Margarita Mateo: “La literatura necesita expresarse sin amarras o ataduras”

Post entrevista con Maggie Mateo.

Autora de más de una docena de libros significativos y posee una diversidad de premios por su obra.

Foto: Tomada de la Asociación de Academias de la Lengua Española

La inefable profesora y escritora Margarita Mateo Palmer llegó a una edad en que se hacen balances, se examina su obra literaria y docente desde la distancia del tiempo transcurrido. Para alguien que alcanzó el Premio Nacional de Literatura en 2016 la evaluación tiene que ser más que chévere, pero hay otros aspectos que matizan su personalidad intelectual.

La obra literaria de Maggie Mateo abarca ensayo, crítica y novela, y así como se entrecruzan y trenzan esos géneros, igualmente lo hacen ellos mismos con su labor docente. Maggie profesora, Maggie crítica, Maggie académica, Maggie ensayista, Maggie doctora, Maggie novelista, Maggie personaje, son las diversas entidades que rebosan su ser y estar.

Autora de más de una docena de libros significativos y en posesión de una diversidad de premios por su obra, la marca de Maggie en la literatura cubana es justamente haber creado la llave para abrir caminos con una narrativa que explora y propone, que ella misma es el viaje y el sendero, el piloto y la ruta nueva, novísima, posnovísima. Por unos minutos entremos a ese universo tan especial, el mundo de Maggie.

José Antonio Michelena (JAM): Maggie, nos ha pasado el tiempo, aunque no podamos decir “sin darnos cuenta”. Sin embargo, más de cuatro décadas después de haber sido tu alumno en la (entonces llamada) Escuela de Letras y de Arte, yo sigo viendo aquella muchacha que nos impartía literatura universal, y junto a esa catedral literaria que has levantado yo siento un desenfado eternamente juvenil y amigable. ¿Cuánto ha cambiado aquella profesora que comenzó a dar clases a mediados de los setenta? ¿Hasta dónde esa empatía que logras te ha sido útil en las aulas y cuánto has disfrutado en la travesía?

Margarita Mateo (MM): ¡Ay, Michelena, qué lejos y qué cerca están aquellos tiempos! No sé cuánto habré cambiado exactamente, pero creo que sigo manteniendo el mismo respeto hacia la enseñanza que cuando comencé, y pienso que también el desenfado que mencionas a la hora de dar la clase y comunicarme con los estudiantes. Son casi cincuenta años los que han pasado desde que impartí mis primeras clases en una iniciación docente que, mirada desde la distancia, fue un verdadero bautismo de fuego. Aún no me había graduado y tuve que enfrentarme a los multitudinarios grupos de los cursos para trabajadores donde casi todos los estudiantes –por no decir todos– eran bastante mayores que yo. Y no solo era difícil por el tema de la edad, sino porque algunos eran intelectuales con una trayectoria ya reconocida. Recuerdo a María Teresa Linares, Armando Suárez del Villar, Eduardo Heras León, Héctor Quintero, entre otros. En uno de esos grupos, cuando subí al estrado –un estrado real, pues en aquel entonces las aulas de la Escuela tenían el imponente buró del profesor elevado sobre una tarima de madera–, alguien me preguntó maliciosamente: “¿Cuándo llega la profesora?”.

Fue una experiencia difícil, pero logré una comunicación muy buena con aquellos estudiantes y también obtuve su respeto, a pesar de la notable diferencia de edad. Siempre sentía que estaba a prueba con ellos. Una noche, dando una clase en el anfiteatro –así de numerosos podían ser aquellos grupos– se fue la luz, y en pleno apagón, una voz anónima, camuflada por la oscuridad compacta, propuso continuar la clase. Acepté el reto, una especie de salto al vacío en aquel escenario del absurdo que me obligaba a prescindir de las notas y las citas que llevaba preparadas, y terminé la clase. Salimos casi a tientas de allí. Fueron meses agotadores. A veces no sabía qué priorizar, si estudiar para el examen que tendría al día siguiente o para la clase que debía impartir por la noche.

Ya graduada vinieron los cursos regulares, para estudiantes casi de mi misma edad y entonces fueron otras las exigencias. La labor docente, si la asumes con la seriedad que merece, es un reto constante. Nunca uno se siente completamente preparado para dar la clase, siempre hay algo nuevo que leer, algún punto controversial que reclama más atención, ideas que surgen cuando apenas queda tiempo para entrar al aula. Y eso es algo que me sigue sucediendo a pesar de tantos años de experiencia. Obviamente, tengo un mayor dominio a estas alturas de cómo impartir los conocimientos, cómo dialogar con los estudiantes, puedo prever incluso buena parte de sus preguntas, domino mucho mejor los temas que imparto, pero para mí cada clase sigue siendo un reto, y le dedico el mayor tiempo posible a su preparación.

Creo que una de las claves de la empatía que suelo establecer con mis alumnos se basa en el respeto que siento hacia ellos como seres humanos, entes pensantes, aunque les falte mucho por aprender. El talento no se enseña, lo trae el alumno consigo, aunque uno pueda recibirlo como un diamante en bruto. Nunca he subestimado a ningún estudiante, incluso a aquellos muy ignorantes o escasos de entendederas. Oigo sus opiniones, las comparto o las rebato, y en ese intercambio, lo importante para mí, no es quién tiene la razón –mucho menos imponer un criterio apelando a mi autoridad profesoral–, sino que sea el conocimiento el que gane la partida.

Para mí está claro que, como educadora, estoy en función de comunicar un saber –un saber que, desde luego, no es ajeno a importantes valores éticos y humanos–, y a ese objetivo principal deben plegarse tanto el sueño en la madrugada, como los problemas de la vida cotidiana o cualquier impulso de prepotencia o ego personal que pueda enturbiar el flujo de ideas. Dedicación y honestidad serían dos palabras que asocio muy estrechamente a la labor del profesor.

La obra literaria de Maggie Mateo abarca ensayo, crítica y novela.

JAM: Desde Ella escribía poscrítica hasta Dame el siete, tebano, en tu obra literaria has logrado articular una narrativa plena de intertextos, guiños, confluencias entre lenguaje popular y académico, entre novela y ensayo, entre lo factual y la ficción, hasta borrar fronteras de lenguajes y géneros. ¿Cómo y por qué decidiste salirte de los modelos? ¿Cómo ha sido el proceso de construcción de ese discurso narrativo? ¿Qué referencias has ido encontrando en el camino, qué hallazgos de lecturas lo han conducido?

MM: No fue una búsqueda premeditada, propuesta de antemano, sino algo que fue surgiendo de modo espontáneo. Yo estaba escribiendo un libro sobre los novísimos narradores, y una noche, mientras trabajaba, llegó el consabido apagón de los años 90. A la luz de una vela escribí de un tirón lo que luego fue el posprólogo de Ella escribía poscrítica. Al principio esos textos marginales eran como una especie de juego o divertimento personal que me permitían un alivio del rigor académico, pero no sabía si llegarían a formar parte del libro. Finalmente, mi escritura fue tomando un rumbo diferente, dándole más cabida a la imaginación, incorporando experiencias personales apenas camufladas por la ficción, creando personajes, en fin, fue surgiendo un libro donde los géneros literarios se difuminaban. Algo similar ocurrió con Desde los blancos manicomios, una novela que comenzó siendo un ensayo sobre el tema de la insularidad en la poesía caribeña. En Dame el siete, tebano, sí hubo una intención, ya definida de antemano, de conjugar la prosa ensayística con la ficción. En ese largo camino han influido, desde luego, muchas lecturas, –en un lugar sobresaliente, las de Carpentier y Cortázar–, pero ninguna es comparable con la energía y el atrevimiento que despertó en mí el intenso contacto con esa enorme fuerza creadora, desmesurada y libérrima, que es la obra de José Lezma Lima.

JAM: Como estudiosa de la música y de los diferentes lenguajes de las artes, ¿qué nos puedes decir –para entender mejor– a quienes vemos con sobresalto y desconcierto el panorama actual de la música popular, la vulgarización de texto y melodía, un fenómeno que traspasa el Caribe y parece una epidemia universal? ¿Tiene remedio o se pone peor?

MM: Creo que, como toda moda musical que no tiene un hondo arraigo en valores esenciales que contribuyan al crecimiento estético y espiritual del ser humano, estas expresiones irán perdiendo la especie de furor que han desatado en determinados públicos. Al mismo tiempo, hay valores, formas de hacer en esas manifestaciones que son ciertamente renovadoras, transgresoras, y dejarán una huella en el desarrollo musical posterior. Pienso que lo más chato, banal, vulgar y mediocre irá perdiendo la aceptación insólita que ha llegado a tener. De todos modos, en un mundo como el de hoy, donde, desde mi punto de vista, se advierte una pérdida bastante generalizada, ya no solo de determinados valores éticos, sino incluso del sentido común, es difícil hacer cualquier vaticinio.

JAM: En una entrevista reciente, toreaste con garbo la pregunta sobre la narrativa cubana del siglo xxi. Lo entiendo y comparto, pero, ¿no te parece que cumplidas dos décadas de este siglo ya debiéramos estar leyendo una cuentística y una novelística con fuerza suficiente, más allá de dos o tres nombres? ¿O es que la distópica sociedad cubana no permite otra cosa?

MM: Es un tema muy complejo que llevaría un análisis más profundo. Es cierto que la literatura cubana actual no tiene la fuerza que cabría esperar, a partir de la gran tradición que la antecede, y del enorme valor que se le ha dado en el país desde 1959 a la educación y a la cultura, comenzando por la Campaña de Alfabetización. Creo que ello está relacionado con muchísimos problemas que van desde el modo en que se divulgan las obras y se promueve o no a los autores, pasando por los problemas con la censura y la autocensura, hasta llegar a otros más pedestres pero decisivos como la falta de papel.

A pesar de los muchos concursos, becas de creación, talleres literarios, de la encomiable labor de un centro de formación literaria como el Onelio Jorge Cardoso, de las Ferias del Libro y del sistema de Premios de la Crítica y Premios Nacionales, la cosecha, por decirlo de algún modo, no está a la altura de lo que cabría esperarse.

Pienso que el llamado quinquenio gris –que, como se sabe, fue más negro que gris y duró más de cinco años– fue violentamente castrador, y aunque sus aristas más extremas e intolerantes se fueron limando a partir de la creación del Ministerio de Cultura, esa época tan nefasta para la creación literaria también constituyó la expresión de un modo de pensar el arte y la labor del intelectual que sigue vigente en muchos sentidos. Recuerdo ahora el agudo análisis hecho por Desiderio Navarro en su “In media res públicas: Sobre los intelectuales y la crítica social en la esfera pública cubana”.

La literatura, como todo arte, necesita expresarse sin amarras o ataduras que limiten sus posibilidades de expansión, propias y originales. Nada más libre que el entendimiento humano, escribió Sor Juana en su virreinato de plata y filigrana hace algunos siglos, y ese entendimiento, expresado a través del arte de la palabra, debe ser compartido, refutado, sacado, en fin, a la luz pública.

JAM: Hablemos de la vulgarización y empobrecimiento de la lengua materna, ya sea en el léxico como en la sintaxis. Es un fenómeno que recorre toda nuestra sociedad, pero llama la atención el (mal) uso del lenguaje en los medios de comunicación y en los servidores públicos. ¿Qué hace al respecto la Academia Cubana de la Lengua? ¿Tienen algún nuevo proyecto de política lingüística?

MM: La Academia ha hecho lo indecible por tratar de atajar esa especie de pandemia del mal uso del lenguaje que, como bien dices, se hace más irritante y evidente aún en los medios de comunicación debido a su alcance masivo. En más de una ocasión, por ejemplo, se ha intentado estrechar vínculos con el ICRT para colaborar en la búsqueda de soluciones a este problema, pero no ha habido un interés real por parte de esta institución en fortalecer esas relaciones, como si no se percataran de la magnitud de las incorrecciones que se cometen a diario.

Por otro lado, también han sido sistemáticos los empeños de la Academia por colaborar con el Ministerio de Educación en las áreas de la enseñanza de la lengua y la literatura, para contribuir a eliminar deficiencias notables que presentan, por ejemplo, los programas, los libros de texto y otros materiales de estudio. Igualmente, estos ofrecimientos han sido poco atendidos. En este caso resulta más preocupante aún esa arrogancia o desprecio institucional, no sé cómo llamarle, pues es en ese nivel de enseñanza cuando se incorporan las normas básicas del lenguaje que ayudan a los estudiantes a organizar su pensamiento y expresarlo correctamente.

No comprendo cómo organismos que tienen en sus manos una labor de tan alta responsabilidad pueden obviar los consejos y la voluntad de colaboración de los expertos o, por decirlo de otro modo, de los científicos en ramas como la lingüística y la literatura. A veces se olvida que la Filología es una ciencia, y suele considerarse como un problema menor algo tan fundamental para la comunicación humana como lo es el lenguaje. (2020)

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