Los viejos heraldos: Cuba y el televisor

Uno de los cortos documentales cubanos más destacados del año, Los viejos heraldos (Luis Alejandro Yero, 2018), merece una nueva aproximación crítica.

Fotograma del documental Los viejos heraldos.

Foto: Tomado de la obra audiovisual

Las obras del realizador cubano Luis Alejandro Yero cuentan con uno de los palmarés más copiosos del último año, además de uno de los recorridos más amplios por plataformas de festivales del mudo. Su documental Los viejos heraldos (2018) sumó recientemente a su previo premio Coral de cortometraje, recibido en la pasada edición 40 del Festival de Cine de La Habana —apartado donde históricamente se registran menos cubanos—, el gran premio “Luces de la ciudad”, de la edición 19 del Almacén de la Imagen de Camagüey.

Esta obra, con la que Yero egresara de la especialidad de Documental en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (EICTV), ha sido exhibida en los últimos meses en diversos espacios de Turquía (Bozcaada International Festival of Ecological Documentary), Estados Unidos (Corto Circuito Latino Shorts Film Festival of New York y Maynard Ibero-American Film Festival), Francia (Festival Biarritz Amérique Latine), Alemania (Golden Tree International Documentary Film Festival), Argentina (DOC Buenos Aires), China (International Short Film Festival Canton), Uruguay (Cine Joven Cubano en el Sur) y en sesiones del multinacional Shnit Worldwide Shortfilmfestival que abarcan varios continentes.

De contrastes va este documental de unos 23 minutos, donde el director opta por registrar, desde la observación más pura, las rutinas calmas de dos ancianos habitantes de un no-lugar más cercano a un eterno limbo —en gran medida gracias a la esplendente luminosidad lograda por la cinematógrafa Natalia Medina—, que a un habitáculo ubicado en nuestro mismo plano de la realidad. El autor consigue así una precisa metáfora del margen, de las otredades extrañadas, ya por escogencia propia o por circunstancias ajenas a su voluntad.

La realización recibió el premio Coral de cortometraje en la pasada edición del Festival de Cine de La Habana.

La contraposición entre los (muchas veces… las más) divergentes rumbos de la nación y el status quo sucede entre un televisor y la vivienda donde el aparato reina: un espacio tan frágil que parece a punto de diluirse seráficamente en la tanta luz que lo repleta y lo impregna. Este intruso tecnológico quiebra el sosiego general, casi onírico. Es un cordón umbilical que mantiene a sus protagonistas anexados —más bien aherrojados— a un tiempo histórico al cual ya no pertenecen, y al que no parecen querer pertenecer tampoco.

Los viejos de Yero son heraldos silenciosos del desfase, de la asincronía crónica del país consigo mismo, del divorcio irreconciliable entre lógicas históricas. El televisor, en su artificialidad intrínseca, es heraldo de un sistema de autorrepresentación formalista, solemne; hierático hasta el kitsch marmóreo de las estatuas jóvenes de faraones viejos y decadentes. A pesar de yacer a pocos pasos de los ancianos, el televisor está a incontables años luz de sus existencias. Emite unidireccionalmente, ajeno, sordo, frígido. Insensible a la decrepitud vital y radiante emanada por estos ancianos.

Los protagonistas todos —la pareja y el televisor— conviven en una inercia sin intimidad, en una tolerancia sin comunicación posible. Existen en sus respectivas autonomías misantrópicas, como resultado de un pacto de no agresión, pero también de no diálogo, de no entusiasmo, de no fe, de no convencimiento.

El ajado equipo electrodoméstico es la vitrina donde se exhibe el fetiche rígido de sí mismo en que se ha convertido el status quo cubano. Es un escaparate donde las vanidades arden sin hoguera, donde la monotonía se autocelebra, donde le emoción ante la vieja pantomima murió de tantas iteraciones.

Tal parece que los viejos envejecieron contemplando la misma secuencia de imágenes una y otra vez, sin variaciones perceptibles en su dramaturgia, ni en sus personajes. Quizás se desvanezcan entre tanta arruga, ante las miradas ciegas e impertérritas de unas figuras que danzan aturdidas y protocolares al ritmo de un tautológico sonsonete, y nunca se atreverán a salirse de la inercial diégesis de su representación, para perseguir la rosa púrpura del Cairo en los predios del libre albedrío.

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