Solás y lo cubano como sangre que corre por el cuerpo

En el cine del creador de Lucía confluyen la historia nacional y su presente, la figura femenina como protagonista de esa historia y el carácter sincrético de la identidad cubana.

Un joven Humberto Solás se incorporó a la filas del recién fundado Icaic para la búsqueda de un cine nacional.

Foto: Cortesía Archivos Familia Solás

En las últimas semanas, diferentes miradas a la identidad nacional y los elementos que distinguen «lo cubano» han aflorado en los medios de prensa y redes sociales. Es ocasión para volver a Humberto Solás —a quien se recordó, en el aniversario 15 de su deceso, durante la Jornada de la Cultura Cubana— y a varios de sus filmes de ficción, como Lucía (1968) y Cecilia (1981).

Tras del estreno de Lucía, el entonces joven director tuvo que responder, para la revista Cuba Internacional, la pregunta: “¿Cuál es tu búsqueda de lo cubano?”. “Lo cubano surge en mis filmes de manera espontánea. No hay fórmula. Es como la sangre que corre por el cuerpo”, contestó Solás.

Años más tarde, en 1988, ofreció a la revista Revolución y Cultura su concepto de identidad: “Poder ser reconocido y comprendido por los demás, pero eso tengo que intentarlo no por caminos fáciles” (A solas con Solás, Letras Cubanas, 1999).

El cine de Humberto Solás ha sido, precisamente, un recorrido por caminos nada fáciles y, al mismo tiempo, fecundos. En donde la historia nacional, la figura femenina como protagonista de esa historia, y el carácter sincrético de lo cubano definen la obra de uno de nuestros más auténticos creadores.

La búsqueda de un cine nacional

Los cineastas de un recién creado Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic), jóvenes en su mayoría, rechazaron la llamada «etapa prehistórica» del cine cubano, que es la mayor parte de la producción anterior a 1959. Consideraban que su aporte (salvo alguna excepción) se reducía al lenguaje balbuciente, el folclorismo banal y la ingenuidad populista.

El Icaic se planteó, entonces, potenciar un cine nacional partiendo casi desde cero y transformando no solo el carácter del producto, sino también el sistema de producción y exhibición de las películas, alterando todo el proceso que operaba en los marcos de la anterior sociedad.

Cartel del filme Lucía (1968), realizado por el importante artista visual cubano Raúl Martínez.

Ante la ausencia de esa sólida tradición nacional, era necesario tocar todas las puertas y recorrer los diferentes caminos: desde el neorrealismo italiano ―a cuya mirada se inclinó el Icaic en un primer momento; y por el cual Solás sentía admiración, aunque comprendía sus limitantes―, la Nueva Ola francesa, el cine independiente norteamericano, la producción soviética…

El reto consistía en asimilarlos críticamente, aprovecharlos y crear las condiciones para el surgimiento de un cine de valor artístico y técnico, nacional, inconformista, barato y rentable. A la «fase de exploración» de 1959 a 1965, le siguió el definitivo «despegue» entre 1966 y 1969, que reafirmó —también a nivel de público, crítica y festivales— los logros alcanzados por el joven Icaic.

En esta segunda fase se realizaron los primeros largometrajes de Humberto Solás, quien había entrado muy joven al Instituto y, de acuerdo a su política, trabajó como asistente hasta poder realizar sus primeros documentales en coautoría; y el corto Minerva traduce al mar (1962), con Oscar Valdés.

De lo operático a la contención
Daisy Granados (Cecilia Valdés) y Miguel Benavides (Pimienta) en un fotograma de la cinta Cecilia

Solás fue el dueño de un cine altisonante, maravilloso en la misma medida que desmesurado, expresado en Lucía, Celicia y, sobre todo, en la «apoteosis estética» que es El siglo de las luces, 1992.

Por lo abarcador, su mirada es barroca. Como las calles de la Habana Vieja y muchas de las ciudades del Caribe, esa construcción polifónica encierra lo enigmático, lo mágico del crisol a fuego lento en que se forjan estas tierras.

Comprender ese carácter sincrético de lo cubano, con la complejidad de los matices, es algo que Solás se propone con su cine. Especialmente, en Cecilia y El siglo de las luces, donde lo político se entrecruza con lo cultural y lo religioso en la sociedad colonial y, como germen, cristaliza en el presente. El ayer da cuerpo al hoy, a lo que somos.

En “Humberto Solás o la reinvención de Cuba”, el crítico Rufo Caballero subraya que el director tenía especial talento para el despliegue operático de la tragedia y manejaba los movimientos de masa, la cadena de acciones colectivas, con una plasticidad, una gracia y una emotividad que no lograba nadie. Le interesaba la recreación estética, la sensualidad de la experiencia visual, la suntuosidad de la cámara, el montaje de la escena como en un cuadro plástico.

Sin embargo, en sus últimas películas: Miel para Oshún (2001) y Barrio Cuba (2005), el realizador exploró la decantación y lo minimalista, los valores de contar mucho con poco, la apuesta por un cine —como expresó en el Manifiesto fundacional del Festival de Cine Pobre, hoy Festival Internacional de Cine de Gibara— de pocos recursos, pero de búsquedas y honduras artísticas.

Mirar atrás para entender el ahora
A lo largo de su filmografía, Humberto Solás (1941-2008) se fue revelando como uno de los grandes intérpretes del alma cubana.

Como otros directores de esos años, Solás se interesó en el cine histórico. Le parecía que nuestra historia había sido plasmada desde el “punto de vista burgués” y habíamos estado obligados a vivir con terribles deformaciones. “Carecíamos, por tanto, de una apreciación coherente, lúcida y digna de nuestro pasado nacional. Esto explica en gran parte nuestra decisión de abordar temas históricos”, contó en una entrevista recogida en A solas con Solás.

Pero este cine histórico —pensaba— había surgido de manera espontánea, aunque muchos se estrenaron en aquel 1968 donde se celebraron los Cien Años de Lucha. De ese año es su abarcadora Lucía, a la cual uno siempre regresa asombrado, incapaz de creer que fuera realizada por alguien menor de treinta años.

Lucía puso la historia en función del hoy, de su actualidad. Los dos primeros relatos ―uno de finales del XIX y el otro de los años 30 del siglo XX― tenían la intención de argumentar las razones históricas que daban vida al presente, personificado en la mujer de los años 60, la Lucía de Adela Legrá. Esa que, en una sociedad cambiante, insiste en aprender y no dejarse dominar por el hombre.

Al mismo tiempo, su película establece un diálogo con el presente, al cuestionar la moral que sobrevive en amplios estratos de la población y que la realidad revolucionaria de esos años impugna ―una sociedad en «tránsito», que siendo declarada socialista mantiene costumbres y construcciones mentales del capitalismo, como explora Eduardo Manet en Tránsito, 1963).

Cambio de época

Si ya Manuela (1966), también con Adela Legrá, había sido una primera incursión en la contemporaneidad y la historia de la reciente lucha revolucionaria, con Un día de noviembre (1972) abordó la introspección, la duda en medio de la épica, el hombre común que va a morir, inmerso en la epopeya.

El joven Solás que había celebrado el carácter vanguardista de esa cinematografía de los 60, con sus búsquedas estilístico-narrativas y la extraordinaria libertad de los autores, el antidogmatismo y la «no dependencia entre cultura y revolución», habría de toparse en los albores de la década del 70 con un cambio de época. Las puertas del Quinquenio Gris se cerraron para Un día de noviembre, cuyo estreno quedó postergado por varios años.

Humberto Solás optó por no volver a cuestionarse la contemporaneidad si no podía contar con el verdadero espacio de la sinceridad y decidió refugiarse, quizás camuflarse, en las profundidades y enseñanzas de la Historia.

Sus filmografía siguiente es un regreso histórico con grandes visos de vigencia. Con Cecilia, a partir de la novela de Cirilo Villaverde y su personaje protagónico ―rotundo y transgresor en esa mixtura racial y religiosa que altera a los más conservadores― ahonda en la mujer-patria y el carácter sincrético de lo cubano.

Con Amada (1983) dibuja un cuadro de «historia doméstica» en las primeras décadas del siglo. El oportunismo político y la ambición de poder definen Un hombre de éxito (1986). El individuo atrapado por la historia es el tema de El siglo de las luces (1992).

Cuba, esa gran metáfora

En el tránsito a un nuevo siglo y milenio, vuelven Cuba y sus habitantes del presente. Retorna a la Patria en su amplitud, como sitio posible para la unidad en lo nacional, para la sanación del ser social y el necesario diálogo en pos del destino del país y de su gente.

Para Rufo Caballero, en su citado ensayo: “Si la Cecilia atribulada, enloquecida, que vagaba hacia el final del filme de 1981 por las calles de La Habana —hasta tirarse del campanario— era el destino oscuro de la Cuba colonial, la madre que busca Roberto afanosamente a todo lo largo de la Isla en Miel para Oshún, y que encuentra, no por capricho, en la imagen de aquella tercera Lucía, es de nuevo la Patria, sombra escurridiza, esencia amada, ideal y acción que todo lo invade y lo fecunda”.

Humberto Solás fue ―sigue siendo, en la eternidad de sus películas― uno de los mejores intérpretes del alma nacional. Sin modas ni búsquedas pueriles, él supo que la esencia de lo cubano, de poder rastrearse, estaría en lo profundo de una compleja mixtura cultural en constante cambio, en los vericuetos de la Historia que dan cuerpo a la identidad.

Pues para pensar a Cuba hay que intentar comprender su pasado. Así se abren las puertas al porvenir y al proyecto de nación. La existencia del cine, creyó siempre Solás, “depende de la vida espiritual de la nación” (2023).

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