La utilidad de una muerte inútil

Las muertes del actor Mario Balmaseda y el dramaturgo Eugenio Hernández Espinosa en octubre pasado, invitan a repensar la película de 1989 que cruzó los caminos de estas grandes figuras.

Eugenio Hernández Espinosa, Premio Nacional de Teatro y de Literatura, alcanzó gran popularidad gracias a la pieza teatral Mi socio Manolo.

Foto: Tomada de perfil Facebook Biblioteca Rubén Martínez Villena.

Escrita en 1971 por el dramaturgo cubano Eugenio Hernández Espinosa y representada por primera vez en 1988, Mi socio Manolo fue llevada al cine, un año después de su estreno en las tablas, por Julio García Espinosa. El espíritu de la obra transita a la versión cinematográfica que se tituló La inútil muerte de mi socio Manolo.

Pero, aunque hay también un respeto intencional por los diálogos, es en la puesta en cámara donde se subvierte, o se enriquece, a la obra original, al surcar a otra dimensión discursiva.

A este ejercicio estético suele llamársele teatro filmado. En el caso de La inútil muerte… parece inexacto este apelativo, no solo porque reduce su verdadera dimensión artística, sino porque del libreto quedaron intactos solo aquellos elementos que eran compatibles con los códigos del cine.

Incluso, el subrayado de los créditos iniciales sobre la parafernalia lumínica, bastidores y rasgado de una cuarta pared artificial, son marcas autorales más cercanas a la poética del realizador que a la imposición del texto.

Atrás quedó todo lo que podía parecer encartonado en términos de teatralidad pura. Incluso, aunque el extrañamiento brechtiano, constituye un recurso dramatúrgico nacido de la dinámica teatral, pronto halló su homologación en el lenguaje fílmico, gracias al patrimonio de posibilidades técnico-expresivas que el cine es capaz de poner en marcha.

Un perfil netamente fílmico

García Espinosa utilizó varias secuencias episódicas que, insertadas en la diégesis, proponían lecturas adicionales al entramado fictivo.  Concebidas bajo un concepto de montaje intelectual, a una temperatura entre free cinema y docudrama, estas secuencias anticlimáticas creaban la necesaria ruptura sobre los ánimos del espectador, para no dejarlo sumergirse dócilmente en lo anecdótico.

La cámara, como un espíritu fisgón, divaga. Encuentra el cuchillo, el reguero, la numerosa prole de Manolo en aquellas fotos que también son indicios de la debacle matrimonial. Hay periódicos regados por todas partes, algunos de cuyos textos, se lanzan sobre el espectador, interrumpiendo bruscamente la diégesis. Un ruido incesante viene de la calle (¿de la grúa revolucionaria que pasa barriendo escombros?).

Las sutilezas en el tratamiento del color y del contraste lumínico, la insolencia creativa de algunos encuadres y el misterioso transitar de raros personajes por espacios que simulan estar al margen del set de rodaje, son algunos de los recursos dispuestos para sabotear la identificación con el narratario, al tiempo que prestigia la arquitectura de la historia desde un perfil netamente fílmico.

Manolo (Mario Balmaseda) vive en un modesto apartamento de microbrigada, construido en el barrio donde creció y jugó durante la infancia con su socio Cheo (Pedro Rentería). Este viene a visitarlo después de muchos años y aunque sus vidas han atravesado por múltiples experiencias siguen siendo ―cada uno a su modo― víctimas funcionales del capitalismo neocolonial que los engendró.

La felicidad es tener una palangana en la cabeza

Manolo ha procurado adherirse al ritmo evolutivo del mundo que le rodea. Comparte «el proceso» con la humildad propia del hombre sencillo y agradecido, que desde su origen valora los cambios acaecidos en su comunidad, de los cuales también se siente beneficiario.  Y más aún. Comprende y comparte en su aspecto cardinal la proyección política de la nueva sociedad.

Pero su punto trágico está en un matrimonio, que se fue a bolina con lo de la emancipación de la mujer. Por su parte, Cheo vive bajo el signo de un trascendentalismo atonal, bregando en aguas turbias y sin llegar a puerto seguro: el que nace para martillo del cielo le caen los clavos.

Es un filme de oposiciones y lucha de contrarios, más que de convergencias. Cheo se lamenta de haberse incorporado con tardanza a la lucha armada contra Batista. Manolo recuerda su época de obrero enrolado en huelgas y manifestaciones contra la tiranía. Cheo presume de su temprana conciencia política, al tiempo que vive sumergido en un mundo de mentiras, evocaciones y alucinaciones vendiendo una imagen de lo que quisiera ser y no es, o no alcanza a ser, por la propia invalidez de su oportunismo apático y tardío.

Aunque en distinta medida, ambos han fracasado en su proyecto de familia. Están solos frente a una realidad de la que Manolo saca el mayor provecho, porque como él dice “la felicidad es tener una palangana en la cabeza”. En él hay agradecimiento y compromiso. En Cheo hay frustración y rencor.

Manolo encuentra su Balmaseda

El personaje asumido por Mario Balmaseda se destaca por su profusa movilidad escénica, congruente con el cariz psicológico de Manolo. Sobre esa dinámica exposición actoral recae el peso de la dramaturgia. La inútil muerte… podría haber sido un monólogo. El brío, la pertinencia y el sentido práctico de Manolo aplastan la bellaquería de Cheo, personaje pálido y amorfo, que Rentería interpreta adaptándolo a la naturaleza de una personalidad mezquina y frustrada.

La trayectoria  profesional de Mario Balmaseda fue siempre exitosa, convincente, irrefutable. Se ha dicho que, en esta película, “tiene una actuación sobrenatural. Ha montado su Manolo desde una técnica grotowskiana que extrae inauditas emociones de la exacerbación de las fibras musculares y del movimiento del actor en escena”.1

Su representación es vibrante, volcánica, lúdicra. Maneja un repertorio riquísimo de gestualidad en perfecta combinación con un registro lingüístico que bordea lo marginal, sin caer en groserías. Más bien acudiendo al choteo y a la espontánea verborrea del criollo, del cubano pícaro y dicharachero.

Aquel hombre viejo con unas taras enormes

Para la fecha en que aparece la película, esta parece dirigirse hacia la destrucción de un paradigma que ya no funciona. De pronto, aquellos que como masa explotada y desposeída protagonizaron el cambio social, parecen no estar aptos para dar continuidad a la utopía. Bajo el rojo caparazón bullen anhelos, represiones, ansiedades, rémoras y prejuicios que frenan el avance.

Ni Cheo ni Manolo pueden encarnar la idea del tan cacareado Hombre Nuevo, mito con que el realismo socialista demonizaba cualquier otro método de creación artística. Para colmo, La inútil muerte… fue un episodio oracular en un paisaje sociopolítico que estaba a punto de atravesar la más sórdida prueba que enfrentarían los cubanos desde 1959: el Periodo Especial.

Apenas estrenado el filme, el país, que se había mantenido en cierto nivel de meseta, triunfalista e ilusoria, comenzó a retroceder y a enquistarse. La precariedad material lo inundó todo y, con ella, la angustia existencial se tornó síntoma cotidiano.  Más de treinta años después de su estreno, La inútil muerte… revela un espacio de interpretación sintomática mucho más conflictiva que la que pudo haber suscitado en principio.

Con certeza, toda obra de arte es juzgada desde el tejido epocal en que se produce su apropiación. El presente no es un implante, sino la data de una cierta episteme desde la que se aborda cualquier comprensión de un texto cultural. No podemos viajar al pasado y retrotraernos a una realidad que ya no existe, y mucho menos despojarnos de lo consabido, cuando pretendemos intervenir el universo de una obra y plantear una exégesis plausible.

Hoy La inútil muerte… conlleva la lectura de su inesperada clarividencia, en virtud de conflictos que allí se plantean, que trascienden su demarcación histórico-concreta y rebasan su cronotopía inicial.

Una puñalada históricamente trapera

Cheo, el oportunista de turno, ostenta el puesto de dirección en el departamento de una empresa llamada Autoimport. Manolo es un humilde carpintero, efervescente fidelista que en su proletaria nobleza comprende que no se puede intentar crear al Hombre Nuevo por arte de magia. Que no hay alquimia posible para convertir a un sujeto lastimado en un superhéroe socialista. Y usa sus coloquialismos para desfogar sus verdades: “Este es un proceso que le retraquetea”, dice.

Mientras Cheo quiere ser elevado a la categoría de comunista con carnet, y entrar a formar parte de la élite que se yergue impoluta por encima de la masa, Manolo proclama con modesta alegría: “La Revolución es mía, toda mía. En un final ella y yo nos entendemos.”

Lleno de rabia ante tanta autenticidad, envidioso de la ingenua plenitud de su antiguo socio, Cheo lo mata. El apodo que Manolo le grita con sorna aunque sin maledicencia, concentra toda la hiel que corroe el alma de Cheo. Se sabe cobarde. “Cheo malanguita” es un eufemismo para describir el tamaño de su virilidad. Algo que a Cheo le avergonzaba desde niño, y que había podido ocultar desde que abandonó el barrio.

Lo mismo que le ha impedido hacer una familia o al menos tener mujer, como él desea. Pero en términos semióticos, ser un Cheo malanguita es la revelación de su verdadera identidad ideológica. Cheo es un farsante, un demagogo, una rata. Manolo es la Revolución. Cheo es la decadencia oportunista. La Revolución, humilde, crédula, bullanguera, muere apuñalada por un cáncer no detectado en su etapa embrionaria.

Manolo, sujeto arqueológico más vivo hoy que nunca antes, se enfrenta a una realidad histórica mucho más compleja e incierta que la de 1989. Cheo sigue vigente.

Una muerte no tiene que ser del todo inútil. Siempre podremos volver a la interpretación inolvidable de Balmaseda, al contundente y polisémico texto de Eugenio Hernández, y aventurar nuevos significados según la versión fílmica de Julio García Espinosa. (2022)

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