Venecia o catarsis de una noche de verano

Análisis de la obra más reciente del realizador cubano Enrique (Kiki) Álvarez.

Tras una cinta como Jirafas (2013), con total prevalencia de espacios cerrados, física y explícitamente opresivos, donde los tres personajes protagónicos flotan, yertos, en una marisma de incertidumbre y desarraigo, el realizador cubano Enrique (Kiki) Álvarez, sin abandonar el intimismo, ni siquiera la preferencia por relatar las interacciones entre un mínimo grupo de seres humanos, aborda con Venecia (2014) los espacios abiertos, tan populosos como las calles habaneras de un agosto de carnaval o una discoteca. Ámbitos sobrepoblados estos que, por contraste, aguzan las soledades de las protagonistas Mónica (Marybel García Garzón), Mayelín (Marianela Pupo) y Violeta (Claudia Muñiz) y resultan igualmente asfixiantes como escenarios ajenos por los cuales deambulan —¿huyen, buscan?— estas tres mujeres, durante una noche de verano, tras la salida del trabajo con el sueldo mensual. La lejana Venecia resulta símbolo de lo inalcanzado e inalcanzable, como lo es Madagascar para la Laurita del mediometraje de Fernando Pérez; o, de una manera más críptica y sutil, el Brasil de la cinta homónima de Terry Gilliam (1985) y Japón, en la igualmente titulada, dirigida por Carlos Reygadas (2002).

Con menos —o casi ninguna— pretensiones existencialistas y simbolistas que en obras previas como Sed (1991), La Ola (1995) y la propia Jirafas —donde los personajes se revelan como íconos de una generación perdida de sí y de la nación, extranjeros de sino camusiano—, Álvarez, auxiliado por las habilidades fotográficas de Nicolás Ordóñez, asume casi una postura de neutro documentalista de Free cinema, para registrar casi desde el extrañamiento, fisgonear (en la acepción más noble del término) un pasaje como que aleatorio de la vida de tres personas «comunes», que pueden ser cubanas, brasileñas o malgaches, cuya reunión casual deviene instante cero para recontar sus vidas.

Su merodeo inseguro por las calles, en busca de un bar o cualquier antro donde recalar, descansar, sentarse a referir sus devenires, sus pequeñas disidencias e insinuar las oscuridades, resulta metáfora de sus respectivos tránsitos por la vida, tras objetivos incumplidos y hasta nebulosos. Los climáticos acontecimientos en el inframundo que resulta la discoteca a la que descienden hacia el final, y donde se desencadena el paroxismo —¿exorcismo, quizás?—, son estallidos catárticos, válvulas abiertas a toda potencia, con las cuales atemperar represiones y frustraciones, equilibrar las respectivas presiones internas, ya de altísimos pascales.

Filmada sin un guión estrictamente preconcebido, la cinta se sustenta en las construcciones muy particulares que hacen las actrices de sus personajes, a partir de los presupuestos argumentales básicos; resultando de las interacciones improvisadas, un verdadero y decorosamente orgánico juego de caracteres, que aguza la sensación distanciadora que provoca el trabajo con actores no profesionales, o el registro de situaciones «reales». ¿Y hasta qué punto no son reales estas circunstancias, donde las protagonistas quizás bebieron de sus mismas esencias y vivencias, para articular los caracteres, interpretándose a sí mismas en varios momentos?
No obstante, el equilibrio de este triángulo amistoso renquea por algunos apreciables desbalances cualitativos que, constantemente, amenazan con quebrar la mística conseguida, sobre todo de manos de Claudia Muñiz, cuya interpretación revela por momentos un festinamiento facial, quedando la reacción, el sentimiento, la vida del personaje, en una expresión somera, que revela escases de recursos histriónicos. Muy al contrario de la García Garzón, quien se lleva las palmas con el naturalista desenvolvimiento y calados psicológicos de su Mónica que, intencionadamente o no, se convierte en una suerte de eje respecto al cual orbitan las otras dos y se ven atraídas por su fuerza centrípeta, pero que cuenta con doble direccionalidad: ya como en apariencias más estable, realizada y sabia del grupo; otra, como la más carente, hondamente más frustrada y, a la vez, más rabiosa y radicalmente decidida a la autoindemnización mediante terapia de total destemplanza.

La Mayelín de Marianela Pupo, con su casi que melancólica frivolidad y criollo pintoresquismo, cuenta con una conflictualidad a su medida, con un clímax exhibicionista pero no transgresor, frisando más bien el patetismo, y deviene este trimurti, definitivo factor de equilibrio, de conservación de la energía, entre los otros dos vértices más extremos del triángulo amistoso. Pues Mónica resulta una fuerza destructiva, arrasadora, dominante; y Violeta, un elemento más recesivo, ingenuo, prístino y a la larga creador, por la circunstancia que la embarga y detona su catarsis.

Amén de la introductoria y prescindible secuencia en la peluquería donde las tres laboran, poblada de personajes secundarios que en lo absoluto tendrán posteriores implicaciones dramático-causales, ni siquiera la autoritaria administradora, cuya figura de presión a lo sumo subrayará —bastante innecesariamente— las presiones sobre las que existen y subsisten, Venecia exhibe, como una de sus principales virtudes, la llaneza epistémica, la sobriedad discursiva y el efectivo desarrollo de la historia desde un relato ágil y hábil, para nada desdeñoso de la linealidad y el crescendo aristotélico. Interpretación y fotografía coaligan como los dos apartados técnicos más relevantes, dada su adhesión al tono espontáneo y verdaderamente minimal-intimista, pensado y logrado para esta obra.

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