Nada nuevo bajo el sol

Una crónica sobre los problemas de la cotidianidad en Cuba.

Archivo IPS Cuba

La situación de las calles cubanas es otro de los problemas de la cotidianidad que enfrenta la población

Quizá para atemperar y compensar en algo ese malestar indefinible que a veces nos provoca el fin de las vacaciones, este mes me propuse escribir sobre un tema agradable y, de ser posible, original. Sobre todo no quería retomar algunos de esos problemas de la cotidianidad en Cuba que, por triviales que parezcan, nos hacen la vida más difícil y complicada de lo que ya es por sí misma. Quería evitar, por ejemplo, el asunto referido al abastecimiento y distribución de los uniformes escolares, ya comentado en los medios nacionales y que nada tiene de excepcional. De hecho las colas en las tiendas habilitadas para ese propósito, las angustias de los padres por alcanzar la talla adecuada y los posteriores arreglos para ajustarlo a la medida de cada estudiante, prácticamente ha devenido una tradición que ya se remonta a los lejanos días en que mi mamá me llevó de la mano a la escuela por primera vez.

Pienso incluso que nuestro curso lectivo ya no sería igual si cada año no tuviéramos que pasar por el mismo proceso. Imagínese si un mes antes de que empezaran las clases, llegara usted a una tienda (cualquier tienda), pidiera la talla 4 que es la que le sirve a su hijo y se dirigiera a un probador ubicado en el local. Allí tal vez comprobaría que al niño le ajustan demasiado las mangas y que al estar en la edad del crecimiento le convendría más comprar la talla 5, de momento un poco holgada pero que al menos le servirá para el curso completo. Todo sería mucho más fácil, pero también demasiado aburrido porque perdería parte de la tensión y de la expectativa que casi siempre acompañan los momentos más importantes de la vida.

Por otra parte, es necesario aprender a mirar más allá de nuestros propios intereses, porque si todo ocurriera como se describe en el párrafo anterior mucha gente resultaría afectada. En primer lugar, las costureras del barrio verían mermados sus ingresos porque prácticamente perderían los diversos encargos de última hora para reducir o agrandar el uniforme que debe usar cada niño. También se verían perjudicadas esas sacrificadas personas cuya solidaria misión consiste en acaparar siempre los primeros turnos de las colas para revenderlos después por una modesta suma destinada a completar sus ingresos.

Y sobre todo, quién puede negar que a pesar del estrés provocado por todo este ajetreo, no hay nada comparable a la satisfacción que siente cualquier padre cuando, vencidos todos los obstáculos, finalmente puede contemplar a su hijo con ese uniforme terminado apenas el día antes y planchado la noche anterior para que el niño pueda asistir a la apertura del nuevo curso escolar.

Decididamente no, este mes no quería hablar del tema de los uniformes y mucho menos de las frazadas de piso. ¿Acaso existe en el mundo algo menos importante que una frazada de piso? ¿Cómo puede alguien dedicarle más de cinco minutos de su preciado tiempo y su aguda inteligencia a un tema tan aburrido e insustancial como la frazada de piso? Juro que ya estoy harta de escuchar a mis vecinas y amigas preguntarse unas a otras si se enteraron de dónde y cuándo van a vender el susodicho utensilio para la limpieza. De un barrio a otro de la capital se pasan la información de a cuánto se cotiza hoy la frazada, como si se tratara de acciones de la Bolsa de Londres o Nueva York: ¡A cincuenta, a cuarenta, a treinta y cinco! Y si alguna persona resulta tan afortunada de haberla pagado a solo 30 pesos, uno se ve en la obligación de congratularla por su buena fortuna, aunque nunca sería comparable a la suerte de una prima mía que casi muere de felicidad porque en la tienda de su barrio pudo comprar tres frazadas a ¡20 pesos!, después de esperar casi una hora a que la vendedora terminara de contar una a una las quinientas piezas que adquirió el señor que le precedía en la cola.

O sea que, cuando uno decide ser original tiene que pensarlo bien y tratar de apartarse de esos temas tan trillados (y aburridos) como la programación de verano en la televisión, que este año a duras penas logró salvarse gracias a las Olimpiadas de Londres, aunque algunos entendidos pusieran ciertas objeciones a los criterios de selección, que no siempre permitieron ver en los horarios “potables” los eventos más importantes o interesantes para el público cubano.

También me impuse abstenerme de hacer un comentario sobre las variadas opciones de recreación veraniegas para la familia cubana, porque debo reconocer que, antes de salir a la calle con este calor y los problemas de transporte, prefiero hacer como mi amiga Viviana que, como sus hijos ya están crecidos, se dedica a su pasatiempo favorito y se instala frente al televisor a ver todas las series norteamericanas que le alquila a su proveedor, un muchacho muy diligente al que sólo tienes que llamar por teléfono y a los diez minutos está tocando la puerta de tu casa con la oferta de una amplia selección de lo último en producción de series, películas y documentales (y hasta programas de la televisión de Miami), al módico precio de 5 pesos cubanos el programa.

Pero seguía pasando el tiempo y por más vueltas que le daba al asunto seguía sin encontrar algún tema interesante o al menos entretenido para la colaboración de este mes, hasta que salí esta mañana de mi casa y me dirigí al puesto del zapatero remendón de mi barrio para reparar por tercera vez mis sandalias preferidas. Fue justo al doblar la esquina cuando descubrí una escena bastante inusitada, incluso para los estándares de mi barrio donde lo insólito a veces se hace cotidiano. Allí, en medio de la calle, un enorme cerdo chapoteaba y se divertía de lo lindo mientras se zambullía una y otra vez en el gran bache que los recientes aguaceros habían llenado de agua y (al menos para el animal) se había convertido en su piscina particular. El dueño del “cochino” ignoraba impávido las bromas de los transeúntes y los comentarios de los molestos automovilistas a los cuáles obligaba a desviar su curso, y parecía tan feliz como el hermoso semental que mantenía atado del cuello con una gruesa cuerda. Recordé que ya conocía a la curiosa pareja, pues ambos suelen desplazarse orgullosos por el barrio, cuando los servicios del animal son requeridos (y debidamente remunerados) para diseminar su simiente y multiplicar su especie.

Más tarde lamenté no haber tenido a mano una cámara fotográfica, pues sin dudas había perdido la posibilidad de fijar para la posteridad un momento que tal vez Alejo Carpentier habría considerado una preciosa muestra de lo que el gran escritor denominó “lo real maravilloso americano”. Porque sin recurrir al moderno invento del fotoshop y sin que nadie lo hubiera preparado de antemano, en mi modesto barrio se había producido una coincidencia surrealista y tan improbable, pero mucho más auténtica, que aquel famoso encuentro entre un paraguas y una máquina de escribir sobre una mesa de disecciones.

Quizá un periodista con más talento o imaginación que yo habría sido capaz de escribir una divertida crónica o un original artículo a partir de aquel incidente, pero a mi sólo se me ocurrió pensar en el mal estado de las calles (y también de las aceras, por no hablar de muchas casas en mi barrio), al punto que los cerdos pueden instalar allí su jacuzzi, para envidia de todos los que asistíamos al refrescante espectáculo. Por suerte me di cuenta a tiempo que el tópico de las calles rotas era quizá el más aburrido de todos, por lo que hasta ahora sigo buscando alguna idea original, o al menos entretenida, para la crónica de este mes.

Un comentario

  1. yairis

    Me gustó mucho la forma de escribir el artículo, una letra fresca, sincera y con un agudo sentido del humor.

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