Y que suele formar parte de una cadena de sentido que se completa en el relato del suceso, en la consiguiente explicación que acompaña a la imagen, correlativa a aquella que establece la fotografía impresa con su pie de ilustración.

Esta percepción ampliada del funcionamiento de lo fotográfico como parte del ecosistema de la vida humana pareciera confirmar que vivimos en un universo viejo, más atento a la necesidad de dejar trazas de su existencia que del mismo existir. La obsesión por la huella, por el legado, que pareciera formar parte de un estado existencial de postrimerías, consciente de su inminente acabamiento, se transforma en la condición cultural del mundo actual. Porque más que la necesidad de verificación de la propia existencia, estas nuevas tradiciones memorialistas apuntan a producir un gigantesco banco de remembranzas que nacen conscientes de su esencia transitoria, de la transitoriedad de la vida misma, que ahora pareciera ser vivida para ofrecer su huella, no como proceso sin propósito trascendental alguno. La obsesión de registro que hace que miles de brazos alcen sus cámaras, antes que sus miradas, ante un evento cualquiera, habla de una civilización autoconsciente hasta el exceso, necesitada de rodearse de trazas de su existencia, de indicios que le devuelvan  una especie de conciencia de ser en el mundo.

Nada de lo anterior es diferente del propio funcionamiento de la memoria: seleccionar, subrayar sucesos, borrar otros, samplear experiencias, es parte indisoluble de la estrecha dialéctica que comparten los procesos de recordar y de olvidar. El mundo actual parece una gigantesca memoria interconectada, donde todos lucimos obcecados con hacer el trabajo colectivo de recordar, de apilar montones de imágenes que den cuenta de nuestra presencia. Y que algún día, sin nadie que las explique o dote de sentido, perderán su función y acabarán disueltas en el olvido, como la brisa fresca de la noche bajo los rayos cálidos del sol naciente. (2017)

 

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