Los relatos de baja intensidad dramática
Una nueva tendencia gana espacio en el cine cubano: los relatos de baja intensidad dramática.

Coralia Veloz protagoniza "La profesora de inglés"
Foto: Tomado de Cubacine
Hay tres tendencias mayoreando en el cine cubano. Dos pertenecen a la tradición y resultan de evoluciones o involuciones (según sea el caso particular de la obra) de los discursos maestros del cine institucional. Una, la alegoría nacional –La obra del siglo (Carlos Machado, 2015), La nube (Marcel Beltrán, 2013)-, explora las refracciones de la Historia a través de estructuras donde hay una radiación simbólica de fondo. Su motivo predilecto de los últimos tiempos es el cuerpo de la familia como alegoría de la nación.
El otro, el más visible, es el vernáculo realista: Vestido de novia (Marilín Solaya, 2014), Conducta (Ernesto Daranas, 2013), Fátima o el Parque de la Fraternidad (Jorge Perugorría, 2014). Es aquel con más poder de convocatoria en el público nacional, por lo que tiene la responsabilidad de sostener el vínculo de necesidad que para con su destinatario tiene la cinematografía socialista. Se desplaza entre los géneros –aunque ha tendido en años recientes a deslizarse hacia la tragicomedia- y suele operar como un macrogénero terapéutico. Como no hay categoría pura, La pared de las palabras (Fernando Pérez, 2014) comparte atributos de esta como también de la primera tendencia.
Pero hay una tercera que gana fuerza. Es ajena a estos ejes de transmisión de formas de representación. Nosotros, los críticos pesados, tenemos nuestra parte de culpa en auparla como una forma de cine capaz de eludir los lugares comunes del color local, el exceso de ilustración y el didactismo que ha gobernado al cine cubano de ficción. Insisto en darle la bienvenida: nos hace falta. Voy a calificarla con apuro, para salir de ello rápido y mal, como relatos de baja intensidad dramática.
Me detendré en tres de sus manifestaciones recientes, en igual número de cortos vistos en la pasada Muestra Joven 2015 que la ilustran de maravillas. Como acaba de estrenarse, indico que Venecia (Enrique Álvarez, 2014) es parte de la tendencia. Pero de ella me he ocupado en otro sitio. Así que comienzo por:
1.- Crepúsculo (Juan Pablo Daranas)
La “oscuridad” generalizada del texto fílmico se establece a partir de la ubicación espacial en que adquiere forma: una troupe llega a un sitio del campo para hacer su espectáculo circense. La protagonista, una joven recién graduada en periodo de adiestramiento, se hospeda en un bohío donde viven una mujer y su hijo pequeño. Este último, aquejado de xerodermia pigmentosa, solo tiene permitida la vigilia durante la noche.
Este hijo de la luna (calificativo lírico que reciben quienes padecen tan terrible enfermedad) espera con ansia la llegada anual del circo. Con su arribo se realizan dos deseos: el encuentro con el momento escénico inhabitual y con la luz eléctrica, pues una planta ilumina el espectáculo, en un poblado que carece de servicio.
La muchacha se ubica en las antípodas de semejante plenitud. No quiere permanecer aquí, donde su teléfono móvil apenas tiene cobertura; espera cada instante el anuncio del resultado de un casting que hizo en la ciudad. El papel de payasa que aquí ejerce queda chico a sus ambiciones profesionales. La felicidad ajena no le incumbe más que la suya propia.
La nocturnidad es pues el ámbito de manifestación de estos cruces de deseos. Es en la noche que niño y muchacha se transfiguran, pactan cierta solidaridad que tiene que ver con su deseo de sobreponerse a lo que les ha tocado. Pero el primero ignora que su aspiración es lo que tortura a la segunda. Y entre ambos va a surgir una solidaridad que tiene que ver con la espera y con la derrota en dignidad.
La elección formal de Crepúsculo es tan arbitraria como cualquiera. Esta historia pudo contarse de manera directa, con énfasis sonoros convencionales (una partitura melódica subrayando instantes clave), en vez de en casi total silencio. Pudo haber más información en los diálogos; de contexto, por ejemplo, o de historicidad para cada personaje. Pudo tener más, pero prefiere menos, operar por sustracción, con un tono como elegíaco.
A eso la crítica que escribe dentro de pautas editoriales estrechas, que exigen etiquetarlo todo, lo califican de minimalismo. En cambio, su régimen retórico es un realismo poético, que se deshace de los énfasis que conduzcan abiertamente al espectador, para obligarlo a escrutar, a rellenar el espacio vacío. Daranas escoge un marco alegórico para este relato moral, que habla de la imprescindibilidad de cada ser vivo y de la obligación de ser útil, recurriendo al contraste clásico entre luz y oscuridad. Su opción de puesta en escena es orgánica con esa tesis, con un plano tenuemente iluminado, al que nos asomaríamos si tuviéramos ganas.
2.- La profesora de inglés (Alan González).
He aquí otra historia de gente atrapada en su circunstancia: una mujer mayor condenada a cuidar de su esposo senil y en cama, imposibilitada de proseguir su profesión de docente. El hijo de mediana edad es quien se ocupa ahora de impartir las clases en el apartamento contiguo. Y mientras ella rumia su pesadumbre, el rumor de la letanía a coro de los alumnos le provoca una añoranza agridulce.
En este caso, la “oscuridad” retórica está más elaborada y calculada, así como la frialdad de la puesta en escena, entregada a una cualidad tajante y seca. Tanto Daranas como González están demasiado parcializados con sus personajes, con lo que pierden la oportunidad de hacer más productiva la posición de observador imparcial. Estos son rasgos de inmadurez que la depuración de la puesta en escena busca remediar. Y aunque no lo consiga del todo, la operación es seductora porque evidencia un trabajo más allá de la superficie del relato y de los atributos literales, para penetrar los matices afectivos y morales que ponen en acción los cuerpos de los actores y su caracterización más allá de lo evidente, expreso y manifiesto.
La profesora de inglés es un discurso acerca de la resistencia, como Crepúsculo sobre la humildad de estar en el mundo. Como no hay énfasis, la precondición del éxito de ambos cortos es que este significado emerja de la lectura que se hace de la puesta en escena, de los materiales con que está enhebrada, de su tono y tempo, de su respiración (si es que eso existe).
Me permito señalar que no es este un procedimiento fácil, puesto que implica desplazar al espectador lejos del territorio del relato mimético estándar, que presupone que la historia sea leída de manera idéntica por cada consumidor. En los relatos de baja intensidad dramática se opta por una opacidad que supone tanto la lectura diversa como la imposibilidad de descifrar las claves “oscurecidas”. Las historias en general tienden a trasladar un malestar, o a maniobrar con tratamientos que desconciertan o provocan desazón.
3.- Partir (Estela Martínez Chaviano)
(En este punto percibo que el criterio de elección de las piezas para mi análisis, aparentemente fundado en cuestiones de forma, tiene su más profundo origen en el tema que los sostiene: la imposibilidad de la libertad. Son historias de mazmorras, de gente atrapada, dividida entre aquello a lo que aspiran y lo que hay. Qué raro: directores tan jóvenes enfrentando fábulas sobre el ocaso.)
En Partir hay una recién graduada de provincia que ha decidido quedarse en la capital a abrirse camino profesional, pese a la promesa que hizo a la madre de regresar a su tierra una vez licenciada. El corto principia con el viaje de regreso de la muchacha a su nuevo territorio, cuando asalta su voz en off, desgranando el texto de una carta donde trata de explicarse a su madre.
Estamos ante un tratamiento menos extraño que los anteriores, si el relato no se sostuviera como lo hace únicamente sobre ese texto leído contra imágenes que no lo ilustran directamente. El contrapunto sonoro visual activa ahora el montaje como principio que vertebra el texto resultante. En ello se articula el trabajo de la ficción con el sabor autobiográfico, más la cuota de mirada documental del registro fotográfico, que adquiere para la puesta abundante registro directo de la vida cotidiana.
El deambular del personaje por la ciudad ajena se sostiene con esos planos descriptivos que acompañan un texto donde se refiere un proceso de extrañamiento, de enajenación de la realidad para la muchacha que se debate entre sus ambiciones personales legítimas y la lealtad a su madre, que siente estar traicionando.
Esa especial alienación es subrayada con la disociación de banda imagen y relato sonoro. La distancia física entre ambas mujeres es activada a través de la separación entre la voz que refiere el conflicto y la languidez de las estaciones de la vida cotidiana que vemos. Porque solo a través de la epístola-confesión tenemos acceso al drama interior que late debajo de ese estar en el mundo. Entre ambas transitan las tensiones propias del amor en su contradictoriedad esencial. De ahí que, si bien la primera impresión es que Partir tiene un bello texto que hace innecesarias las insípidas imágenes donde no pasa nada, en cambio, aquí se trata de revelar espacios, actitudes y tonalidades que ilustran el cisma de valores de que se habla.
El clímax de la baja intensidad prorrumpe en el momento en que aparece en escena el interlocutor omitido, la madre del personaje, aquella a quien se dirige la súplica de comprensión y perdón. Son un puñado de planos muy cerrados de una cabellera canosa, tramos de piel arrugada, nada más. La opacidad de este momento advierte del interés por hacer de esa dimensión omitida una aparición casi hipnótica, fantasmal e idealizada. Algo más allá del universo de relaciones que sugieren el latir de lo contingente. Prácticamente una entidad inmaterial y, por tanto, un valor con absoluta condición de esencia. Es decir, algo abstracto.
La elección de la baja intensidad dramática pone en evidencia la necesidad de producir una distancia que devuelva al cine a ese terreno de producción de sentido que reclama Jean Cocteau cuando insiste en la necesidad de “vestir la realidad de artificio para capturar su esencia”.
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