¿Minimalismo en el cine cubano? Breves apuntes
¿Puede detectarse en el cine cubano una corriente que apela a estrategias propias del minimalismo estético?

Fotograma de La piscina
Foto: Cortesía del autor
El arquitecto y diseñador alemán Ludwig Mies van der Rohe solía referirse a sus obras como edificaciones de piel y hueso. A la manera del clasicismo y el gótico, en sus respectivas épocas, anhelaba un estilo que lograra asemejarse al espíritu de su tiempo. Último director de la célebre escuela Bauhaus, Van der Rohe persiguió las estructuras mínimas y los espacios abiertos. Al morir, en 1969, había legado dos axiomas a la modernidad: “Dios está en los detalles” y “menos es más”.
La Enciclopedia Británica define al minimalismo como un “movimiento, primariamente americano, en las artes visuales y la música, que se origina en la ciudad de Nueva York a finales de la década del sesenta, caracterizado por la extrema simplicidad de la forma y un enfoque objetivo y literal”. Esta tendencia, erigida en oposición al arte pop y al expresionismo abstracto, venía a llamar la atención sobre la obra de arte en sí misma. Por tanto, la despojaba de todos aquellos elementos considerados no-esenciales.
Este movimiento, para algunos especialistas el último de la modernidad, tuvo ecos en otros campos de expresión como el diseño, la arquitectura, la literatura y el cine. Se puede hablar, entonces, de una nueva sensibilidad y del término minimalista como categoría intemporal e interdisciplinaria, que aboga por la reducción y la síntesis, el purismo estructural y funcional, la sencillez y economía de lenguaje, la concentración y la abstracción.

En su libro Screening Modernism: European Art Cinema, 1950-1980, el Dr. András Bálint Kovács define el minimalismo como “una reducción sistemática de los elementos expresivos en una forma dada”. A partir de la variación de ciertos motivos, el minimalismo aumenta la riqueza semántica; todo lo contrario de si multiplicara los efectos emocionales de esos propios motivos. Es decir, implica la reducción de redundancia.
En el cine se consolida hacia la pasada década del cincuenta, con precursores como Carl Theodor Dreyer y Yasujiro Ozu, y practicantes como Robert Bresson y Michelangelo Antonioni, autores notables y de geografías muy disímiles. A partir de los sesenta, la austeridad estilística se fue convirtiendo en una de las vertientes con más influencia en el cine mundial. Las obras de autores contemporáneos como Jim Jarmusch, Aki Kaurismäki, Béla Tarr y Abbas Kiarostami son pruebas de la vigencia de tales postulados.
La narración minimalista, como se entiende en la contemporaneidad, implica un reducido o aparentemente nulo impacto dramático. Las películas presentan vagas acumulaciones de incidentes o incluso de no-eventos, en una vida ordinaria de personajes también ordinarios, casi siempre envueltos en una rutina que parece llevarlos a ninguna parte. Estos seres, aquejados de conflictos internos, permanecen pasivos en buena parte del relato.
La traducción visual más recurrente de estos planteamientos consiste en planos largos con mínimos movimientos de cámara y angulaciones al nivel de la mirada de los actores. La insistencia en estos recursos ha devenido calificación de slow cinema o cine lento, asociada a las nuevas olas taiwanesa y rumana, el nuevo cine Iraní y el actual cine latinoamericano.
En Notas sobre el cinematógrafo, Bresson habla de una “producción de la emoción obtenida por una resistencia a la emoción”. Estas películas aspiran a emocionar, excitar, conmover… pero de una manera alternativa: aquella de la expresión por vía de la contención, incluso de la no-expresión. Esta carencia de subrayados y de fáciles lecturas, junto a la sensación de presenciar un espacio detenido, congelado, prueba ser frustrante para cierto tipo de espectador: aquel habituado a un cine tradicionalmente narrativo, de normativas más claras… un espectador sin paciencia.
¿Existe minimalismo en el cine cubano? Si analizamos nuestros clásicos, es casi imposible encontrar algunos rasgos de esta índole. Películas como Memorias del subdesarrollo, Lucía y Coffea Arabiga, todas de 1968, desde presupuestos estéticos dispares, hacen del exceso una virtud. Paroxismo de la puesta en escena, montaje vertiginoso, actuaciones expresionistas e hibridez genérica, así como ambiciones narrativas y conceptuales heredadas de la Nueva Ola Francesa, el neorrealismo reflexivo y ampuloso de Luchino Visconti y el Cinema Novo brasileño, componían un barroco entramado.

La comedia –presente desde los inicios, pero con supremacía en los ochenta– se concentró en la veta costumbrista. Una corriente satírica, la de mejores resultados, apelaba a maniobras maximalistas y carnavalescas en su tratamiento. No hay contención (ni tiene que haberla) en La muerte de un burócrata (1966), Plaff (1988) o Alicia en el pueblo de Maravillas (1990). La irrupción del posmodernismo, en filmes como Papeles secundarios (1989) y La vida es silbar (1998), consagró la exuberancia.
Una película más intimista y minimal como la mutilada Un día de noviembre (1972) fue engavetada por el tratamiento de ciertos temas desde una mirada sin prejuicios. Es quizás en un autor fundacional como Solás, a principios del siglo XXI, que podemos hablar de una transformación. En Miel para Oshun (2001), el planteamiento narrativo descansa sobre dos personajes que emprenden un viaje espiritual hacia sus orígenes (simbólicamente, los orígenes mismos de la nación).
Las posibilidades de la técnica de grabación digital junto a la filosofía del cine pobre contribuyeron a una propuesta despojada de artificios estéticos, concentrada en la esencia de sus personajes. Sin embargo, la presencia de un tono marcadamente melodramático, evidenciado en la dirección de actores y el uso de la banda sonora, coloca a la película en un punto medio.
El cine independiente es el que recoge el batón. Dos películas muy cercanas como La pisicina (2011), de Carlos M. Quintela, y Melaza (2012), de Carlos Lechuga, marcan un punto de inflexión. Ambas merecieron múltiples premios internacionales, pero han sido poco vistas en Cuba.
El filme de Quintela transcurre enteramente alrededor del espacio que sugiere el título, en el transcurso de un día, con un sublimado rasgo de continuidad. El tempo es lánguido, sosegado. La puesta en escena alterna entre planos generales y primerísimos planos, todos estáticos. Los personajes, un profesor de natación y sus alumnos con diversos tipos de discapacidad, transpiran sus contenidas frustraciones de manera sutil alrededor de la alberca. Aparentemente, no se cuenta mucho, pero la verdadera narración está sumergida, pertenece al mundo interno de estos sujetos. En lugar de evidenciarse, se presiente en cada pequeña interacción, en cada silencio.
Con una propuesta menos radical, Melaza se ambienta en un pequeño pueblo rural abandonado a su suerte, luego del cierre de su central azucarero. Lechuga despliega una historia intimista, de connotaciones morales, donde la elipsis se convierte en herramienta fundamental. Es más importante lo que no se dice para entender el funcionamiento de tal universo. La reducción del entorno a ciertos elementos recurrentes (los periódicos lanzados por un helicóptero, los murales y consignas, las banderitas, etc.) pone en práctica una técnica minimalista que contribuye a la sutil ironía.
Un cineasta cuya obra se debe casi por entero a cierta manera de entender el minimalismo es Enrique Álvarez. Prueba de ello es la trilogía compuesta por Marina (2012), Jirafas (2013) y Venecia (2014). El segundo filme, por ejemplo, se desarrolla casi por entero en una casa, con tres personajes que colisionan entre sí. La premisa es sencilla, al igual que la puesta en escena, pues todo está al servicio de la interrelación entre los actores. El cine de Kiki, realizado al margen de cualquier apoyo o financiamiento institucional, representa una variante significativa a cualquier propuesta de tipo industrial. Al no contar con grandes recursos, potencia lo que tiene a su alcance. El minimalismo no es solo estético, sino que interviene en el diseño de la propia producción.
Otras obras recientes que cuentan con estrategias minimalistas son los cortos de ficción La profesora de inglés (2015) y El hormiguero (2017), de Alán González, Crepúsculo (2015), de Juan Pablo Daranas, El pescador (2017), de Ana Alpízar, y Un instante (2017), de Marta María Borrás, exhibidos y premiados en las últimas ediciones de la Muestra Joven ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos).
Esta vertiente, advenediza para la producción audiovisual cubana, evidencia el creciente interés de los nuevos realizadores en abrir el espectro de lo que puede (y debe) ser entendido como cine nacional. Estos relatos de baja intensidad dramática, como los bautizó el crítico e investigador Dean Luis Reyes, oxigenan un panorama que a ratos se antoja anquilosado, entre la saturación de costumbrismo y la ingenuidad formal. (2019)
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