La memoria del futuro*

¿Qué les depara la memoria del futuro a tantos famosos, poderosos, exitosos de hoy?, se pregunta en esta crónica el autor de El hombre que amaba a los perros. La Redacción IPS Cuba se la regala a sus seguidores en Cuba y el mundo a propósito del setenta cumpleaños de quien es considerado uno de los más agudos cronistas cubanos de las últimas dos décadas.

Leonardo Padura defiende la responsabilidad ciudadana del periodismo.

Foto: Archivo IPS Cuba

En el baño de mi casa, en una viejísima botella de barro vidriado de las que alguna vez se utilizaron para envasar cerveza, mi esposa colocó una ramillete de espigas de trigo secas. Ninguno de los amigos que ha visitado la casa en los últimos años y ha sentido las urgencias líquidas o hasta sólidas de hacer una escala en el sanitario, nos ha preguntado jamás, a mi mujer o a mí, qué hacen unas espigas de trigo europeo en un baño cubano. Ante tal indiferencia –supongo que lo asumen como un simple adorno– hacia un trigo que en realidad no es un trigo cualquiera, yo hasta he pensado ponerle un pequeño cartel al cuello de la botella, donde pudiera advertir algo más o menos así: “Espigas de trigo arrancadas de la tierra que separa la tumba de Vincent y Theo Van Gogh en el cementerio de Auvers sur Oise, uno de los lugares más tristes del mundo”.

Casi estuve decidido a escribir el cartel explicativo cuando vimos en la televisión la película Vincent y Theo, una desoladora historia de locura, genialidad, indiferencia y enfermedad, en la cual se recuerdan todas las miserias físicas y morales que debieron sufrir estos dos hermanos antes de ir a reposar al triste cementerio de Auvers sur Oise en unas tumbas miserables sobre las que, con frecuencia, admiradores anónimos dejan caer algunos girasoles.

Lo más aleccionador de la película, sin embargo, resulta el perverso juego temporal con que el guionista y el director abren el relato, pues antes de introducirnos en el mundo sórdido en el que gastaron su vida los Van Gogh, dedican un minuto del filme a reproducir una subasta de arte, a finales del siglo xx, en que unos famosos Girasoles de Vincent van Gogh son vendidos por los más de veinte millones de dólares que jamás soñó poseer el enloquecido genio holandés, cuya residencia en la tierra (como la de su fiel hermano Theo) se disolvió en la miseria y el fracaso por no haber logrado vender siquiera una de sus piezas.

En ese minuto inicial de Vincent y Theo está resumida una de las verdades más absolutas e inquietantes de la existencia humana: el destino que el futuro le depara a los actos y obras de los hombres, una vez llegado el único momento inevitable de la vida, es decir, la muerte. El juego irónico entre la trascendencia reverencial y millonaria del futuro hacia la obra de un pintor y lo que fue en el pasado su vida de privaciones e incertidumbres (incluso artísticas) delata de forma ejemplar que no siempre el presente de los individuos es capaz de revelar las circunstancias que el porvenir le puede deparar a su obra, sus actos y su memoria.

 

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Fuera de un ámbito familiar y privado no son muchos, ciertamente, los habitantes de este planeta que pueden gozar de esa memoria del futuro (es una forma que me parece propicia para llamar a la “trascendencia”). Menos aún son los que, convencidos de que sus actos y obras serán recordados en la posteridad, pueden estar verdaderamente seguros de cuál será el juicio que merecerán por parte de las generaciones encargadas de sucederlos.

El destino grandioso –imprevisible para Vincent van Gogh–, que tendrían unos “simples” girasoles pintados con óleo sobre lienzo me hizo pensar entonces que a lo largo de la historia debieron existir pocos hombres que soñaran tan desmedidamente con los beneficios de la memoria del futuro como Josef Stalin. Si evoco su caso, paradigmático entre los paradigmáticos, patológico por excelencia, de incesante preocupación por la trascendencia histórica (como otros que se consideran elegidos por la Historia) es porque se trata de un hombre que, con plena consciencia de causa pero cierta miopía para los efectos, trabajó segundo a segundo por la inmortalidad más gloriosa, de la cual llegó a disfrutar en vida cuando encarnó el espíritu mismo de la Revolución Mundial y gozó, entre otros muchos, de títulos como los de “genio de la Revolución” y “padre de los pueblos progresistas”, que le fueron conferidos en 1933 durante el XVII Congreso del Partido comunista soviético… presidido por el propio Stalin.

Aquel hombre, que fraguó con intrigas y traiciones su condición de elegido por la historia, llegó a tener el poder absoluto de decisión sobre vida, destino, bienes y memoria de millones de seres humanos de muy diversos países durante los veinticinco años que fungió como el máximo dirigente del partido y el Estado soviéticos y el proletariado comunista universal. A lo largo de esos años, desde su altura magnífica, creó un imperio multinacional en el cual, por decreto y hasta por convencimiento popular en muchísimos casos, se le adoraba como un Dios y se le veneraba en fotos, cuadros y esculturas diseminadas desde Berlín hasta Vladivostok, imágenes también visibles en oficinas partidarias del resto de la geografía mundial. Su palabra llegó a ser la más sagrada sentencia y encarnó (al menos eso pretendía y proponía) la esperanza de dignidad de los desposeídos y trabajadores de todos los países.

Resulta difícil imaginar que Stalin, desde su megalomanía criminal y enfermiza, pudiera concebir cuál sería el futuro que le esperaba a sus actos y obras. Para garantizar aquel futuro, asesinó y encarceló, torturó y reprimió, atemorizó y esclavizó (directa o indirectamente) a millones y millones de seres humanos, convencido, sin duda, de que con esos actos y obras creaba un mejor presente y preparaba un inmejorable futuro a la humanidad y a su propia trascendencia. No creo posible, por ejemplo, que en los últimos tiempos de su vida, cuando la gloria del mundo estaba a sus pies, Stalin tuviera la menor sospecha de que toda su labor y su vida caerían en lo que él mismo solía llamar “el vertedero de la historia” y que, apenas momificado, sus imágenes multiplicadas comenzarían a desaparecer de su imperio geográfico e ideológico hasta casi esfumarse de la iconografía visual de las postrimerías del siglo xx, un siglo que Stalin protagonizó históricamente.

Un abanico de temas de candente actualidad aparecen en este libro: desde la sociedad y la cultura cubanas de unos años de constantes tensiones y cambios, hasta una mirada a la espiritualidad del cubano contemporáneo, sus aspiraciones y dificultades. (Foto: Archivo IPS Cuba)

Como Stalin, cientos de predestinados y mesías mayores y menores de la política, la cultura o la vida social, que vivieron sus existencias no sólo en función del presente sino encimados a su futuro, han corrido una suerte similar.

Un caso para mí particularmente doloroso ha sido el de la memoria de Ernest Hemingway, uno de los escritores que mejor se labró su imagen pública y que deslumbró a cientos de aprendices de novelistas, entre los que me conté con especial vehemencia. Sin embargo, el deterioro de su imagen en los últimos veinte, treinta años, las revelaciones de su egoísmo, capacidad de herir a los demás, la falsedad de su machismo, sus traiciones e infidelidades, me han obligado a mí y a muchos otros a verlo desde una perspectiva diferente, aun cuando debamos reconocer que si el ser humano Hemingway fue un hombre detestable, una parte de su memoria todavía está a salvo por haber escrito relatos como “La breve vida feliz de Francis Macomber”.

Pienso que quizás la justicia del tiempo es la responsable de que, en nuestras vidas, hayamos visto casi tantas imágenes de estatuas derribadas como de estatuas levantadas. La historia, por lo general para bien, suele ser testaruda y eficiente. El tiempo, implacable, posee la molesta costumbre de colocar las cosas en su sitio cuando ciertas fuerzas pierden su impulso. Y aunque lo ocurrido en el pasado no se pueda reparar desde el presente, lo cierto es que cuando unos girasoles de Van Gogh se convierten en un símbolo de la belleza de la creación humana o cuando la momia georgiana de un “padre de los pueblos progresistas” es lanzada a una trastienda, despojada de honores y categorías, o la biografía de Hemingway nos parece una payasada de mal gusto (y podría citar otros muchos casos), la memoria del futuro está ajustando sus cuentas con la perspectiva y la equidad que le faltan al presente, por las más diversas razones: incomprensión, miedo, estupidez, coincidencias coyunturales, manipulación…

¿Qué les depara la memoria del futuro a tantos famosos, poderosos, exitosos de hoy? De esos rostros que dominan la iconografía política, cultural, social del presente, ¿cuántos sobrevivirán la prueba del tiempo y se conservarán erguidos en sus pedestales? ¿Cuántos dueños de la verdad de hoy, cuántos adorados de esta hora no serán negados –ya no tres, sino muchas veces– mañana? Lo seguro es que, por más que se esfuercen en anclar sus cimientos, muchas estatuas de hoy caerán mañana, arrasadas por la implacable memoria del futuro. ¿Los que viven posando para la posteridad aprenderán alguna vez esta lección? Creo que no, pero la lección llegará, a veces incluso más temprano que tarde.

Septiembre, 2006

*Esta crónica está incluida en el libro La memoria y el olvido, publicado por la Editorial Caminos del Centro Memorial Martin Luther King, La Habana, 2011.

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