Retorno a Ítaca: Arqueología del entusiasmo

La película de Laurent Cantet con guión de Leonardo Padura sigue despertando opiniones.

Foto: Fotograma

Viendo Retorno a Ítaca (Laurent Cantet, 2014) me asaltó la pregunta: ¿por qué no pudo ser este un texto para el teatro? La desangelada puesta en escena, articulada alrededor de tres ambientes (una azotea, una sala, más la escalera de acceso al apartamento donde tienen lugar los hechos, todos pertenecientes al único escenario del relato), deja reposar el valor expresivo en los diálogos y en la coreografía de los cinco protagonistas. Su intercambio verbal es todo o casi lo que tendremos, más episódicos destellos del cosmos habanero en derredor.

Pero me respondo enseguida: el ágora del cine es mucho mayor que la escena teatral. Y el deseo supremo de la anécdota contada es provocar la asamblea, el encuentro con el público, sobre todo con el cubano. Porque es difícil imaginar cómo un filme de estas características obtendría una consideración universal. El tema y la verdad que le transfieren los personajes es lo único que pesa aquí; la entidad cinematográfica es del todo cuestionable, pues en general podría asistirse al eje de su propuesta como se escucha la radio: desde la cocina, preparando una merienda.

Retorno a Ítaca aspira al encuentro con un destinatario que la abrace y use para un probable proceso de catarsis y ataraxia, una cierta cura simbólica del cuerpo nacional en un momento de examen y balance del recorrido histórico cubano en que, al parecer, se cierra una época. Estamos ante una alegoría nacional (otras más), producto del renovado interés de un realizador francés por la Cuba de hoy (algo que había hecho manifiesto en el corto final de Siete días en La Habana) y de la progresión natural de un escritor como Leonardo Padura, que ha estado observando la evolución subjetiva de su país a través de diversos géneros de la literatura, pero cuyo mayor reconocimiento vino a través del policial, uno de los más inclinados a examinar la ambigüedad humana en tiempos de crisis.

Esta alegoría recurre a tropos instantáneos y simples de articular a la lectura metafórica de un filme que es frontal en todo: la Ítaca de Odiseo vendría a ser el país abandonado por uno de los personajes, cuyo retorno después de casi dos décadas de ausencia es la motivación central. Todo dibuja esa noción insular: una azotea como territorio separado, alzada por encima de la ciudad, cerca del mar, ínsula dentro de otra ínsula, donde esta gente se reune para abandonar de a poco la familiaridad y el cariño viejo y sumergirse en amargos exámenes de conciencia y en la necesidad de confrontar aquello que ha enturbiado sus vidas.

Aquí se confirma la vigencia cada vez mayor que adquieren las políticas de la memoria dentro de las dinámicas del cine cubano actual. El guión propende a negociar cuestiones propias de la cultura autoritaria con que se discute, de la heredad de la generación de cubanos que alcanzó la madurez dentro del socialismo. En cierta medida, se trata de otro bojeo de la constante del desencanto y también de cierto balance del entusiasmo ido. Además, y acaso paradójicamente, es la confirmación de la conciencia de la necesidad de esta clase de obras dentro de una realidad cuyos canales de expresión pública de imaginarios no son suficientes.

La evolución dramática en Retorno a Ítaca opera alrededor de la exigencia de hacer detonar un conflicto. Su mayor problema reposa, no obstante, en cómo construir el escalonamiento de la crisis final. Por el camino, los conflictos momentáneos erupcionan demasiado abruptamente, con varios antagonismos emergiendo de manera forzada. Los intérpretes tienen desempeños irregulares, y varios parlamentos atados en exceso a una retórica literaria suenan huecos. Por momentos la trama se vuelve inverosímil, en un pastiche de lugares comunes y anécdotas previsibles. Cuando el clímax definitivo sobreviene, el monólogo de Amadeo (interpretado por Néstor Jiménez) no produce el impacto necesario. La truculenta historia de espionaje que cuenta resulta apenas una anécdota más del repertorio de sucesos referidos. Y se pierde la posibilidad de generar un estallido definitivo.

Finalmente: otra vez la censura ha operado según su inmedible fantasía. La retirada del filme de Cantet del festival habanero de diciembre de 2014 y los conflictos subsiguientes (el conato de boicot al evento de varios directores; las resonancias de prensa del suceso; el pronunciamiento en carta pública de un grupo de realizadores en enero de 2015) ha provocado un interés desmedido por la película. Ello no le hará daño, sin embargo. Se ha exhibido al fin en el Festival de Cine Francés y no tembló la tierra.

Pero quizás sea el aspecto temático que encarna Amadeo el más interesante de Retorno a Ítaca. El factor entrópico es aquí el emigrado, que se fue y volvió, confiesa que para quedarse. O sea, un personaje clave en la administración de los resortes de lo nacional dentro del cine cubano de la Revolución, que ha supuesto un perenne conflicto de legitimidad dramática, no carente de matices xenófobos para con el extraño que ingresa al universo semi-cerrado de la nación.

El regreso de Amadeo no está motivado por la necesidad de recuperar un arraigo, como era el caso del personaje encarnado por el propio Néstor Jiménez en La mirada (Alfredo Ureta, 2011) o por Jorge Perugorría en Miel para Ochún (Humberto Solás, 2001), ni contiene la extrañeza del no pertenecer –Isabel Santos era la muchacha ajena de Lejanía (Jesús Díaz, 1985)–; ojo: los tres actores coinciden aquí; quién sabe si valdría la pena establecer lecturas cruzadas. Si a algún momento del cine cubano anterior se aproxima este conflicto, es al que sostienen los personajes del corto de Ana Rodríguez incluído en Mujer transparente (VVAA, 1990).

Porque Amadeo regresa a hacer su anagnórisis y a provocarla, o en todo caso a compartirla, con los amigos que dejó atrás. Su revelación ocurrió afuera, después de enfrentarse a un personaje siniestro que lo usó como informante de su círculo de amistades antes que, como recurso salvador, decidiera abandonar el país definitivamente. El cubano que regresa a reclamar su lugar, a habitar otra vez entre los vivos, es como un espectro incómodo que ha visto demasiado, porque ha tenido ante sí ambas caras de la alienación.

Amadeo ha sido víctima de tácticas de represión que ningún ser humano común debería conocer. Primero hace la ceremonia de purificación, confesándose y pidiendo perdón a sus amigos. Apenas quiere experimentar la libertad sin deseo de un Gran Otro, de un principio tutelar que adorar y servir. Parece haber alcanzado, al cabo, la iluminación definitiva: no hay Gran Otro. Estamos solos ante la madeja de nuestra existencia y somos nosotros quienes decidimos qué tejer con ella. Lo demás (la ideología, el máximo líder, el futuro luminoso) son ilusiones.

Quizás sea esta la conclusión más valiosa de Retorno a Ítaca. La que aspira a compartir con el ágora criolla. Cantet y Padura se ahorran la histeria destructiva del “regresado” vista en Casa vieja (Lester Hamlet, 2010) y, de paso, dejan un final abierto. Se avizora desde esa azotea el amanecer de una vida leve, sin juicios sumarios ni acusaciones o venganzas. Un estar ahí, sin teleologías atronadoras ni axiomas ideológicos inflexibles. Un poner los pies sobre el suelo para sentir el verdadero peso del propio cuerpo. Disipada la euforia de los tiempos mesiánicos, agotado el entusiasmo, seguir es lo que queda. ¿Será Retorno a Ítaca el primer alegato post utópico del cine nacional? ¿Será un rictus conservador y sosegado lo que promete al futuro?

En una escena de Paraíso (León Ichazo, 2008), cierto personaje proclama que los cubanos deberían congregarse un día en la Plaza de la Revolución, ante una presidencia compuesta por psiquiatras, para hacer un psicoanálisis colectivo. Me fascina esa idea. Al fin, ninguna criatura que haya vivido el entusiasmo de tocar el cielo con las manos sobrevive a la experiencia sin algo de locura.

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