La Habana: canto y desencanto
Otro cumpleaños y otros vientos.

La Habana no cabe en una foto de almanaque
“Cada vecinería debía hacer sus propios patronatos para pinchar a las autoridades, adormecidas por licores espesos, a realizar sobre todo cuando en muchos edificios lo que no se haga por esta generación motivará que desaparezcan y que sus ruinas sean un índice que señalen esqueletos y estupideces”, decía Lezama en una de sus crónicas sobre La Habana, publicadas entre 1949 y 1950.
¿Qué diría el autor de Paradiso del rostro actual de su ciudad? Cuando él partió, hace cuarenta y siete años, todavía no era esta ruina que habitamos hoy, la parte más antigua se restauraba, los cines y las librerías aún estaban en pie, y La Bodeguita era real, no esa postal folclórica que pervive a mitad de la calle Empedrado.
Pero casi nadie quiere oír hablar de ruinas, cadáveres insepultos y esqueletos revestidos o vueltos polvo, porque la realidad es demasiado tétrica para nombrarla, pa´llá pa´llá, siá cará, “espíritu burlón aléjate de mí”, decía la orquesta Aragón hace una buena cantidad de años.

Un tono burlón también afloraba en el ritmo de Juan Formel y sus Van Van hace más de veinte años, cuando advertía, “con cuidado mis parientes que La Habana no aguanta más”, refiriéndose a la urgencia de viviendas para la población ante la migración que recalaba en la capital desde todos los sitios del país. La migración actual es hacia afuera, acá se quedan las casas y los perros que deambulan entre los basurales.
Entre la fascinación, las lisonjas, la nostalgia, la broma y la amargura, la evocación de la ciudad capital ha desfilado por las voces de cantores, narradores y poetas, nacidos en su suelo, llegados de otros parajes del archipiélago, o incluso desde más allá de sus fronteras.

A partir del siglo xix la imagen de La Habana fue ocupando lugar en obras literarias y musicales y ya en el siglo pasado podemos encontrar autoras y autores que hicieron de ella un tema recurrente. Desde Lezama Lima, Eliseo Diego y Dulce María Loynaz, hasta Pedro Juan Gutiérrez y Leonardo Padura hay un arco de tiempo y de discursos que no caben en una crónica, que desbordan el intento puntual de recordar la fecha en que Sebastián de Ocampo llegó a la bahía aún inombrada, al puerto que llamó Carenas.
Si en el intrincado logos de la poesía de Lezama La Habana no muestra su rostro en primer plano, en su prosa ocupa un buen espacio. En sucesivas o las coordenadas habaneras él transita la ciudad de mil maneras. Visita sus plazas, pasea por sus calles y parques, relata sus costumbres y leyendas, y declara que “su sabiduría descendía de aquella ciudad” y que “solo allí su saber alcanzaba la mayor tensión de la cuerda de su arco”.
En Dador, Lezama dedica un poema a Eliseo Diego, “por su Calzada de Jesús del Monte”, ese libro esencial de la literatura cubana donde transpira la ciudad, donde el poeta refleja el inquieto palpitar de esa arteria de la polis como centro irradiante; el latir de los días y las noches; y los nombre de las cosas salvadas del olvido.

Al otro lado de la ciudad, Dulce María Loynaz convirtió su morada en El Vedado en un refugio a salvo del tiempo, en un jardín encantado, sintió que ese espacio habanero se había fundido en su ser, que de él había tomado su esencia, su espíritu, el alma de aquella Habana que evoca en Fe de vida, aquella Habana que era “una pequeña Viena, un París en miniatura, un extracto de Buenos Aires…”.
Una Habana más callejera es la que relata Guillermo Cabrera Infante en La Habana para un infante difunto en su recorrido por esa otra ciudad que ya no existe, la de las salas de cine; como callejera y mundana es igualmente la ciudad musical y bohemia de Tres tristes tigres, más cerca de Nueva York que de Viena.
El espacio y las voces de La Habana están presentes en la novelística de Carpentier, quien la definió como “la ciudad de las columnas” en su ensayo vital sobre la arquitectura y el estilo de la urbe, que define como “el estilo de las cosas sin estilo”, no como un demérito, sino para entender ese eclecticismo donde se entrecruzan el barroco, el neoclásico, el neogótico, el mozárabe, formando ese otro ajiaco que es su arquitectura.
“¿Qué es la gloria para ti?”, preguntan Los zafiros en su canción de homenaje a La Habana, durante su breve reinado en la música popular; más acá en el tiempo, Gerardo Alfonso fija un ícono, construye una metáfora que define la zona donde nació la ciudad: sábanas blancas colgadas en los balcones.
A esa zona fundacional van los turistas, se hacen fotos, luego montan en un auto descapotable, pasean por el malecón, visitan Tropicana, y regresan a sus países creyendo que conocieron La Habana; pero esta ciudad no cabe en una foto de almanaque, nos dice Carlos Varela desde el contén del barrio, mirando Jalisco Park, donde solo quedan aparatos muertos puestos a girar.
Desde otro barrio, al oeste de La Habana, Leonardo Padura lleva más de treinta años narrando la ciudad, recorriendo sus calles con Mario Conde, habanero raigal, cuyo incesante ir y venir por el centro y la periferia, han brindado un conocimiento mayor de la capital, la han posicionado mejor en el mapa de la literatura universal.
Desde La Habana de Cecilia Valdés y la condesa de Merlín hasta la actual de Mario Conde ha corrido mucha agua, han soplado muchos vientos, algunos tan fuertes que han llevado a los habaneros y las habaneras a otros sitios; pero, como dijo la reina Celia Cruz, “de La Habana hasta aquí hay una corriente que a mí me llama”. Santa palabra. (2023)
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